Nota: Escrito para la charla-debate sobre el mismo tema del 10 de abril en la universidad de Sarriko organizada por EKT. Nos hemos reunido para debatir sobre la industria cultural. ¿Qué entendemos por «industria cultural»? Veamos cuatro posibles respuestas. Podemos intuir la primera leyendo el título de un artículo publicado el 13 de febrero de […]
Nota: Escrito para la charla-debate sobre el mismo tema del 10 de abril en la universidad de Sarriko organizada por EKT.
Nos hemos reunido para debatir sobre la industria cultural. ¿Qué entendemos por «industria cultural»? Veamos cuatro posibles respuestas. Podemos intuir la primera leyendo el título de un artículo publicado el 13 de febrero de 2017 en un diario estatal de gran tirada: «El idioma español: ¡vaya tesoro!«. Podemos intuir la segunda analizando los contenidos de dos libros: «Derecho de ¿autor?» de 2006, y «Los bienes comunes del conocimiento» editado en 2016. Podemos intuir la tercera analizando las motivaciones que han llevado a decenas de miles de vascas y vascos de todas las edades a participar en la impresionante movilización popular de la Korrika. Y podemos concretar la cuarta y definitiva respuesta, a modo de síntesis, explicando por qué entendemos la cultura como la producción, reparto y consumo horizontal y democrático de valores de uso y, siguiendo a Ludovico Silva: «toda belleza es, en sí misma, revolucionaria».
Veamos la primera respuesta: efectivamente, la industria cultural es un tesoro porque en su generalidad aporta nada menos que el 16% del PIB del Estado español, unos 164.000 millones de euros; también supone el 16% del empleo estatal, 3.500.000 puestos de trabajo; y en su forma estrictamente cultural, o sea, lo que se denomina como «factor Ñ», aporta casi el 3% del PIB. De igual modo, multiplica por tres en la década del 2000 la llegada al Estado español de fuerza de trabajo explotable desde Latinoamérica porque los emigrantes hispanohablantes cobran un 30% más de promedio de los que no lo son; multiplica por cuatro los intercambios comerciales con el área cultural, y llega a suponer un ahorro del 2% en los costos de transacción de grandes empresas; y por último supone un gigantesco mercado potencial porque la lengua española es la segunda lengua materna del mundo con 550 millones de hablantes, solo por detrás del chino mandarín.
Pero además de ser un tesoro material, crematístico, o para decirlo más correctamente uno de los sostenes del capitalismo español junto a la industria del turismo, también es un muy efectivo cohesionador ideológico de su nacionalismo imperialista tanto en su expresión más prepotente y chula, hasta racista, como en su forma «democrática». Tenemos que recordar que el conocimiento de la lengua española es obligatorio en todo el Estado, mientras que el de las lenguas «regionales» o «autonómicas» es opcional para los habitantes «de provincias», y que en muchos sitios deben superar grandes obstáculos legales que aceleran su extinción: se trata de un monopolio absoluto no sólo de la producción industrial material y de su mercado, sino también de la llamada producción inmaterial, de los «valores simbólicos», de la ciencia y del conocimiento, monopolio asegurado por la ley y reforzado por la política internacional del Estado.
En el caso concreto de la industria literaria, de la cultura del «factor Ñ» en una de sus ramas productivas más rentables, la de los grandes «éxitos de ventas» abalados o no por la grandes premios literarios, el marketing propagandístico es decisivo y es realizado teniendo en cuenta todas las potencialidades de mercado que permite el contexto global, político, social, psicológico de masas, etc., siendo cuestión secundaria la calidad de la obra: un ejemplo muy actual lo tenemos en la considerable inversión de marketing realizada para asegurar la venta masiva de Patria de Fernando Aranburu, entre otras de clara orientación política conservadora.
Cuando se trata de los grandes premios organizados por la industria editorial el objetivo económico es todavía más claro, pero también su segunda finalidad sociopolítica. Silvia Sala -«Cloacas y premios literarios«, CTXT, 25 de febrero de 2017 (www.publico.es)- ha tenido el acierto de reeditar una entrevista a Constantino Bértolo que conserva toda su actualidad pase a ser de 2012. En ella Bértolo despanzurra la mitología de los premios literarios, dejando al descubierto los intereses económicos y sociopolíticos de la industria cultural. Cuando se trata de grandes eventos como el de la Capitalidad Europea de la Cultura por poner un ejemplo actual, hemos visto cómo la crítica ha mostrado los intereses del poder, la desidia de unos, la incoherencia de otros y el servilismo de bastantes «creadores». Sin ir muy lejos, en pocos días hemos dispuesto de dos interesantes artículos sobre la cultura: uno de Fernando Buen Abad: «Eso que llaman «cultura»» (30 de marzo de 2017 www.rebelion.org), y otro de Joxemar iKarrere: «¿De qué hablamos cuando hablamos de cultura?» (27 marzo de 2017 www.gara.eus).
