En el corazón de nuestra amada Colombia, azotada por los vientos de una violencia estructural que parece no tener fin, se alza una esperanza verde: la COP-16. Este encuentro mundial sobre biodiversidad no es solo un evento más en el calendario internacional; representa una oportunidad única para que nuestro país, cuna de una riqueza natural inconmensurable, lidere un cambio paradigmático en la relación entre el ser humano y su entorno.
La ecología de saberes, ese concepto tan caro a nuestros pueblos originarios y tan ignorado por las élites tecnocráticas, debe ser el faro que guíe las discusiones en esta cumbre. No podemos seguir pensando el desarrollo desde la óptica unidimensional del crecimiento económico. Es hora de escuchar las voces de la tierra, de aprender de aquellos que han sabido convivir en armonía con la naturaleza durante milenios.
En este contexto, las palabras del papa Francisco en su encíclica Laudato Si’ resuenan con fuerza profética. Su llamado a una «ecología integral» no es solo un imperativo moral, sino una necesidad existencial para nuestra especie. Colombia, con su Amazonia sangrante y sus páramos amenazados, tiene la responsabilidad histórica de convertir este llamado en acciones concretas.
Pero seamos claros: la COP-16 no puede convertirse en otro circo mediático, en un desfile de buenas intenciones que se diluyen al primer contacto con la realidad. Necesitamos compromisos vinculantes, mecanismos de seguimiento rigurosos y, sobre todo, una voluntad política inquebrantable para enfrentar a los poderes fácticos que se benefician del statu quo.
Las grandes mafias, esos pulpos de mil tentáculos que asfixian nuestro desarrollo, no cederán su poder sin luchar. Por eso, el acuerdo de paz con la naturaleza que debe surgir de la COP-16 tiene que ir de la mano con un pacto social renovado. Un pacto que ponga en el centro a las comunidades locales, a los jóvenes que heredarán este planeta maltrecho, a los campesinos que conocen el lenguaje de la tierra.
El desarrollo desde abajo no es una utopía; es la única vía realista para garantizar un futuro viable. Implica reconocer que la verdadera riqueza de Colombia no está en sus minas o en sus barriles de petróleo, sino en la sabiduría ancestral de sus pueblos, en la biodiversidad de sus ecosistemas, en la creatividad y resiliencia de su gente.
La Amazonia, ese pulmón del mundo que agoniza bajo el hacha y el fuego, debe ser el centro de gravedad de estos esfuerzos. Cada hectárea deforestada es una herida en el alma de la humanidad. Cada especie que se extingue es un libro que nunca podremos leer. La COP-16 tiene la obligación moral de establecer un cordón sanitario alrededor de este tesoro verde, un escudo legal y económico que haga inviable su destrucción.
En última instancia, el éxito de la COP-16 no se medirá por la cantidad de acuerdos firmados o por el número de titulares generados. Se medirá en los ojos brillantes de los niños indígenas que podrán crecer en sus territorios ancestrales, en el rugido de los jaguares que seguirán reinando en la selva, en el murmullo de los ríos que continuarán fluyendo libres.
Colombia tiene la oportunidad de mostrarle al mundo que otro camino es posible. Un camino de reconciliación con la Madre Tierra, de justicia social y ambiental, de paz duradera. La COP-16 puede ser el primer paso en ese viaje. Que no sea un punto de llegada, sino el inicio de una nueva era en la que los colombianos, al fin, aprendamos a caminar en armonía con la naturaleza que nos rodea y nos sostiene.
El futuro está en nuestras manos. Que la sabiduría de nuestros ancestros y el amor por esta tierra prodigiosa guíen nuestras decisiones. El mundo nos observa, la historia nos juzgará. Es hora de actuar.
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