Al poder le resulta extraña la pluralidad: no sólo el conflicto, también la diversidad, la diferencia. Por eso la multitud se le hace odiosa, difícilmente gobernable. El propio Maquiavelo insiste en ese carácter hosco y desobediente de lo que se niega a reducirse a la unidad y, con cierta admiración, narra cómo los hispanos pudieron […]
Al poder le resulta extraña la pluralidad: no sólo el conflicto, también la diversidad, la diferencia. Por eso la multitud se le hace odiosa, difícilmente gobernable. El propio Maquiavelo insiste en ese carácter hosco y desobediente de lo que se niega a reducirse a la unidad y, con cierta admiración, narra cómo los hispanos pudieron resistir durante mucho tiempo al poder unificador/civilizador de Roma precisamente porque nunca presentaban batalla como un solo ejército. Grupos diversos que se enfrentaban aquí o allá, ahora o luego, a unas tropas adiestradas para el combate directo y organizado.
Cuando los «señores de los escudos» buscaban el modo de establecer los cauces organizativos de su soberanía, Hobbes encontró el modo de unificar/disciplinar las singularidades en torno a la categoría de Representación. Representación de lo Uno por lo Uno. El Leviatán, así, instaura, al tiempo, la unicidad del Soberano y la unicidad del Pueblo, que lo es sólo porque es Uno encontrando un Uno que ejerce el poder en representación suya. Un pueblo constituido por individuos (sin más determinación: meros individuos y, por eso, nominalmente iguales) que libremente (es el único acto verdaderamente libre que les es posible) deciden entregar a Uno-otro su derecho y su poder haciendo posible la gobernanza; garantizando, tanto en la normalidad como en la excepción, el respeto de los contratos privados. El Soberano «representa» al Pueblo. Ejerce el poder en su nombre o, lo que viene a ser lo mismo, en sustitución suya. Porque la representación es siempre, necesariamente, sustitución: figura macabra cuya perversidad Hobbes justifica por la necesidad de un pacto en cuya ausencia el hombre (sin más determinación) sería un lobo para el hombre. La representación es siempre, también, sublimación de las diferencias reales entre los individuos (de sus causas y de sus efectos) en nombre de la gobernanza. Bestia terrible el Leviatán. Terrible, dice Hobbes… pero necesaria.
Locke y la tradición republicana dan un giro de tuerca decisivo a la noción de representación y consiguen hacer olvidar el sentido inmediatamente negativo que Hobbes no podía dejar de reconocer en ella. Y lo hacen considerando la «expresión» como una de las notas características de la representación: el parlamento -en su pluralidad- «expresa» la soberanía popular. El Pueblo no ejerce el poder, pero el poder es legítimo, porque al emanar de un pacto fundacional nunca resuelto, todas las normas que el parlamento elabora «expresan» (sin otra justificación que su definición misma) la voluntad del pueblo, verdadero autor de las decisiones que el Soberano adopta interpretando sus deseos y ateniéndose a las normas fijadas por sus «representantes». El Soberano es el brazo ejecutor de la representación y, como en Hobbes, actor, vicario: el único actor en sentido estricto; mero «poder ejecutivo». El Pueblo, ciertamente, no es el Soberano, porque la soberanía que de él emana, al mismo tiempo, se le escapa dando legitimidad a las normas que el parlamento establece «expresándole», sustituyéndole como sujeto de la soberanía, en su nombre.
Pero, si la introducción de la pluralidad en el terreno de la representación evita dejar en evidencia la materialidad de la sustitución, reinstaura como problema el de la diferencia real: un constante recuerdo del conflicto allí donde la pluralidad de la representación sólo puede entenderse como representación de la pluralidad (de intereses), esto es, como reaparición en el terreno político/institucional de la misma guerra de todos contra todos que el pacto y la representación conjuraban instaurando aquella Unidad de doble cara (unidad del Pueblo y unidad del Soberano) que fundaba la gobernanza. Lo que ahora se juega es la articulación institucional de la gestión de los intereses privados (centralismo o federalismo, gobernanza fuerte o moderada), pero la representación y la suplencia no son cuestionados ni cuestionables: sin ellos no se justifica la soberanía, sin ellos no puede haber Estado.
Desde el último Rousseau hasta Hegel, sobre ese mismo asunto hablan las distintas formulaciones del «interés común» o la «voluntad general» que terminan por fundar la legitimidad del poder en la Unidad y Universalidad del Derecho o en la arquitectura ética del Estado. Figuras que organizan y ocultan la suplencia, que producen una nueva figura de la unificación y que naturalizan la indiferencia de los individuos (sin más determinación que la de ser jurídicamente libres e iguales), permitiendo articular una organización del poder en la que la soberanía se (re)produce. Por eso la política sólo puede entenderse ya como gobierno y el «buen gobierno» consiste sólo en la gestión de la voluntad general: en una suerte de gobierno apolítico de los intereses privados para el llamado «bien común»; superación de la diferencia y del conflicto.
