El abandono del trabajo de los controladores aéreos y la respuesta del Gobierno del PSOE, decretando por primera vez en la historia del régimen constitucional el Estado de Alarma y militarizando los aeropuertos españoles, han supuesto un episodio acelerado y convulso del que pueden extraerse algunas lecturas políticas de un alcance que supera el conflicto […]
El abandono del trabajo de los controladores aéreos y la respuesta del Gobierno del PSOE, decretando por primera vez en la historia del régimen constitucional el Estado de Alarma y militarizando los aeropuertos españoles, han supuesto un episodio acelerado y convulso del que pueden extraerse algunas lecturas políticas de un alcance que supera el conflicto laboral.
El asunto es altamente espinoso y, especialmente para la izquierda, reviste suficientes aristas como para dificultar un diagnóstico nítido y mucho más una toma de posición. La izquierda política se encuentra dividida o se ha pronunciado a media voz. En el terreno sindical la situación es similar, pues salvo el sindicato CGT ninguna otra central ha cuestionado la respuesta gubernamental. En la izquierda social y los denominados «movimientos sociales» la tónica general ha sido el silencio y/o las dudas. En términos generales, el conflicto ha cogido a la izquierda con el pie cambiado, incapaz de orientarse políticamente en base a los «análisis de la composición de clase», y con la sensación de ser espectadora de un suceso más que relevante en el que poco importa lo escaso que tenga que decir.
Este breve artículo no entra en el terreno de las relaciones laborales, sobre el que se están escribiendo ya análisis más informados. El objetivo, en cambio, es señalar algunas lecciones de política que han emergido a raíz de estos sucesos.
1. En primer lugar, la forma en la que el PSOE ha puesto fin a la huelga -no declarada- de los controladores, es una llamada de atención sobre la naturaleza del Estado. Los militares han ocupado los aeropuertos para imponer discip lina a los controladores aéreos, para que éstos vuelvan al trabajo y acepten la modificación unilateral, por decreto, de sus condiciones laborales. En ese sentido, el PSOE limpia la casa antes de venderla, para hacerla comercialmente más atractiva. El mandato que el PSOE cumple con la privatización de la gestión de los aeropuertos, y con el resto de medidas de ajuste dictadas y por venir, proviene de las instituciones financieras internacionales, como el FMI, de las potencias de la unión europea y de la capacidad de los mercados financieros para imponer medidas con sus amenazas de especulación contra la deuda española.
En este sentido, es innegable que se ha producido una considerable cesión de soberanía de los estados nacionales hacia instituciones financieras, organismos supranacionales y poderes económicos privados que se mueven en una escala global. No obstante, el Estado sigue siendo el terreno principal donde ocurre el proceso político- la discusión, negociación y reformulación de políticas públicas- y en particular el único en el que diferentes intereses tratan de ser gestionados y conciliados de acuerdo con parámetros públicos y susceptibles de ser cambiados por procedimientos electorales.
Sin embargo, y como ya escribiese Carl Schmitt, la naturaleza del poder estatal reside en su última ratio , en hasta dónde puede hacer llegar sus instrumentos coercitivos para la regulación social. Es efectivamente en las situaciones de excepcionalidad, de suspensión de los derechos y garantías que protegen a los individuos del poder omnímodo estatal, cuando éste se revela en toda su envergadura. Es en última instancia porque es capaz de imponer estas medidas de excepcionalidad, de suspender la «tregua» que codifica, restringe y hace previsible y revisable la violencia que le constituye, que las decisiones públicas estatales son creíbles y suscitan obediencia. El Estado es un campo de negociación y articulación de intereses. Pero al mismo tiempo es una relación social marcada por el monopolio de la violencia puesto al servicio de objetivos políticos que se pretenden legítimos. Su cara última es, por tanto, la guerra, la posibilidad, siquiera sea remota, de romper las negociaciones, levantar las trabas y ocupar militarmente los aeropuertos obligando a los controladores a volver a sus asientos bajo amenaza del código militar. La crisis de los controladores, en este sentido, ha favorecido un giro leninista de la política española, aún si por pocos días.
2. En segundo lugar, a nadie se le escapa que el gobierno de Zapatero, Blanco y Rubalcaba ha podido imponer medidas de la dureza de las aún vigentes porque se enfrentaba a un sector marcado por su incapacidad de generar solidaridades fuera de su gremio. Los controladores aéreos, que siempre han defendido sus elevados salarios y sus comparativamente excepcionales condiciones de trabajo en tanto que privilegios de casta, apelando a su capacitación profesional y desvinculándose de cualquier reivindicación o identidad de clase, llevan muchos años creando las condiciones para que el Gobierno haya podido aislarles y golpearles con la rapidez y contundencia demostrada. Seguramente por la misma razón sectores amplios de la izquierda han reaccionado ante los sucesos del 4 y 5 de diciembre con un desdeñoso desentendimiento, cuando no celebrando la derrota de un colectivo considerado de «señoritos».
