Recomiendo:
0

Contra la «democracia»

Fuentes: Rebelión

I. La democracia constituye una reivindicación política común de la izquierda. Con el término «izquierda», tan ambiguo, nos referimos aquí al socialismo, el comunismo y el anarquismo. Obviamente, excluimos a la socialdemocracia, firmemente instalada en la llamada «democracia representativa» (formulación contradictoria). La idea de democracia a la que nos referimos es la de la «democracia […]

I.

La democracia constituye una reivindicación política común de la izquierda. Con el término «izquierda», tan ambiguo, nos referimos aquí al socialismo, el comunismo y el anarquismo. Obviamente, excluimos a la socialdemocracia, firmemente instalada en la llamada «democracia representativa» (formulación contradictoria). La idea de democracia a la que nos referimos es la de la «democracia directa» (formulación redundante).

Los actuales regímenes llamados «democracias», no son tales. Esto lo reconoce, no sólo la izquierda, sino una parte considerable de los «ciudadanos» bajo dichos regímenes (también lo reconoce la propia teoría política burguesa, que distingue con total claridad, al menos desde Benjamin Constant, entre las antiguas democracias y los modernos «sistemas representativos»; Constant basaba su distinción en el concepto burgués de «libertad civil»; la necesaria crítica de la libertad sería tema para otro artículo).

Los actuales regímenes no son democracias, ni siquiera formalmente. La propia distinción entre «democracia formal» y «democracia real» pierde su sentido cuando se pretende decir con ella que los actuales regímenes políticos son formalmente democráticos, pero no realmente, bajo las condiciones del capitalismo. La distinción entre forma y contenido sólo puede tener lugar en el pensamiento. En la realidad, o hay democracia o no la hay, y la realidad es que los actuales regímenes políticos no son democracias. En cambio, la distinción tiene sentido para referirse, por un lado, a la forma de la democracia (a sus instituciones y procedimientos, que son generales) y, por otro, a su contenido de clase, como veremos.

La democracia se define porque el poder lo ejerce el conjunto de una clase, y se puede caracterizar por una serie de instituciones y procedimientos políticos. Estos son, en síntesis y para lo que aquí nos interesa, los siguientes: ejército popular; participación de todos los ciudadanos en el poder, concentrado en la Asamblea (o sistema de asambleas), y en la administración; decisión por voto y aprobación por mayoría en la Asamblea; responsabilidad y revocabilidad de todos los cargos públicos. Añadamos que los procedimientos para permitir la participación de los ciudadanos en la Asamblea y en las magistraturas son diversos (los miembros de la Asamblea y de los cargos públicos pueden ser designados por sorteo o elegidos por votación como delegados con mandato imperativo, no representativo; temporalidad reducida y rotación de los cargos públicos), y que la elección es utilizada en la democracia sólo para la designación de cargos considerados técnicos (la elección de delegados revocables con mandato imperativo no es una elección de representantes, sino una delegación ejecutiva). Sin embargo, el procedimiento político fundamental de los actuales regímenes es la elección. Pero la elección ya era considerada por Aristóteles (en la «Política»), antes que por Rousseau (en «Del contrato social»), como un procedimiento propio de la oligarquía y la aristocracia. En los actuales regímenes, el poder no es ejercido por el conjunto del pueblo, sino por unos pocos (y no se quiere decir aquí que sólo unos pocos, pertenecientes a la minoritaria clase burguesa, tengan el derecho de ejercer el poder, sino que realmente son unos pocos los que ejercen el poder político). El ejercicio del poder por parte de una minoría es lo que define al régimen oligárquico (el término griego «oligarquía» significa el «gobierno de unos pocos»). La universalidad del sufragio en las modernas oligarquías no cambia para nada su carácter oligárquico, puesto que el poder sigue siendo ejercido por una minoría de «elegidos» (y, como ya hemos dicho, la elección es un procedimiento propio de la oligarquía).

El marxismo ha denominado «democracias burguesas» a los modernos regímenes. Con esta denominación, el marxismo pone de manifiesto el contenido determinante de éstas: su contenido de clase burgués. Se conserva así el término «democracia», y con ello se distingue a éste régimen político de otros regímenes anteriores (sobre todo de la aristocracia y la monarquía). Pero el marxismo también utiliza el término «oligarquía», más adecuado, para denominar al régimen político propio de la burguesía (utiliza también el término «dictadura», en tanto que ésta se halla inscrita en dichos regímenes). Así, la denominación más adecuada a los regímenes burgueses es la de «oligarquías burguesas». Así las distinguimos de las oligarquías esclavistas o feudales, por su contenido de clase. Estas oligarquías eran censitarias, puesto que los electores y los elegibles estaban limitados por el censo. Las oligarquías burguesas también eran censitarias al principio. Pero es completamente erróneo llamar a éstas «democracias censitarias». La posterior ampliación del sufragio no convierte a las modernas oligarquías burguesas en democracias, como hemos demostrado, sino en «oligarquías burguesas populares» (o «nacionales»). Esta última es la denominación más apropiada para los regímenes políticos actuales. (Sólo faltaría aclarar su carácter liberal para distinguir a las modernas oligarquías, carácter que se deriva de su contenido de clase burgués).

