Nuestro idioma no distingue entre quién se roba una gallina y quién se roba un gallinero. Ni entre quién se roba una manzana y quién se roba un huerto. Creo que hace falta un concepto que diferencie entre quienes roban en el banco de quienes «se roban un banco». Sobre todo cuando los salteadores más […]
Nuestro idioma no distingue entre quién se roba una gallina y quién se roba un gallinero. Ni entre quién se roba una manzana y quién se roba un huerto. Creo que hace falta un concepto que diferencie entre quienes roban en el banco de quienes «se roban un banco». Sobre todo cuando los salteadores más peligrosos están actualmente en los directorios de esas mismas instituciones. Y si no lo cree, vaya mirando lo que pasa en Wall Street por estos días.
Tampoco he encontrado en otras lenguas esta distinción. Si alguien la descubre, por favor, avíseme. No me interesa por placer lingüístico, sino por una apremiante necesidad de decir las cosas por su nombre. Porque en los delitos de sangre podemos diferenciar entre el asesino y el genocida, ya que entre uno y otro no sólo hay una diferencia de cantidad. El genocida ha buscado eliminar a todo un tipo de personas, por su condición racial, sexual, política o religiosa. De la misma forma, creo que no es lo mismo robarle al Estado que «robarse el Estado». El que le roba al Estado lo daña y lo corrompe. Pero el que se roba el Estado, lo destruye.
En Chile necesitamos urgentemente encontrar esa palabra. Los italianos ya han inventado una y hablan de la «berlusconización» para explicar cómo Il Cavaliere ha convertido a Italia en una empresa más de su holding. Tal vez podríamos probar con la «piñerización», pero creo que no es totalmente pertinente. Hay que reconocer que en nuestro país el desmonte va por piezas. Habría que hablar de la «angloamericanización» de Codelco, de la «paulmannización» de las obras públicas, de la «luksicnización de la educación», de la «angelinización» de la energía. Realmente, cuesta mucho encontrar un sector del Estado que no haya sido apresado por intereses particulares. Incluso hace pocas semanas se denunció que la nueva vicepresidenta ejecutiva de la Junta Nacional de Jardines Infantiles (Junji) llegó a ese puesto directamente desde la gerencia comercial de la red de jardines infantiles «Vitamina», los que ahora tendrá que empadronar y supervisar. Desde el preescolar a los cementerios, pasando por el fútbol o la televisión, todo está colonizado.
Es cierto que usar un vehículo estatal para repartir frambuesas o para ir al supermercado es una conducta corrupta. Que un funcionario cobre comisiones por hacer, o no hacer, lo que tiene que hacer, se debe llamar corrupción. Pero entonces, ¿como llamar al proceso de adueñarse del Estado, o de una parte de él? ¿Corrupción a escala industrial? ¿Hipercorrupción? ¿Megacorrupción? Esta diferencia es importante, ya que el aparato comunicacional de la derecha, el duopolio Mercurio-Copesa y las cadenas de televisión, sólo hablan de corrupción cuando les sirve para asociar «lo estatal» a «lo corrupto», con el interés puesto en su privatización. Del mismo modo, los indicadores internacionales de corrupción siempre sitúan muy favorablemente a Chile, ya que esta pequeña corrupción del burócrata es comparativamente baja en relación a otros países de la región. Pero estos estudios no poseen indicadores para medir esta macrocorrupción.
El único término que he encontrado para definir lo que vivimos en Chile lo han propuesto Hellman, Jones y Kaufmann(1), investigadores del FMI que han revivido un concepto del viejo Marx, al hablar de la «captura del Estado». Es posible que esa captura sea legal o ilegal, pero está claro que justa no puede ser. El diagnóstico de este equipo es que con lo estatal se puede hacer negocio, y eso lo sabe muy bien Piñera. Pero lo más atractivo para quienes busquen capturar un Estado siempre serán los órganos reguladores. Despejan del camino a la competencia. Ponen en tu mano a quienes te controlan. En síntesis, hazte del poder coercitivo del Estado, y vivirás feliz.
Obviamente, también los intereses comerciales buscan capturar al Legislativo y al sistema judicial. En eso no hay nada nuevo. Pero en Chile, lo que llama la atención es la impudicia con que se corre tras la presa mayor en el Poder Ejecutivo. Por eso hay que admitir que los conflictos de intereses que tanto se criticaron al inicio del actual gobierno, ya han sido superados. Ahora los intereses operan sin ningún asomo de conflicto ni confusión. Cada cual a su tarea, cada perro tras su presa, cada oveja con su pareja. Sin vergüenza, sin complejos, sin remordimientos ni aflicción.
Hellman, Jones y Kaufmann: «Captura del Estado, corrupción e influencia en la transición». Revista Finanzas & Desarrollo, Fondo Monetario Internacional. Septiembre, 2001.
Publicado en «Punto Final», edición Nº 746, 11 de noviembre, 2011