La persistencia de la crisis en las sociedades capitalistas es cada vez más inocultable debido a la fuerza y amplitud con la que se reproducen sus replicas desde mediados de los años setenta.
Así, tras los grandes hundimientos de 2002, 2008 y 2020, todos los centros de pensamiento capitalistas reconocen la actual situación de recesión, en la que la política de incrementar la tasa de interés para controlar la desbocada inflación sólo empeora un escenario que, por supuesto, se cocinó en los EEUU y del cual la principal victima son todas las clases trabajadoras y populares del mundo.
Sin embargo, el “rostro” que aquí se considera es el de la crisis de la democracia, manifiesto por ejemplo, en el discurso de la llamada polarización de las sociedades, que también viene marcando las actuaciones y programas políticos en nuestro país. Este lo abordamos en dos artículos cortos, el primero orientado a la situación general, mientras en el segundo se abordan los cambios recientes en Colombia.
1. La situación general
Partamos del lado del discurso y su función ideológica, considerando la publicitada frase que acuñó la ultraderecha mundial para señalar que los enemigos de la democracia son: la post-verdad, el populismo y la polarización. Con ella anudan y reducen, hasta el grado de caricatura, a tres de las tendencias que han sido críticas del funcionamiento de la sociedad capitalista. Estas posturas a su interior son variadas, muy ricas, prolíficas y desde las cuales se han intentado diseñar vías diferentes a las impuestas por los liberales radicales, defensores entre otras cosas del fracasado neoliberalismo. En la versión de caricatura, esas posturas se podrían resumir así:
La postverdad vendría de las corrientes post-modernas al asumir que las realidades sociales son producto de construcciones discursivas, de modo que conceptos y prácticas como el género, la clase social, o la democracia son un constructo social, por tanto generados en distintos campos de lucha social, de forma que la “verdad” sólo es algo en discusión permanente. De otro lado, los populismos son reducidos a un tipo de política desmedida hasta la irracionalidad, porque programáticamente prometen demasiado, y a fin de repetir sus victorias en las elecciones deben gastar mucho, práctica que los lleva a elevar los impuestos hasta un nivel en dónde se espanta al capital y se mata a la gallina de los huevos de oro, siendo el resultado la desinversión y los déficits públicos, que arruinan la economía y elevan la pobreza. Por último, la polarización de la sociedad provendría de los radicales marxistas que sostienen la división de la sociedad y la lucha entre clases sociales, discursos extremistas que contaminan los debates electorales, elevan las pasiones y polarizan la sociedad.
En síntesis, para los defensores radicales del capitalismo la sociedad estaría polarizada debido a los discursos políticos y no porque existan causas internas al funcionamiento social. Lo curioso es que, aunque a través del control de los medios censuren los discursos políticos que no les convienen, el “mal de la polarización”, al que se debe aunar la inestabilidad política, no ha cesado de esparcirse y crecer en todo el mundo. De modo que al final del día el sol no se tapa con dos manos.
Ejemplo de lo anterior es Inglaterra, país que hasta hace unos pocos años se utilizaba como referencia sobre lo que era una democracia madura y estable, pero que ha llegado al punto de tener gobiernos que duran apenas semanas, como el de Liz Truss. Desde que finalizó el mandato de diez años del laborista Tony Blair en 2007, la inestabilidad política ha hecho que el cargo de Primer Ministro no dure más de tres años en promedio, saliendo incluso algunos de ellos en medio de escándalos, como aconteció recientemente con Boris Johnson. Esa misma inestabilidad cubre al Estado de Israel, que en los últimos cuatro años ha tenido cinco elecciones a presidente y ahora han llegado al punto de reelegir a Benjamín Netanyaju, político fascistoide condenado por corrupción.
Algo parecido ha estado sucediendo en Italia que desde 2018 arrastra un crisis que impidió conformar mayorías sólidas y dio paso a un largo periodo marcado por acuerdos parciales y gobiernos de corta duración, fraccionalismo e inestabilidad que le abrieron paso, en las pasadas elecciones de septiembre, a la fascista Giorgia Meloni, firmemente respaldada por Silvio Berlusconi empresario y político mafioso condenado por corrupción. Una escena relativamente similar sucedió en agosto de este año en Corea del Sur, dónde el presidente indultó y liberó al corrupto dueño de Samsung, bajo la supuesta necesidad de su acción para sacar al país de la crisis económica. En Grecia y España también se vivieron esos escenarios apenas hace unos años.
De igual forma, esa situación se ha afincado en los EEUU, dónde Donald Trump provocó un asalto armado al Capitolio a inicios de 2021, al no aceptar los resultados electorales, suceso seguido de un proceso político que ha intentado llevarse a escala judicial sin resultados potenciales, menos ahora con su reforzamiento político en las elecciones a Cámara y Senado en noviembre de este año. Este resultado lo perfila nuevamente como candidato fuerte en las elecciones a presidencia en 2024. En síntesis, se ha llegado a un punto en que fascistas, truhanes y corruptos son los líderes que visten las “democracias”.