En conclusión: los modernos regímenes son oligarquías burguesas populares, no democracias.

II.

Definidos los actuales regímenes políticos y diferenciados de la democracia, vamos ahora con la crítica de la democracia. La reivindicación de la democracia en general es comprensible entre los anarquistas, que pretenden, entre otras cosas, que la sociedad puede transformarse de un día para otro (la socialdemocracia hace tiempo que renunció a ésta aspiración, instalándose en la «democracia representativa»). Sin duda, la permanente defensa de la «democracia» por parte de la burguesía debe ser estratégicamente aprovechada en su contra. En este sentido, Lenin dice:

«Nosotros» hemos dicho a la burguesía: Vosotros, explotadores e hipócritas, habláis de democracia y, al mismo tiempo, levantáis a cada paso millares de obstáculos para impedir que las masas oprimidas participen en la vida política. Os tomamos la palabra y exigimos, en beneficio de estas masas, que ampliéis vuestra democracia burguesa, a fin de preparar a las masas para la revolución que os derribará a vosotros, los explotadores».

Pero, punto y seguido, Lenin continúa:

«Y si vosotros, los explotadores, intentáis hacer frente a nuestra revolución proletaria, os aplastaremos implacablemente, os privaremos de derechos, es más: no os daremos pan, porque en nuestra república proletaria los explotadores carecerán de derechos, se verán privados del fuego y del agua, porque somos socialistas de verdad, y no como los Scheidemann y los Kautsky» («La revolución proletaria y el renegado Kautsky», en Obras Escogidas, Progreso, 1981, pp. 106-107).

El comunismo implica la extinción del Estado (la «anarquía», si se quiere). El Estado es un instrumento de dominación de una clase sobre otra, y la democracia es una forma de Estado. La democracia tiene, por tanto, un contenido de clase (esto sería la «democracia real»: la democracia de clase). Esto se demuestra tanto en el caso de la antigua democracia ateniense, como en la democracia obrera de la Comuna de París de 1871 y en la democracia soviética de obreros y campesinos. La «democracia» en general no existe. La democracia es siempre la democracia de una clase, para una clase. En este sentido, Lenin pregunta: «¿democracia para qué clase?» (La revolución proletaria y el renegado Kautsky, p. 80).

La democracia es necesaria para acabar con la explotación de una clase por otra, para acabar con el Estado, para construir la sociedad sin clases, la sociedad comunista. Pero esta finalidad viene dada por la clase obrera. La clase obrera se define por carecer de los medios de producción, que son propiedad privada de la burguesía, y por verse obligada, en consecuencia, a vender su fuerza de trabajo a la burguesía. La clase obrera no tiene medios de producción que defender y, por tanto, su interés no puede consistir en conservar la propiedad privada de los medios de producción, de la que carece, sino en eliminarla. Los modernos medios de producción desarrollados son colectivos, y es la clase obrera la que, colectivamente, los hace funcionar. Los trabajadores no pueden pretender apropiarse individualmente de los modernos medios de producción, puesto que estos son indivisibles. Sólo colectivamente puede la clase obrera apropiarse de los medios de producción, pero ello implica la eliminación de la propiedad privada, su socialización. En conclusión: sólo la democracia obrera puede conducir al comunismo.

De lo dicho se deduce que el socialismo, como período de transición al comunismo, implica la democracia obrera, es decir, que sólo los miembros de la clase obrera tendrán derechos políticos. La burguesía, en tanto que tal, no tendrá derechos políticos en la democracia obrera. Por tanto, quién se niegue a pertenecer al proletariado, es decir, quien se niegue a renunciar a la propiedad privada de los medios de producción, será expropiado a la fuerza y castigado por su resistencia, etc. En este sentido, se puede decir que la democracia obrera es una dictadura del proletariado para la burguesía (de la misma forma que la democracia ateniense era una dictadura para los esclavos). Esto se sigue de la premisa de que el Estado es un instrumento de dominación de una clase sobre otra, y de que la democracia es una forma de Estado. Sin embargo, en el caso de la democracia obrera, la dominación sobre la clase burguesa conduce a la abolición de ésta.

