De México a Chaco, donde reside actualmente, Miguel Angel Molfino dedicó varios años a escribir Monstruos perfectos, un impactante policial negro que, según palabras del autor, describe la educación criminal de un adolescente
La violencia se instala, desaforada, en las primeras páginas de Monstruos perfectos: «Había sangre en todos lados y el murmullo aserrado de las moscas movía el aire espeso de la muerte. Su madre se recostaba de lado en el sillón y su mejilla izquierda había desaparecido. Un hueco negro, de borde rosado como una encía, le partía el pecho. En una de las manos aferraba una aguja de tejer. El padre se desparramaba de bruces al principio del pasillo, como si hubiera intentado correr hacia los dormitorios o el baño. No se podría explicar la existencia de tanta sangre alrededor de él si no se supiera que había recibido dos escopetazos. Uno de los impactos le había destrozado la cabeza, el otro le había arrancado el brazo derecho. Otra vez los vahídos llevaron a Miroslavo a sentarse en el piso junto a una enorme burbuja de sangre. Estaba aterrado».
Difícil que un lector pueda despegar de esta novela tras esta escena. No se trata sólo de que una policía venal y sanguinaria investigue el asesinato de los padres del joven Miroslavo en ese paraje alejado de todo: Estero del Muerto. Monstruos perfectos no es una policial deductiva, donde lo que pesa es el enigma. Importa la resolución del crimen, sí, pero más cruciales son su contexto de marginalidad y pobreza, el espesor de las circunstancias que empujan a una violencia de pocas palabras, de gestos miserables donde la solidaridad se parece a la lástima, una compasión de pobres diablos.
De los once años que Miguel Angel Molfino pasó en México, seis los dedicó a escribir la primera versión de esta primera novela. En 2007, cuando decidió radicarse en Chaco (aunque Molfino es porteño adoptó esta provincia como territorio de vida y paisaje literario) volvió a la carga sobre aquel original. En su trayectoria, Molfino (1949) había escrito y publicado poemas y cuentos. Fue integrante del consejo editorial de la revista Puro Cuento. Y aunque suele declarar que se reconoce más cuentista que novelista, Monstruos perfectos tiene, entre sus muchas virtudes, que en su filiación de género actúa como una visceral resignificación del «hard boiled» nacional al igual que las obras de Ernesto Mallo y Raúl Argemí, dos renovadores del «noir», como cierta crítica afrancesada denomina ahora al género.
Molfino propone un acápite de Truman Capote: «He buscado uranio, rubíes, oro y, por el camino, he observado a otros que buscaban lo mismo. Y escúchame, Florrie, ¡he encontrado monstruos perfectos!». Porque con monstruos, como aquellos «sapos reales en jardines imaginarios» que atraían y repugnaban a la vez a Capote, está hecha esta novela: monstruos demasiado reales por cierto. Según ha declarado el autor, la ficción describe la educación criminal de un adolescente. Y en torno de este eje se abren otras historias: médiums, narcos, sexo, policías corruptos, etcétera. Lo que da por sentado este etcétera es un conocimiento documental pormenorizado de la violencia, la social, la política y la física, porque los cuerpos no pueden desprenderse de la lectura de género. No es casual que el género adquiriese prestigio en los ’70, cuando la intelectualidad de izquierda lo reinvindicó como realismo crítico. Así la policial encontró su auge en esos años donde estallaban la insurgencia, la lucha armada y se advertía ya la sombra del terrorismo de Estado. En este punto, Molfino no es ajeno a un contexto y su biografía marcada por la militancia, la prisión, la tortura y el exilio, además de pertenecer a una familia masacrada durante la última dictadura, no puede aislarse de una elección estética. Sin embargo Molfino no especula ni se victimiza apelando a lo biográfico para la elaboración de su literatura. Monstruos perfectos va por otro lado. Porque se construye como ficción desde las lecturas veneradas en los ’70: la policial más negra (Goodis, Thompson, McCoy), ésa donde el mal es la condición de ser de los desamparados por el sistema. Mempo Giardinelli definió a Molfino como el más norteamericano de nuestros escritores. Lo que debe leerse como pertenencia a una tradición y también como un elogio. Conviene subrayar además una atmósfera entre Quiroga y Conrad determinada por el ambiente de selva y frontera, los personajes completamente marginales. Señales de época, cabe observarlas: los cigarrillos Clifton, los mocasines de Guido, los automóviles Citröen y Ford Falcon. Porque Monstruos perfectos se sitúa, en lo temporal, bajo la dictadura: un gobernador militar, los controles operativos del Ejército son signos inequívocos de ese tiempo opresivo. Así, con estas referencias, Molfino crea un relato denso, cargado de tensión. Estero del Muerto, un pueblito perdido en el Chaco, es el punto de arranque. Un matrimonio rural, un cosechador de algodón y su mujer, son acribillados por dos pistoleros. El hijo, Miroslavo, un muchacho algo quedado, más bien corto, tan enloquecido como aterrado, luego de enterrar a sus padres huye sin un destino fijo. En el camino lo levanta Hansen, un pesado que se las tira de ex agente de inteligencia. Como ingredientes de la trama, una venta de armas a hampones paraguayos y un asalto a un camión de caudales.
En la escritura hay un constante pulso de arranque que, cuando el relato adquiere la máxima velocidad, se frena aplicando un corte que apuntala el suspenso. Hay una prosa seca, tajante, que no esquiva a veces una adjetivación tremendista que proviene de la novela de aventuras (Salgari, también homenajeado dentro del relato). En suma, como no puede ser de otra forma ya que se trata de un rasgo de las mejores piezas del género, y ésta es una, Molfino logra desprejuiciadamente lo que mucha literatura que se precia de «culta» debería tener en cuenta: un vértigo que atrapa acelerando la lectura sin impedir la reflexión sobre una realidad cruenta.
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/libros/10-4024-2010-10-17.html