La importancia decisiva de los aparatos de Estado es innegable en la industria cultural en el capitalismo contemporáneo, en el que muy pocas grandes corporaciones rigen el grueso de la producción de cultura alienante, burguesa, patriarcal y religiosa, empresas con lazos políticos directos con la industria de la educación, de la tecnociencia y de la guerra. Basta ver el papel de la Casa Real española al respecto. Aunque en su sentido humano cultura y monarquía son incompatibles, en su sentido burgués, es decir en cuanto relación social de explotación, cultura y monarquía son complementarios, lo que hace que la Casa Real sea una pieza muy importante de esta industria en el largo contexto español.
Es necesario insistir en la incompatibilidad entre la propiedad privada de la cultura burguesa, la que por ejemplo supedita a la monarquía como especial fuerza de trabajo asalariada a la industria político-cultural, con la propiedad colectiva o comunal de la cultura humana porque gracias a ella comprendemos la base de nuestra segunda respuesta: el antagonismo entre, por un lado, esta industria y por otro lado, los derechos colectivos y comunes y los concretos de los autores y creadores. Decimos que por un lado y por otro para simplificar lo que es el continuo de un proceso de unidad y lucha de contrarios: la propiedad privada contra los bienes comunes, y viceversa: el potencial creativo de la cultura como bien común contra la propiedad privada.
La investigadora Lillian Álvarez Navarrete -«Derecho de ¿autor?» Ciencias Sociales, La Habana 2006- desentraña los nudos que atan la creatividad cultural, estética, etcétera, de las personas dentro de sus colectividades pero sometidas en el capitalismo al dictado de la industria cultural y de la política imperialista, industria imperialista que quiere y necesita barrer las identidades culturales de los pueblos, sus originalidades para crear sobre el desierto resultante una monocroma y monótona mercancía producida por una fuerza de trabajo asalariada sin apenas derechos. Para 2006 esta forma de dominio político y de beneficio económico basado en la explotación asalariada de fuerza de trabajo compleja llamada «cultura» había generado ya una resistencia de los pueblos que no ha cesado de crecer.
En 2016 se publicó la compilación realizada por Charlotte Hess y Elinor Ostron en la que trece autores analizaban múltiples problemáticas relaciones con «Los bienes comunes del conocimiento» -Traficantes de Sueños, Madrid 2016-, que si bien no alcanza la profundidad teórica y política, y las implicaciones prácticas de Lillian Álvarez, sí ofrece una panorámica bastante completa de un «discurso» que es al mismo tiempo «descriptivo, constitutivo y expresivo» (David Bollier «El ascenso del paradigma de los bienes comunes«, p. 53). La industria cultural y el poder estatal ponen fuertes barreras a los bienes públicos, sobre todo de precios y de permisos, pero también de accesibilidad para las personas discapacitadas y la brecha digital, la conectividad, que deja sin acceso a miles de millones de personas, así como las diferencias idiomáticas; pero también las «Barreras de filtrado y censura. Cada vez hay más escuelas, empresas y Estados que quieren limitar lo que puedes ver» como indica Peter Suber «Crear bienes comunes intelectuales mediante el acceso abierto». P. 206).
Limitar lo que puedes ver y hablar, construir, hacer, multiplicando las censuras y las barreras que imponen los Estados, las empresas y las escuelas: parece que se refieren al imperialismo cultural contra los pueblos, que se refieren a la ley Mordaza, a la política de restricciones en educación, ciencia y tecnología del Estado español, a la primacía dada a la Iglesia y al dogma, al impulso de la «fiesta nacional» y de la Semana Santa con sus contenidos de torturas, llantos y sangre como expresión cultural y mercadotecnia de la industria turística.
