Bastaban los dedos de una sola mano para medir el alcance de las «compensaciones» con que el gobierno pretende disminuir el impacto de su propuesta de salario mínimo. Tras el fracaso de su reajuste en ambas cámaras, no le quedó a La Moneda otro recurso que el «veto aditivo», instancia en que el parlamento -ya […]
Bastaban los dedos de una sola mano para medir el alcance de las «compensaciones» con que el gobierno pretende disminuir el impacto de su propuesta de salario mínimo.
Tras el fracaso de su reajuste en ambas cámaras, no le quedó a La Moneda otro recurso que el «veto aditivo», instancia en que el parlamento -ya herido en el ala por su génesis discutiblemente democrática-ve aun más reducido su escaso margen de incidencia en los grandes problemas nacionales. Efectivamente, por obra y gracia de la institucionalidad heredada -todos sabemos de quién y amparada por quiénes- y ya que ni sus propios partidos lo acompañaron en la tramitación regular del «alza» del salario mínimo, le bastarán al gobierno unos pocos votos -la estricta e indisimulable minoría- para imponer su proyecto.
Delicias de la «constitución» pinochetista, presidencialista al extremo por cuanto el dictador confiaba en las fuerzas de sus aparatos represivos para eternizarse en el poder.
Pero, «delicias» también de un modelo rigurosamente aplicado desde las concepciones neofascistas del guzmanismo, para que nada se moviera en desmedro del predominio omnímodo de los sectores más «aprovechados» del emprendimiento dictatorial.
Y… aquí estamos otra vez. La señora Matthei y los suyos lamentándose de «la pobreza», sin reconocer que lo que hay es nada más y nada menos que injusticia social, desigualdad, bandidismo empresarial.
El designado senador presidente de Renovación Nacional hace su show particular, algo así como «los martes» del almirante Merino. Lo llaman a «la calma» desde La Moneda y, al final, cada uno asume su pose «republicana» y se alinea con las tesis de los grandes empresarios que ganan tanto porque explotan tanto que hasta se dan el lujo -caro para la mayoría de los chilenos- de invertir sus utilidades en otros países. Así, pues, este paisito con vista al mar, uno de los más desiguales en distribución de los ingresos, hoy exporta capitales. Somos «imperialistas», «tenemos inversiones» que, según el decir de periodistas y analistas entre inescrupulosos e ignorantes, serían «de todos los chilenos».
Y hasta ahí llega la «soberanía nacional», sin olvidar los metros o kilómetros de una salida al mar para Bolivia, en alguna dimensión y «rentabilidad nacional» que no podría compararse ni con un esmirriado porcentaje de los territorios en «concesión plena» que los gobiernos que sucedieron a la Unidad Popular han otorgado a gigantescos conglomerados nacionales y, particularmente, internacionales.
¿Frustración?: más bien lucidez, toma de conciencia de la coherencia con que actúan los poderosos de siempre. Y con ello, de la urgente necesidad de barrerlos de los órganos de poder para que «la realidad entre la idea» -como palabras más o palabras menos quería el viejo Hegel.
El gobierno de los empresarios y las transnacionales, «defendiendo» los equilibrios macro-económicos para que «no aumente la desocupación»… «Realismo», lo llaman los que no se inquietan por unos cuantos millones de pesos mensuales. «Responsabilidad fiscal», dicen los engolados «expertos» pagados por las grandes corporaciones.
Y ahora, ¿qué? Por de pronto, fortalecer los órganos de expresión popular, partidos políticos y movimientos sociales, sin dejarse entrampar por el discurso de las exclusiones e incompatibilidades, del «unos o los otros».
Y es que el ideal de los reaccionarios de siempre -de los que el político DC Renán Fuentealba llamó algún día «liberales de hoy, conservadores de ayer, momios y fascistas de siempre»- no es otro escenario que el de la más aguda e irremontable escisión en las filas del pueblo.
Afortunadamente -y no por un azar sino más bien por un «acierto» de la historia, el Chile de hoy no un país inmovilizado, inerte. Decenas y centenares, hasta sumar miles de demandas convocan a los más variados y aun disímiles actores sociales. Trabajadores y estudiantes, deudores habitacionales, allegados y temporeros, mineros y trabajadores de los más variados oficios, educadores y gente de la cultura y las ciencias, ya han asimilado la lección y a lo que asistimos es a una recuperación de la conciencia.
La mezquindad derechista y la impotencia de los sectores políticos que no pueden disimular su responsabilidad en lo que estamos viendo, ya están recibiendo su justa condena. Y la hora que vivimos es la de una rectificación a fondo; la hora de apelar a la sinceridad de las intenciones y de abrir paso a la libre expresión de una ciudadanía conciente y que no necesita de mecenas ni de caudillos de conflictivo futuro.
En la hora de sacar las debidas conclusiones, recurrirá el pueblo a su sabiduría forjada a fuerza de experiencias y, que nadie lo dude, sabrá hallar el camino de la unidad y la victoria hasta alcanzar un futuro sin padrinazgos ni condicionamientos de clase alguna. Sobre todo, «de clase»…