Pero la democracia obrera, y cualquier democracia, es una dictadura en un sentido más original de la palabra. Convengamos en que el término «dictadura» implica un poder «no coartado por ley alguna» (como Lenin acuerda con Kautsky, en La revolución proletaria y el renegado Kautsky, pp. 67 y 69. Siendo más rigurosos históricamente, ésta característica se atribuye desde antiguo a la tiranía (Aristóteles), o, en términos modernos, al «despotismo» (Montesquieu o Rousseau, p. ej.). La dictadura es una figura romana que, en términos absolutos, comparte dicha característica. Para lo que aquí nos importa no hace falta que nos extendamos más sobre el tema). En este sentido, ya Aristóteles achacaba a la democracia su carácter «tiránico», por abusar de los decretos en vez de limitarse a las leyes, por ejemplo cuando dice: «De todas las cosas, en efecto, el pueblo se ha hecho a sí mismo dueño, y todo lo gobierna mediante votaciones de decretos y por medio de los tribunales, en los que el pueblo es soberano» (Constitución de los atenienses). Rousseau, por ejemplo, repite la misma crítica en Del contrato social (en el libro III, sobre todo). En este sentido, la democracia es considerada como una «dictadura» (de aquí que se pueda hablar, propiamente, de la democracia como «dictadura de la mayoría»). Por ello se mofa Lenin de Kautsky, con toda razón, cuando éste se queja de la expulsión de los soviets en 1918, por parte del Comité Ejecutivo Central, de los representantes del partido eserista de derecha y de los mencheviques, de esta manera: «La Constitución de la República Soviética no dice ni una palabra de la inmunidad de los diputados a los soviets» (citado por Lenin en «La revolución proletaria…», p. 103). Lenin contesta a Kautsky:

Sí, eso es, en efecto, horrible, es apartarse de un modo intolerable de la democracia pura, conforme a cuyas normas hará la revolución nuestro revolucionario Judas Kautsky. Nosotros, los bolcheviques, debimos haber empezado por… (…) redactar un código penal por el que se declarará «punible» la participación en la campaña contrarrevolucionaria de los checoslovacos, o la alianza con los imperialistas alemanes en Ucrania o en Georgia contra los obreros de su país; sólo después, en virtud de ese código penal, hubiéramos estado facultados, según la «democracia pura», para expulsar de los Soviets a «determinadas personas» («La revolución proletaria y el renegado Kautsky», p. 103).

Kautsky no hace sino repetir la queja de Aristóteles acerca de la democracia ateniense: el pueblo «todo lo gobierna mediante votaciones de decretos y por medio de los tribunales». Rousseau, que comparte la crítica de Aristóteles a la democracia, explicará con claridad el sentido de ésta:

«Cuando el pueblo de Atenas, por ejemplo, nombraba o deponía a sus jefes, discernía honores para uno, imponía penas para otro, y mediante multitud de decretos particulares ejercía indistintamente todos los actos del gobierno, el pueblo entonces no tenía ya voluntad general propiamente dicha; no actuaba ya como soberano, sino como magistrado» («Del contrato social», libro II, cap. IV).

No vamos a detenernos en explicar, a su vez, el sentido de la distinción de Rousseau entre leyes y decretos en base a su teoría de la voluntad general. Baste con señalar que Rousseau critica, de esta forma, al igual que Aristóteles, a la democracia ateniense, y que Kautsky repite la misma crítica a la República Soviética.

Es interesante realizar la reconstrucción de la pretendida deconstrucción a la que Kautsky somete la formulación dialéctica de Marx «dictadura del proletariado». Kautsky separa los términos de Marx para restituirles su sentido «literal» (el pasaje de Kautsky se encuentra en las pp. 67-68 de «La revolución proletaria…»). En primer lugar, Kautsky señala que el término «dictadura» significa la «supresión de la democracia», y «el poder personal de un solo individuo, no coartado por ley alguna»; pero a continuación añade que ésta «se diferencia del despotismo en que no se entiende como institución estatal permanente, sino como medida extrema de carácter transitorio». En segundo lugar señala que «la expresión «dictadura del proletariado», es decir, no la dictadura de una persona, sino de una clase, excluye ya que Marx, al utilizarla, entendiera literalmente la palabra dictadura». La formulación de Marx es dialéctica en tanto que implica precisamente la contradicción que Kautsky excluye, pero también en tanto que implica el «carácter transitorio» de dicha contradicción; es decir: en tanto que implica que la democracia obrera es, «literalmente», una dictadura del proletariado para la burguesía, y en tanto que, también «literalmente», la dictadura del proletariado tiene un «carácter transitorio» (precisamente por ello escoge también Marx el término «dictadura», en vez de «despotismo», como señala Kautsky, a su pesar), y «revolucionario» (pues la formulación completa de Marx es la de «dictadura revolucionaria del proletariado»). No es casualidad que podamos recurrir a las palabras de Kautsky para deshacer su operación, porque ésta consiste en desmontar la formulación de Marx, pero para desmontarla debe utilizar sus mismas herramientas. Lenin restaura la formulación de Marx tomando de Kautsky parte del sentido «literal» del término «dictadura» como «poder no coartado por ley alguna» (dejando la otra parte de su sentido: como «poder personal», sentido ya «excluido» por Kautsky de la formulación de Marx), volviéndolo contra la crítica de éste a la Constitución soviética (en relación con la mencionada expulsión de los eseristas de derecha y los mencheviques). Lenin muestra el absurdo de Kautsky al criticar la «dictadura del proletariado» soviética de ser dictatorial («no coartada por ley alguna»).

