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Coyote para rato

Fuentes: Rebelión

Me llaman Coyote. Y no porque me guste aullar a la luna, como esa especie de perro montaraz que desanda los caminos de mi tierra, sino porque… vaya usted a saber. Quizás porque mi trabajo, esa pasión con que me gano la vida, transcurre amparado por las sombras de la noche. Sí, la oscuridad resulta […]

Me llaman Coyote. Y no porque me guste aullar a la luna, como esa especie de perro montaraz que desanda los caminos de mi tierra, sino porque… vaya usted a saber. Quizás porque mi trabajo, esa pasión con que me gano la vida, transcurre amparado por las sombras de la noche. Sí, la oscuridad resulta mi mejor amiga. Y, sinceramente, no guardo rencor a alguno a esos cabrones de la Patrulla Fronteriza, gringos de mierda, cuando me dicen así, con todas las letras: COYOTE.

Ese sobrenombre se lo endilgan a todo aquel que sirve de guía, a los «contrabandistas o traficantes ilegales de personas», en ese límite impreciso entre el ser y la muerte que resulta la frontera sur de los Estados Unidos, la frontera norte de mi México querido.

Lo que sucede es que a nosotros, los coyotes, nadie nos oye. El periodista norteamericano David Spener logró lo que nadie. Me hizo hablar de mí mismo, de esa experiencia difícil que he llevado. Porque llevamos una existencia dura, hombre. Si nos disparan. Si caemos en manos de la Patrulla, o, peor, de los «indignados» ciudadanos de primera que son los yanquis de alrededor del Muro.

Y es que hay un muro; ustedes lo deben de saber. Aunque eso es harina de otro costal. Luego les palabreo sobre el famoso Muro. ¿Estamos?

Desde mi lejana adolescencia, viajaba con cierta frecuenta de Monterrey, mi ciudad natal, a los pueblos del sur de Texas. Se me templaron y redondearon los músculos cruzando el río a nado, para visitar deudos -numerosa, mi parentela- y claro que para trabajar. Trabajé y trabajé, como ayudante de carpintero. Y desde entonces ese fue mi mote: CARPINTERO. Al que me adapté, en detrimento de mi nombre de pila, hasta que el coyote se emplazó como alias.

Tanto andar por esos rumbos me hizo conocido entre los muchos emigrantes que se lanzaban al agua para entrar en la Unión sin ser detectados. Por ello, cuando, a principios de los 80, me asenté en San Antonio, tras atravesar la «línea» por Laredo, y me hastié de dedicarme a la garlopa, el serrucho, el martillo y otros artilugios, así, sin más ni más, me agencié la ubicación alternativa que me granjeó el apodo. Me convertí en un señor coyote, pues pocos se atrevían a retarme en eso de las mejores rutas y en la sabiduría de la precauciones a la hora de los viajes.

Y qué viajes, señores. Paulatinamente se fue poniendo más compleja la situación. Arreció la vigilancia de los gringos, y a finales de los 80 troqué el trabajito por el de una fábrica. Claro, sólo esperé mi chance, ya que, con el viento bueno de la recuperación de los 90, compartí una plaza en la construcción, que desempeñé en el norte de Houston, con mis viejas mañas de coyote. Y me encantaba jugar al gato y al ratón con los chingados patrulleros. Que no me agarraban, carajo.

Qué de historias podría contarles. Hasta cien dólares me han pagado por cabeza. Por las cabezas de los emigrantes, que aquí llaman espaldas mojadas, con tremendo desprecio. Cosa de americanos, que tienen las manitas débiles, pese a tanto gym, y desdeñan el trabajo bruto, el trabajo de macho que realizamos los mexicanos.

Pero los inmigrantes me daban lástima, a la verdad. Por eso nunca me quedé como miembro fijo de la banda que me proporcionaba los cien dólares. Y me encorajinaba ver cómo mis socios lucraban a costa de la desesperada situación de aquellos a quienes guiaban entre las sombras, arrastrándose por un desierto que muchas veces se tragaba… sólo a los pobres «escapados». Porque los coyotes hurtan, hurtamos, el cuerpo cuando la cosa se pone peligrosa.

Me puedo jactar de varias hazañas. Nunca traicioné a quienes conducía. Y me convertí en uno de los más famosos entre mis colegas. Todos venían a mí. Llegué a tener clientela en Ciudad México, además de Monterrey, mi tierra. Y los mojados me querían. Por eso nunca me delataban cuando nos atrapaban los efectivos del Servicio de Inmigración y Naturalización.