Lo que señala lo anterior es que más que una simple polarización discursiva, vuelve a hacerse patente una severa crisis de la democracia representativa que caracteriza a las sociedades actuales y que se viene arrastrando desde inicios de los años sesenta, cuando empezó a verse que se trataba de un traje excesivamente estrecho para el funcionamiento de la sociedad y que había pasado a convertirse en un freno del progreso social.
Tal situación se expresó en un largo debate filosófico-político que no ha arribado aún a consensos. Aquí, por facilidad, se puede citar a Norberto Bobbio con su texto “Crisis de la democracia”, en el que recomienda reforzar sus mecanismos para garantizar el equilibrio. Mientras, el trabajo de Habermas destaca en los nuevos movimientos sociales su racionalidad comunicativa, la que los capacitaría para lograr consensos sociales al conseguir que sus criticas modifiquen la opinión publica y llegue a las instancias representativas para ser traducidas en fuerza de ley, camino de reforma mediante el cual se perfeccionaría sistemáticamente el proyecto clásico de la democracia (Facticidad y Validez, 1998).
Un poco más allá fueron las posturas de raigambre fenomenológico, para las cuales el Ser (o la cosa) está siempre en devenir y se torna elusivo al conocimiento, de manera que siempre se puede agregar algún comentario a lo dicho respecto de lo existente, perspectiva que cobró materialidad social en la consigna “queremos más democracia”, que caracterizó a los movimientos de los indignados en Europa. Con esta demanda se pretende descentrar, o deslimitar, aquello que se entiende por democracia, de manera que se la establezca como algo siempre abierto y no se la encasille, formula a la que algunas de sus vertientes no dudarían en agregar que por ello siempre es un campo en permanente disputa.
Sin embargo, lo gaseoso de tales miradas las ha tornado inoperantes para cambiar el estado real de cosas. En consecuencia, los movimientos o partidos políticos que las han sostenido, indefectiblemente se han estrellado de frente con el poder del capital y sus diversas formas institucionales, quedando luego inermes, de allí que sus intenciones sigan en ciernes. Ésta es la conclusión que amargamente extraen C. Fernández y L. Alegre en el “Orden de El Capital”, quienes siguiendo a Kant reflexionan sobre las posibilidades del derecho en la actual sociedad, para redescubrir que “el problema no radica tanto en el derecho (…) sino, precisamente, en las condiciones capitalistas de producción” (2010, pg 622).
Así, las demandas por más democracia, u otras formas de democracia como la deliberativa de Habermas, se estrellan con el poder autocrático omnipresente y onmiabarcante del capital, como lo describe Métszáros en su “Más allá de El Capital” (1995). Para explicar tal relación, nada mejor que la reciente compra de Twitter por Elon Musk, con la astronómica suma de 44.000 millones de dólares, movimiento que lo capacitó para arribar a su recién adquirida empresa con un lavamanos, dando a entender que como nuevo mando de la compañía estaba facultado para higienizar a gusto, evacuando enseguida a 7.500 de sus trabajadores, decisiones en las que para nada contó que hubiesen sido ellos quienes construyeron y valorizaron la empresa. Pero más interesante resulta que Musk justificó sus decisiones como actos en defensa de la libertad de expresión, por tanto de la democracia.
Fue Marx, quien hace siglo y medio mostró cómo detrás del letrero de las empresas capitalistas sólo rige el poder autocrático del capital, de modo que allí la igualdad y los derechos del hombre son sólo una ilusión. Esta argumentación no se limita a la interioridad del proceso de producción directo, sino que se torna una característica inherente a la manera como circula el capital y como se reproduce toda la sociedad bajo su lógica de incesante acumulación. Por ello, el poder autocrático del capital trasciende las fronteras del taller y “contamina” todos los espacios de la sociedad, incluidos los intersticios más microscópicos y secretos que como seres humanos podamos tener o imaginar, vía que a su manera exploraron Foucault y Deleuze al describir las estructuras trascedentes del biopoder y del deseo.
Y si el límite de la democracia es el poder autocrático del capital, su reproducción en América Latina ha resultado reforzada por la férrea hegemonía de las elites terratenientes y capitalistas, sectores que “secretamente” atesoran el segregacionismo proveniente de la colonia española, muy a pesar de haber instaurado la forma de democracia republicana, desde inicios del siglo XIX. Aquí la democracia representativa tiene como condición fundamental que sólo rige entre los de arriba, mientras su cascarón formal permite ejercer el poder de la violencia directa contra los de abajo. La existencia de partidos, la posibilidad de disentir y opinar, el debate y proceso electoral, y por sobre todo el derecho a tener medios de producción y de vida se ha reservado, con sumo cuidado, para esa élite que, de tanto en tanto se pasa su bastón de mando, mientras las leyes aseguran el dominio, uso y control de los proletarios, campesinos, y demás sectores populares.