Actualmente, la reivindicación de la democracia popular (formulación redundante) representa un mero deseo irrealizable. Pero se trata del deseo de un fascismo realmente democrático. La democracia sólo sería imaginable en un país imperialista transformando en burgueses a todos sus ciudadanos. Se realizaría así una verdadera democracia burguesa. La democracia ateniense representó esto mismo para el modo de producción esclavista. A través de la democracia, el «pueblo» ateniense (es decir, el conjunto de la clase propietaria ateniense, ricos y pobres) mantuvo el dominio sobre sus esclavos, al mismo tiempo que logró construir un imperio. Pero no hace falta que nos remontemos a los orígenes de la democracia: precisamente las modernas oligarquías pudieron ampliar el sufragio, hasta hacerlo universal, en base a su expansión imperialista, y en correspondencia exacta con esta expansión. Al respecto, el español medio, por ejemplo, apoya a sus modernas carabelas: el BSCH, el BBVA, Telefónica, Endesa,…, cuyos beneficios imperialistas comparte (por mucho que a él también le estrujen los bolsillos), y festeja el día de la hispanidad (es decir, de la conquista) al mismo tiempo que corea el «¿por qué no te callas?». Y esto no se explica simplemente porque el pueblo español esté «engañado».

En conclusión: la democracia en general no existe, la democracia es una forma de Estado y sólo existen diversas democracias de clase. Sólo mediante la democracia obrera, que es una dictadura del proletariado, es posible llegar al comunismo, que implica la sociedad sin clases y, por tanto, la desaparición del Estado propiamente dicho (a la anarquía). Al contrario, la reivindicación de la democracia en general (democracia popular) sólo podría conducir a un imperialismo verdaderamente democrático-burgués.

III.

La crisis del imperialismo, marcada por la crisis de la hegemonía estadounidense, viene traduciéndose, para la clase obrera primermundista, en una pérdida progresiva de sus conquistas sociales. El neoliberalismo ha demostrado últimamente, de forma clara y a nivel mundial, que la pretendida «democracia representativa» es en realidad una oligarquía que sólo beneficia a unos pocos. Pero lo que también ha demostrado el neoliberalismo ha sido la crisis, más profunda, del socialimperialismo. El neoliberalismo no es un capricho de la burguesía, sino un intento, en principio exitoso, pero cada vez más difícil y conflictivo, de recuperar sus menguantes beneficios.

A parte de la izquierda le resulta difícil asumir la crisis del socialimperialismo, y tiende a pensar, movida por ideas de raíz socialdemócrata, que la burbuja de «bienestar» en la cual ha podido vivir un tiempo la aristocracia obrera primermundista no sólo podría mantenerse, sino ampliarse hasta constituir una especie de «Estado de bienestar mundial», mediante nuevas y más amplias reformas políticas y económicas. La crítica estas ideas económicas (también de raíz socialdemócrata, como la renta básica o la tasa tobin) la dejamos para otra ocasión. Aquí nos hemos limitado a la crítica de la principal reivindicación política de la izquierda: la democracia (nos hemos limitado al aspecto político del socialismo).

Nuestra conclusión es que la izquierda debe reivindicar la democracia, pero sólo estratégicamente, recordando que sólo mediante la democracia obrera, que es una dictadura del proletariado (en el sentido explicado), es posible superar el capitalismo y llegar al comunismo. En cambio, mantener, de forma acrítica, la reivindicación de la democracia «en general», más allá del momento en el que puede ser útil estratégicamente, es un error que no sólo no conduciría a la superación del capitalismo (es decir, a la solución de El problema social), sino a su profundización en el sentido de un imperialismo verdaderamente democrático-burgués.