La lógica del monopolio de cualquier industria capitalista es la de cerrar los mercados abiertos a la competencia. La industria político-cultural debe clausurar y aniquilar el pensamiento crítico, sobre todo cuando se materializa en la praxis, y debe sobornar, corromper e integrar en su negocio las partes más débiles y ambiguas de la cultura todavía no mercantilizada. Para mantener abierto el uso creativo de su cultura, el pueblo trabajador organizó en su momento la Korrika y lo sigue haciendo ahora. Decenas y decenas de miles de personas participan en esta práctica horizontal y democrática, lúdica en el sentido humano, de crear cultura como valor de uso. Hemos llegado así a la tercera respuesta.
Marx dijo que la lengua es el ser comunal que habla por sí mismo. La Korrika la organizó y la sostiene el ser comunal euskaldun, el pueblo trabajador con el apoyo de algunos pequeño burgueses, mientras que la burguesía o se enfrenta a ella o la tolera por oportunismo electoral e intereses económicos. La Korrika es una plasmación de la creatividad popular autoorganizada que rompe todos los cierres, obstáculos y candados legales llevando la práctica viva, directa, del euskara a la misma calle, al espacio público. Es imposible cerrar espacios a la Korrika a no ser que las fuerzas represivas bloqueen las carreteras y detengan a los grupos que la organizan, o sean que declaren la guerra militar a la lengua vasca, porque la guerra económica, cultural y educativa, mediática, psicológica, etc., ya la está sufriendo desde hace siglos.
La Korrika es un evento de masas, de grandes masas, bianual que requiere una muy detallada preparación en la que participan múltiples grupos, colectivos, organizaciones, sindicatos, partidos e individualidades… que, de común acuerdo y en ese evento, supeditan sus intereses particulares al interés común de la lengua vasca como referente comunal. Es todo lo contrario de la industria político-cultural. Por ser bienal, la Korrika viene a ser el examen, el barómetro que mide la evolución de las dinámicas populares por la recuperación del complejo lingüístico-cultural euskaldun: no es un estudio del beneficio mercantil de la cultura en base a la evolución de la tasa medida de ganancia en dos años dependiendo de los precios de las mercancías culturales como valores de cambio, sino una comprobación popular del avance del euskara como valor de uso.
La Korrika viene a ser, entre otras cosas, el momento en el que se funden en una todas las prácticas específicas de cultura popular desde las bertso-afari en tascas y sociedades hasta Herri Urrats, Kilometroak, Ibilaldiak, Nafarra Oinez…, pasando por una interminable lista de otros actos, festejos, reuniones, etcétera no sujetos al dictado del beneficio empresarial sino autoorganizados en base a la ayuda mutua, al compromiso solidario por la recuperación de los bienes comunes, en este caso por el fundamental de todos: la autoidentidad del ser comunal no alienado como fuerza de trabajo subsumida en la industria político-cultural.
Llegamos así a la cuarta y última respuesta: Hablamos de prácticas culturales como valores de uso emancipador, liberador. Zelaia dijo que la poesía es un arma cargada de futuro, y podemos decir que la cultura popular es el proceso que monta, carga, apunta y dispara hacia el futuro el arma de la poesía, del arte en cualquiera de sus expresiones. Al principio hemos citado a Ludovico Silva cuando decía que la belleza es, en sí misma, revolucionaria. L. Silva -«Contracultura» FEI, Caracas 2006, pp. 97-100- describe la vida y obra del monárquico Balzac, su miseria económica, sus privaciones y sus demoledoras críticas del lujo, suntuosidad, despilfarro, cinismo, hipocresía, corrupción, venalidad y fiereza cainita y criminal de la burguesía de su época. El autor nos recuerda la fascinada admiración que Marx sentía hacia Balzac a pesar de su ideario monárquico: la belleza del arte literario de Balzac era tal que, al margen de su ideología, su impacto en las y los lectores era el de una proclama revolucionaria. El arte de Balzac era revolucionario porque desvelaba la inmundicia ética, la fealdad inhumana del capitalismo.
La industria político-cultural se enriquece ocultando la fealdad insoportable de la civilización del dinero con celofanes de colorines que aparentan ser arte y belleza, adorando en realidad el fetiche verde del dólar. Esta obsesión no responde solo a un deseo de ganancia, que también, sino a la necesidad objetiva y ciega de toda industria. La fusión de deseo subjetivo y necesidad objetiva incapacita estructuralmente a esta industria para crear cultura humana, bellos valores de uso cargados de futuro, y le determina a lo contrario, a producir alienación y a reforzar el fetichismo que nace de las entrañas de la ley del valor.
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