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Control de voces

Fuentes: LDNM

      Todo desplazamiento en el espacio, decía Levi-Strauss, es un desplazamiento en la escala social; y es por eso mismo, habría que añadir, un desplazamiento en la escala de la autoestima y un reordenamiento espontáneo de la consistencia y jerarquía de los otros. La dirección geográfica, la posibilidad misma del movimiento, el medio […]

 

 

 

Todo desplazamiento en el espacio, decía Levi-Strauss, es un desplazamiento en la escala social; y es por eso mismo, habría que añadir, un desplazamiento en la escala de la autoestima y un reordenamiento espontáneo de la consistencia y jerarquía de los otros. La dirección geográfica, la posibilidad misma del movimiento, el medio de transporte y la acogida en destino determinan la distancia a partir de la cual es posible, o no, dominar el mundo con la mirada. Durante dos siglos de expansión colonial occidental, el desplazamiento se hizo en una sola dirección -norte-sur, digamos- y en sentido socialmente ascendente, de manera que el turista que fotografiaba aquello que ya había visto en fotografías, el periodista que cubría desde un hotel las impenetrables guerras tribales, el funcionario escrupuloso, el aventurero audaz, pero también el novelista y el pintor, participaban por igual de esta ventaja panorámica. Los occidentales escribían y escriben sobre los pueblos no occidentales y Los diarios de Egipto de Flaubert, El corazón de las tinieblas de Conrad o Pasaje a la India de Forster -por citar sólo obras de valor- no sólo entrañan sino que son el resultado de la autoestima superior de un desplazamiento que desplaza al mismo tiempo a los otros a una posición inferior.

Junto a este movimiento que aún continúa, la descolonización trajo consigo un desplazamiento en dirección contraria -sur-norte, digamos-, un flujo migratorio hacia los centros urbanos capitalistas que reforzaba, de un lado y de otro, la infraestima de los ex-colonizados, anulando en ellos la experiencia del «viaje» como fuente de soberanía intelectual potencialmente literaria, lo que explica la ausencia de un equivalente árabe o africano del «orientalismo» occidental. Las condiciones en las que se cruzan estas dos corrientes en el espacio asegura el «control de todas las voces» por parte de nuestra cultura. No hay, en efecto, novelas de emigrantes sobre la vida en Europa o en EEUU y, salvo escasísimas excepciones, pocos estudios árabo-musulmanes en torno a nuestras sociedades y a su modelo dominante (hasta el punto de que el discurso anti-occidental de los islamistas ha recurrido con frecuencia a fuentes occidentales, Spengler o Carrell sobre todo). Esta es una forma de control, por así decirlo, atmosférica. Otra es la selección y silenciamiento de la literatura autóctona de los autores no-occidentales que escriben sobre sus propios países, práctica que presupone y alimenta la rutina de nuestra autoestima displicente (un reflejo típicamente etnocentrista): lo que no se publica en París o Madrid demuestra, no nuestra ignorancia, sino la insignificancia de la producción exterior.

Pero este control se manifiesta también, finalmente, en la frecuencia cada vez mayor con la que se publican novelas de autores no-occidentales que escriben sobre sus países de origen, no desde allí y sobre el terreno, sino desde las grandes capitales de Occidente, a partir de un desarraigo que es ya, por tanto, «aculturación» activa, asimilación y prolongación de la misma distancia panorámica. Este género, que fascina a los lectores occidentales (recuérdese el éxito de «De parte de la princesa muerta»), incluye algunas obras de mérito. Pienso, por ejemplo, en Cometas en el cielo de Khaled Hosseini (Ediciones Salamandra) y en Yo la divina de Rabbih Alameddine (Seix-Barral), cuyos autores, afgano y libanés respectivamente, reproducen con vigor narrativo un mismo esquema literario; instalados en EEUU, pertenecientes ambos a las clases altas de sus países de origen, de los que salieron empujados menos por el hambre que por las convulsiones post-coloniales que los azotan sin cesar, los dos elaboran en primera persona un relato autobiográfico en el que la violencia política y la violencia sexual iluminan, más allá de una tragedia individual, el desorden monstruoso de la guerra mundial contemporánea. Más dura y convencional la primera, más postmoderna y personal la segunda (compuesta toda ella de primeros capítulos redactados por un autor homosexual transfigurado en una convincente voz femenina), las dos novelas, en cualquier caso, se asientan en el alivio de un lugar de destino del que apenas se habla y cuya solidez y naturalidad no se cuestiona (y que no está conectado, por tanto, a los «lugares» donde transcurre la acción).

Por eso mismo, y reconociendo las virtudes de estas obras, me parece mucho más interesante Persépolis (Norma Editorial), el comic de la joven iraní Marjane Satrapi, cuyo desarraigo aventado por encima de las fronteras no arraiga finalmente en ningún lado, aparte algunas personas concretas y algunos principios activos, y cuya dolorosa y fresca ironía desnuda por igual las falsas revoluciones y las falsas emancipaciones para señalar un lugar todavía impreciso pero ya vivido, entre Oriente y Occidente, lejos de la tradición y de la «aculturación», donde el derecho a la biografía (y a la intensa frivolidad adolescente) no impugne el derecho de los otros a la vida. Tiernos, duros, de una insondable ligereza y de un apabullante universalismo, los cuatro libros de Persépolis constituyen las nuevas Cartas Persas, escritas esta vez -y dibujadas- por una persa que lo cuestiona todo sin renunciar a nada y que va y vuelve, de Europa a Irán, evitando los dos fundamentalismos. En medio de la premeditada y homicida industria del conflicto civilizacional, no sería mala idea imponer en los colegios españoles el comic de Marjane Satrapi como lectura obligatoria; al menos así nuestros niños y adolescentes sabrían que se puede admirar a niños y adolescentes de otras culturas, fuera del Centro Comercial, y podrían luego explicárselo a nuestros mayores.