En cualquier caso, la maniobra realizada frente a la huelga no declarada de los controladores aéreos presenta rasgos ya ensayados en otros conflictos laborales anteriores, y muestra un esquema susceptible de ser aplicado en el futuro. Las condiciones laborales de los controladores aéreos y sus abultadas nóminas no deben llevar a la confusión: el discurso que representa a los huelguistas como «privilegiados» por encima de la población que se aprieta el cinturón tiempos de crisis, ha sido ya empleado contra los trabajadores del sector público alentando los prejuicios neoliberales contra «los funcionarios» -y por extensión contra lo público-, o contra los trabajadores del metro de Madrid cuando protagonizaron su dignificante huelga – derrotada parcialmente, por cierto, en el terreno mediático-discursivo, pese a su éxito en los túneles del suburbano.
En un contexto de precarización generalizada, es normal que las huelgas más disruptivas y contundentes las protagonicen los colectivos profesionales con un grado de especialización, una cierta mentalidad colectiva y contratos blindados. Podría ser que la denigración de los «privilegiados» fuese un mecanismo para activar un egoísmo reaccionario por el cual quienes no tienen esa capacidad contractual frente a sus jefes y el Estado se quejen de que otros la usen, y cierren filas en torno a los gobernantes contra el agravio comparativo. Este marco discursivo excede este conflicto la boral y, por supuesto, la consideración que le merezca a cada cual el colectivo de controladores aéreos; tras haber demostrado su eficacia es más que probable que reaparezca en próximos conflictos sociales del futuro.
La izquierda ha tenido dificultades para posicionarse en este episodio porque ninguno de los dos contendientes presentaba a priori, por su posición en el proceso productivo, sus condiciones de vida o sus declaraciones ideológicas, elementos para identificarse con ellos desde una perspectiva emancipadora. En este transcurso la izquierda se ha mostrado lenta y torpe, atada a un economicismo que cada vez dificulta más los análisis y, lo que es peor, las apuestas políticas.
Lejos de darlos por constituidos, el Gobierno -con el apoyo de las principales fuerzas políticas y medios de comunicación -han sido perfectamente conscientes de que la tarea primera y definitoria de la política es la construcción de campos: la demarcación de una frontera que dibuje el «nosotros» al mismo tiempo que al adversario; la atribución de sentido a determinadas diferencias sociales a partir de las cuales producir un antagonismo inteligible que ordene la mayoría de las actitudes, identidades y tomas de posición individuales y colectivas en una comunidad política.
Sin haber leído probablemente a Gramsci, el Ministro de Interior y Vicepresidente Primero del Gobierno tuvo clara la importancia de establecer una frontera conveniente que aísle al adversario: la representación de los controladores como una minoría que ha «secuestrado» los intereses generales de todo un país. Los ciudadanos han sido así interpelados como consumidores cuyos derechos deben ser defendidos con intransigencia, por el mismo gobierno que les llama a ser comprensivos ante los recortes en sus derechos como trabajadores y usuarios de los servicios públicos y beneficiarios de las políticas sociales.
De esta manera, se construye una mayoría social, la de los ciudadanos-consumidores, marcada por la fragmentación y la ausencia de referentes colectivos que no sea su unificación desde arriba por el Estado y la socialización mercantil. Esta mayoría social es inmediatamente movilizada como voluntad general de la nación contra los huelguistas que a todos perjudican. Estos bandos no existían. Muchos otros alineamientos políticos -como el de trabajadores frente a privilegiados, que caracteriza los discursos de la izquierda- eran posibles. Pero el Gobierno ha dado una lección de hegemonía ordenando el campo político en forma satisfactoria para sus intereses.
Una vez que este discurso, amplificado por la práctica totalidad de televisiones y peri ódicos, ha generado un consenso en la sociedad civil, existen las condiciones para descargar medidas de una violencia hasta ahora desconocidas contra los huelguistas. Que estos tengan nóminas muy abultadas es algo que le importa a la izquierda, pero que influye poco en el desenlace del «pulso» con el Estado.
Cuando Rubalcaba dijo «quienes le lanzan un pulso al Estado pierden» lo hizo a sabiendas de que el resultado de ese pulso depende de una virtuosa combinación de consenso y dictadura. La suspensión de derechos civiles, sindicales y políticos que implica la declaración del Estado de Alarma, es posible porque previamente ha tenido lugar una exitosa construcción discursiva que atribuye un sentido al conflicto laboral que es ya en primera instancia el comienzo de la derrota de los huelguistas.
Este conflicto laboral es polémico y resbaladizo, especialmente para la izquierda. No es intención de este artículo cerrar la discusión, que continuará por varios días. Se ha pretendido en todo caso resaltar las lecturas que no deberían pasar desapercibi das para las fuerzas que apuestan por el cambio político:
Por una parte la determinación en última instancia de la batalla política democrática por la posibilidad de la coerción desnuda, del momento dictatorial de todo gobierno. Olvidar esto supone caer en las lecturas complacientes del pluralismo ingenuo, o en el cinismo liberal y su voluntario desconocimiento de las violencias en las que todo orden político se sustenta.
Por otra parte, la construcción de sentido político a través de la producción de identificaciones «nosotros/ellos», como la tarea política fundamental en las democracias liberales contemporáneas que restringen y contrastan el momento dictatorial con el momento consensual, terreno primero y fundamental de la lucha política.
Íñigo Errejón Investigador en Ciencia Política en la Universidad Complutense de Madrid y miembro del Consejo Ejecutivo de la Fundación CEPS. E-mail: [email protected]
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