En Chile llamamos gremios a las cámaras empresariales. Las hay en todos los rubros. Las más grandes con directiva y domicilio conocido, como la CPC, la Sofofa, la Corma, o el Consejo Minero. Pero también hay gremios anónimos, ocultos, informales, que sólo operan a punta de telefonazos o en el café del club de golf. […]
En Chile llamamos gremios a las cámaras empresariales. Las hay en todos los rubros. Las más grandes con directiva y domicilio conocido, como la CPC, la Sofofa, la Corma, o el Consejo Minero. Pero también hay gremios anónimos, ocultos, informales, que sólo operan a punta de telefonazos o en el café del club de golf. Hace pocos días condenaron a los ginecólogos de Chillán porque estaban coludidos para fijar sus honorarios en la ciudad. No necesitaron una asociación gremial para operar de esa forma. El mismo caso se ha repetido hasta la saciedad: farmacias, productores de pollo, sostenedores de colegios subvencionados, etc. Ninguno de estos sectores necesitó que su gremio tuviera oficina y personalidad jurídica para hacer sentir su peso en el mercado y proteger sus conveniencias.
Las funciones de un gremio son tres: primero, defender a sus asociados, mejorar sus precios, promover una legislación favorable. Si uno de los socios cae en desgracia ante la justicia, socorrerlo. Presionar al Parlamento por leyes proteccionistas y «amigables» en materia comercial, laboral, ambiental, etc. En segundo lugar, los gremios crean barreras de entrada a nuevos competidores. Si lo hacen dentro de la ley, recurren a medidas de mercado. Pero si son gremios mafiosos, pueden recurrir al chantaje, la extorsión o la intimidación criminal. Y en tercer lugar, los gremios buscan mejorar la reputación de sus socios ante los consumidores. Realizan campañas para promover su imagen y sus productos. «Mami, dame mi huevito», publicitaban hace años los productores de huevos. Hoy en día los gremios que más invierten en publicidad son lo que más contaminan y los que tienen más litigios laborales en curso.
LA PATRONAL DE LA POLITICA
Si hay gremios en todos los sectores de la economía, no hay que extrañarse de su existencia en el campo de la política. Como en todas estas asociaciones, los socios compiten ferozmente en el día y se juntan a tomar una copa en la noche y arreglar los intereses comunes del sector. Siempre se trata de lo mismo: proteger a sus miembros de alguna iniciativa legal inconveniente. Impedir la entrada de nuevos competidores en el mercado. Mejorar el «precio» de sus «productos». Y de vez en cuando, cuando la ocasión lo amerita, sacar la voz como colectivo para mejorar su reputación. Este gremio agrupa a actores que formalmente compiten descarnadamente entre ellos. Pero tras esta competencia brutal se esconden intereses comunes mucho más fuertes, que les aglutinan y vinculan de forma estructural. Igual que las cadenas de farmacias, los socios de esta patronal de la política aparentan competir por los clientes. Pero en el fondo saben que su mejor negocio es coludirse para establecer un monopolio seguro, que les estabilice y garantice un futuro previsible.
El gremio político es una de las asociaciones empresariales más poderosas de Chile. No necesita contratar a lobbystas para hacer su pega, porque le basta con organizar a sus socios para que ellos mismos representen sus intereses ante sí mismos. Es extremadamente fácil. Basta coordinación, y sentido común. Su punto débil es que el gremio no cuenta con autonomía financiera. Como no es un sector productivo, depende de fondos públicos y privados. Por eso sus verdaderos interlocutores son los sectores empresariales y las autoridades estatales, judiciales, especialmente las designadas por concurso público y los «funcionarios de planta», que de vez en cuando intentan regular el campo de la política.
En los últimos años el gremio pasa por malos momentos. Los consumidores están hastiados por la mala calidad de sus productos. Poco a poco surgen nuevos competidores, tanto a la derecha como a la Izquierda, que no son parte de esta sociedad. Y lo más grave: los escándalos ligados a su financiamiento han tocado fondo y se puede prever que más de algún socio podría perder su negocio e incluso, caer en prisión. De allí que se hayan movilizado de forma activa. Ante los consumidores han publicado una carta reconociendo «transversalmente» sus errores y han hecho públicos sus propósitos de enmienda. Pero esa misma carta les ha servido para aparecer unidos ante los jueces y ante los que piensen que se puede doblegar a un gremio tan combativo y articulado como el de la política. Siete partidos, como un verdadero «cartel de la política», unidos sin fisuras, de cara a quienes quieran hacerlos entrar en vereda. Los que creen que se está fraguando un «acuerdo» entre los partidos no entienden nada de lo que pasa. El gremio no necesita de acuerdos puntuales para funcionar. El gran acuerdo es la existencia misma del gremio. No hay nada que acordar, porque todo ya está zanjado. Y el que se atreva a ir contra el gremio deberá apretarse los pantalones.