Señores, y eso sí que partía el alma. Si los guardias se olían que los ilegales no querían denunciarnos, se ponían agresivos. Hasta se les iba uno que otro golpe, una que otra paliza. Una vez se comportaron con tanta agresividad en el interrogatorio, que alguien se quebró, y una noche de febrero de 1997 me pescaron en la Interestatal 35 con el coche repleto: seis tipos.

Pasé ocho meses tras las rejas, como dice una que otra ranchera. Me deportaron a México. Y me dije: «Coyote… Carpintero, esta es la tuya. Monterrey te espera como al hijo pródigo, cuate.»

Algo deseo que se publique con la largueza necesaria: Juro solemnemente que siempre, siempre, presté un valioso servicio a los que necesitan encontrar sustento allá en el Norte. Sin mí muchos se habrían ahogado, o convertido en víctimas de bandidos, o desaparecido en el desierto; o habrían quedado encerrados dentro de un auto sin ventilación. Dios es testigo.

¿Ahora? Todo es peor. La presión de la Patrulla ha aumentado terriblemente. Y se cobra más por el cruce. De 500 a 700 dólares, en mis tiempos, se saltó a más de ¡mil! Menuda cifra.

Barreras ilegales

Las declaraciones brindadas por Coyote -o Carpintero- al periodista David Spener resultan aleccionadoras. Este redactor se ha limitado a reproducir el espíritu del testimonio, y sobre todo a ponerlo en «cubano», romance en que escribe.

Y subrayamos aleccionadoras, aunque el calificativo represente una verdad de Perogrullo, ya que impresiona sobremanera el alma abierta de un hombre que ejerce el más peligroso de los oficios con el convencimiento de que «hay que ganarse la vida, pues», y de que lo hace «en bien de la humanidad doliente, más que en son de lucro».

Ahora bien: ¿a quién corresponde la mayor culpa en este entuerto? ¿A los inmigrantes? ¿A los coyotes? ¿O a la agobiante realidad social que echa a una muerte probable a cientos de miles de personas que sueñan con la solvencia de un Norte que siempre los ha despreciado, como afirma el protagonista de estas líneas?

Lo peor es que, a pesar de que la inmigración ilegal constituye creatura de la expoliación venida de la «zona hiperbórea», no hay ley norteamericana alguna que ofrezca tratamiento preferencial a los nacionales mexicanos, como en el caso del Ajuste Cubano, engendro político-legalista fabricado con el objetivo de que ocurra una estampida a través del estrecho que separa a la mayor de las Antillas de la Florida.

No, con los «cuates» no sucede lo mismo, por supuesto. Allí no hay un gobierno socialista que derrocar. Sin embargo, el camino contrario está expedito. Se calcula que los estadounidenses consiguen la mar de fácil una visa para permanecer en México durante seis meses. Por ello, alrededor de 20 mil gringos viven de manera ilegal Río Bravo abajo. Saben que, de solicitarla, la documentación se les entregará con rapidez supersónica.

Un muro enorme en el horizonte

Quizás pocas medidas hayan devenido tamaña muestra de menosprecio como el muro levantado en su frontera sur por los Estados Unidos. Sí, por ese mismísimo país que arremetió incansable contra el de Berlín, por ejemplo. Por espacio de más de cien millas la llamada «Barrera de defensa» alcanza «cuatro metros de altura; está construida sobre una base de hormigón armado; por debajo de ese se encuentra una malla subterránea, con una profundidad de ocho metros. En la base se colocan planchas de acero soldadas entre sí, que fueron suministradas por la Fuerza Aérea, obtenidas de pistas de aterrizaje en desuso».

La descripción crispa la sensibilidad, y hasta el entendimiento. Lo más risible, si no pecara de trágico, radicaría en que «el muro se refuerza con otro de acero, para convertirlo en doble, con la inclusión de censores infrarrojos para detección nocturna y medios de radar para localizar inmigrantes ocultos».

No obstante, el trasiego de personas por la frontera no cesa. «El muro no es continuo y se encuentra en los lugares de mayor tráfico.» Otros tramos se hallan protegidos por obstáculos naturales, como ríos caudalosos y desiertos.

Las medidas se incrementan. Censores digitales, líneas de cruce controladas por máquinas electrónicas que reducen de horas a segundos los trámites aduanales pero facilitan aún más la inspección ocular. Rayos X. Sofisticado sistema de control de huellas dactilares… lo último en tecnología derrochado en el intento de separar dos mundos.

Pero es inútil. Mientras existan abismos, habrá inmigrantes. Y mientras haya inmigrantes, habrá coyotes.