El Estado moderno, el Estado del capitalismo, triunfó imponiendo esas categorías como evidencias insuperables. Incluso en el Manifiesto comunista encontramos sus trazas buscando la manera de convertir al proletariado en clase portadora del interés general. Y en cierta tradición marxista sobrevive una concepción de la acción política como actividad para la toma del poder y, en su caso, para su ejercicio «en representación» del proletariado. Buen gobierno como gestión de las diferencias con vistas a un bien superior que deben establecer y encontrar «los que saben». También ahí, la Ilustración y sus instituciones como triunfo (aunque se quiera invertido) de la gobernanza.
Si, rechazando la representación, frente a Hobbes, Spinoza pensó la pluralidad, más allá del propio Maquiavelo, como una potencia que no es sólo apta para la resistencia sino, ante todo, fuerza creadora, generadora en su propia dinámica de articulación social, fuente, en su irreductibilidad, de una soberanía «otra» que debe articularse como democracia, el movimiento que en España conocemos como 15M está haciendo, sin teoría (si se prefiere, sin saberlo) el mismo recorrido en la práctica: una novedad que marca una ruptura y que, al mismo tiempo, se inaugura como proyecto, sea cual sea el éxito (o el fracaso) que alcance.
Más allá de las consignas («lo llaman democracia y no lo es», «que no nos representan), cargadas de sentidos necesariamente polisémicos, la práctica del 15M y sus «instituciones» (las asambleas, siempre abiertas y horizontales y la exigencia autoimpuesta de la búsqueda del consenso, sin prisas, sin más urgencia que el análisis común y la decisión compartida) inauguran un nuevo modo de entender la política y, también, un nuevo modo de ponerla en práctica: sin que las diferencias y el conflicto puedan ser «resueltas» por «los que saben»; sin caer en la tentación de la representación ni siquiera como elemento organizativo.
En las «instituciones» del 15M todos hablan, todos escuchan, todos discuten, todos acuerdan, todos actúan. Todos y cada uno: una pluralidad de individuos procedentes de diversas tradiciones de pensamiento y vida, conscientes de unas diferencias a las que, además, no renuncian, analizando y articulando, en discusión, las distintas opciones que permitan trenzar una comunidad de individuos libres en su diferencia, afirmando su irrenunciable decisión de seguir discutiendo y de actuar, enfrentando aquello que impide poner sus decisiones en práctica. Frente al poder de los mercados (también aquí la consigna: «ellos mandan y nadie los ha elegido»), no sólo critican en abstracto «la corrupción» sino que consideran también -no ha faltado esa discusión en las asambleas- las condiciones de la producción y del uso común de los comunes («su deuda no la pagamos» o también «ningún servicio público en manos privadas»). Exigencias que necesariamente apuntan a un reparto de la riqueza no mediado por la relación de propiedad y que exigen también una organización de la actividad y de la vida con criterios ajenos a los del interés privado. Para los participantes en el 15M (y según los datos de los propios medios de comunicación normalizados más de 8 millones de ciudadanos han participado -¿participan?- en el 15M) las asambleas, y no ya los ámbitos de la representación, son el lugar en el que la democracia se produce en acto. Ni todos piensan lo mismo ni todos quieren lo mismo, pero en su práctica, reivindican la necesidad de decidir lo común mediante la discusión y el acuerdo, sin suplencias y «en directo». Es por eso que, después de muchos años de desmovilización, el 15M ha (re)politizado la existencia. Una multitud que se niega a vivir sometida está empezando a darse forma.
Desde el 15 de Mayo, la política está en la calle: es vida cotidiana. En las instituciones de la representación sólo hay Poder: gestión y gobernanza.
Para quienes quieren terminar con el dominio capitalista, para quienes quieren una comunidad libre de individuos libres que deciden organizarse sin someterse a más poder que las decisiones que libremente y en común adoptan, la política, por eso, no puede ser pensada (no puede, al menos, ser pensada ya) ni como dirección de un movimiento que demuestra a cada paso no necesitar «sabios» que lo dirijan ni como estrategia para alcanzar y ejercer el poder. Contra el poder, la única política posible es la articulación común de la potencia colectiva.
Contra el poder, además, la política debe organizar el modo de anular el poder de quienes (de forma directa o vicaria) ejercen el dominio. Para ello, seguramente, será preciso articular hegemonía y control de los aparatos en-los-que/por-los-que el poder se (re)produce. Pero nunca para, desde ellos, «gestionar» los intereses privados. Sólo, en todo caso, para «mandar obedeciendo».
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