Creo que esto explica el famoso rumor sobre la «renuncia» de la presidenta Bachelet. No me extrañaría que ella usara esa carta como una especie de último recurso a la hora de enfrentarse a su propio gremio. ¿A que recurrir cuando los partidos que supuestamente te «apoyan» son los que te impiden hacer tu trabajo y torpedean tu gestión? Probablemente la amenaza de renuncia no fue más que un bluf , como se estila en el póker, y le sirvió a Bachelet para darle un susto al gremio de la política, aterrado ante la posibilidad de que se vuelvan a barajar las cartas antes de tiempo y con nuevas reglas.
LOS TEMORES DEL GREMIO
Algunos de los dirigentes de este gremio ya no ocupan puestos políticos relevantes desde hace décadas y se supone que se han radicado en el sector privado. Pero son los que manejan de manera directa la asociación. Piense usted en Genaro Arriagada, Enrique Correa, Eugenio Tironi o Gutenberg Martínez. Años y años en las sombras, pero siguen en la directiva del gremio de la política, moviendo sus hilos. Defendiendo «la honra» y los intereses de sus representados.
El gran fantasma de este sector se llama «populismo». Bajo este nombre cabe todo y nada a la vez. Simplemente todo lo que huela a amenaza se le moteja con esta categoría. Cualquiera que deslice una crítica a la inmoralidad de los políticos es acusado de populista. Cualquiera que plantee la necesidad de limitar sus competencias y privilegios, es populista. Cualquiera que deslice una reforma profunda a las instituciones políticas es populista. Y por el contrario, quienes argumentan la necesidad de mantener el statu quo son siempre hombres de Estado, personalidades republicanas con visión patriótica, garantes de acuerdos transversales, que saben anteponer los intereses generales a sus intereses particulares.
El gremio ha pasado por buenos momentos. A inicios de los noventa gozó de fama y fortuna. Y Pinochet tuvo una estupenda relación con el gremio durante una parte de su régimen. Basta recordar los «acuerdos nacionales» de 1986 y 1989. Pero en el papel y en los discursos Pinochet sabía que la única legitimidad popular que podía adquirir era a costa de ese sector. «Los señores políticos» eran supuestamente sus grandes adversarios y se encargaba de denostarlos mañana, tarde y noche. Pero Pinochet fue un socio activo y leal al gremio, y aprovechó todos sus beneficios.
Lo que Pinochet comprendió ya lo había descubierto Mussolini en los años veinte. En esa época se empezó a hablar de la «clase política» como un sector en contradicción estructural con la gran clase «no política», formada por trabajadores y empresarios, ricos y pobres, nobles y plebeyos, igualmente enfrentados a los zánganos políticos que monopolizan el poder. Puestas las cosas de esa forma se podía invocar la «unidad nacional», y la verdadera contradicción de clases -que enfrenta al capital y al trabajo-, quedaba relegada al rincón de los recuerdos.
De allí que el discurso anti-política exija cautela. Los políticos no forman una «clase» enfrentada al resto. Es sólo un gremio, un cartel, un sector económico, unido por intereses corporativos evidentes, al igual que los productores de leche, los dueños de bancos, o los empresarios del cuero y el calzado. La diferencia es que se trata de los «trabajadores» del poder. Y eso le da a este gremio un peso diferenciado, que les coloca por encima de las leyes y las normas vigentes. Son juez y parte, lo que les permite fijar su propio salario, dictar las normas que les regulan, influir en el poder judicial que les juzga y controlar de mil formas a la policía que les investiga.
Para resolver este problema la teoría política prescribió la famosa separación de poderes. Pero en la práctica, esta pretendida división de tareas se va diluyendo y los vasos comunicantes se hacen cada vez más estrechos. De allí que aparezcan jueces hijos de senadores, las esposas de ministros en los directorios de empresas públicas, las nueras que hacen negocios desde el palacio, y un sin fin de otros posibles circuitos por los que transita la influencia, la complacencia y la corrupción.
Si el problema es leve, basta con que las instituciones de control funcionen y operen sin interferencia. Pero cuando el problema es mayor, hay que rediseñar las instituciones. Hay momentos en los que el gremio se demuestra más poderoso que la superintendencia que lo debería fiscalizar. Es el caso de la política, donde el gremio no tiene existencia legal ni hay una superintendencia que lo regule. Es un «mercado desregulado», abandonado a la ley del más fuerte, del amiguismo y de la reciprocidad mafiosa que afirma «hoy por ti, mañana por mí».
De allí que no habrá solución a los problemas de Chile hasta que no se enfrente este dilema. Llegó la hora de combatir frontalmente al cartel de la política. Y en ese objetivo habrá que echar mano a todos los recursos legales de los que se disponga. Por ejemplo: votar por las pymes políticas que no están en el gremio, o declarar derechamente una huelga de consumidores. Pero de todas estas alternativas la más radical y efectiva es la solución constituyente para dictar una nueva Constitución. Se trata de rediseñar las reglas del juego político, pero con actores que no participen del gremio. Saltarse a los «incumbentes», abrir un by pass jurídico y regular al sector desde fuera. Esa es la única forma de rebarajar el naipe y quebrar el gremio que ha capturado lo político, lo de todos, para sus propios intereses
Publicado en «Punto Final», edición Nº 826, 17 de abril, 2015