Fue así que los esperados avances en democracia social, que el capitalismo posibilitó en países del norte durante las primeras siete décadas del siglo XX, fueron más bien limitados en Latinoamérica, interrumpidos de tanto en tanto por fieras dictaduras militares promovidas desde Estados Unidos. Más tarde, los débiles cimientos de la democracia representativa sufrirían otro quebranto con las políticas neoliberales a partir de los noventa, de modo que los trabajadores y sectores populares fueron sometidos a intensos grados de explotación, tal que fueron forzados reencontrarse con las protestas populares y redescubrieron en ellas una fuerza capaz de tumbar gobiernos y perfilar programas de cambio social. No obstante, la falta de claridad programática en las alternativas y de organización clasista han generado una situación política, desde inicios de este siglo, caracterizada por un proceso pendular entre gobiernos de ultraderecha –del tipo Bolsonaro- y gobiernos liberales de izquierda [1] –del tipo Lula- que en la práctica se han limitado a administrar la crisis del capitalismo mediante tibias reformas. Por esta razón las causas de la crisis se mantienen o amplían.
Aquí, es importante resaltar que los limitados objetivos de cambio social, que consideran los gobiernos liberales de izquierda, resultan constreñidos por la reacción opositora conjunta del capital. Con ello, los capitalistas nacionales y extranjeros conforman un bloque conformado por los dueños y directivos de empresas capitalistas, donde juegan también un papel notable la industria de la comunicación y la cultura, los centros de investigación, las universidades privadas, los burócratas de las instituciones estatales, los terratenientes y los partidos políticos liberales de derecha y ultraderecha. Toda una fuerza organizada a partir de su identidad ideológica con la acumulación de capital, que les permite desplegar diversas estrategias para desacreditar, desgastar y sitiar a los gobiernos reformistas.
Una de esas estrategias ha sido utilizar el marco de libre movilidad de capitales creado por ellos mismos. Así, por ejemplo, ante propuestas orientadas a redistribuir una parte del valor agregado nacional mediante mayores impuestos a las ganancias -cuya fuente es la explotación de los trabajadores-, reaccionan sacando parte de los capitales más líquidos, forma de actuar usada con éxito contra la llamada república socialista de León Blum en la Francia de 1936. Por ese mecanismo devalúan las monedas nacionales y empujan fuertes procesos inflacionarios que terminan por desencajar las expectativas de rentabilidad hasta generar crisis capitalistas más graves.
Con ese proceder imponen hambre, desempleo e incertidumbre sobre las masas populares para “estimularlas” a votar por la vuelta de los gobiernos de ultraderecha. Sin embargo, con su regreso sólo mejoran las ganancias del capital y no se dan soluciones a los trabajadores y sectores populares, como ha pasado recientemente en Brasil, Argentina, Ecuador o Bolivia. Esto ayuda a explicar el proceso pendular que antes mencionamos, mediante el cual sólo se prolongan las condiciones de sufrimiento, y con ello se alientan las contradicciones y la violencia.
2. La situación en Colombia
En la anterior parte del artículo se planteó la existencia de una crisis de la democracia representativa que hace parte de la crisis de la sociedad capitalista. Se mencionó la existencia de un debate en medio del cual se han formulado alternativas que hasta ahora no han resultado realmente funcionales para modificar las condiciones de fondo, y se notó que la verdadera barrera a la democracia es el poder autocrático del capital, que trasciende el poder de los gobiernos y moldea toda la sociedad. También se señaló como ese poder autocrático en América Latina ha sido más fuerte debido a la hegemonía elitista de capitalistas y terratenientes y a que cuando ha flaqueado, ha sido apuntalado por el alto poder de persuasión de los Estados Unidos [2]. Frente a ese poder han reaccionado los sectores populares, dando paso por ahora, a gobiernos liberales de izquierda, creándose una situación en que los gobiernos reformistas son sitiados por las fuerzas del capital, con lo cual sólo se están prolongando los sufrimientos que causa la crisis.
Ese cuadro, bastante general, se cumple en la situación actual de Colombia. La crisis de acumulación de capital que despuntó desde mediados de los años setenta, se postergó mediante el reforzamiento del autoritarismo y la para-militarización de la sociedad, tendencia que alcanzó su máxima expresión con los gobiernos de Uribe. No obstante, en las dos últimas décadas fue posible una ligera recuperación de las ganancias capitalistas a partir del quebrantamiento de las muy limitadas condiciones de vida de proletarios, campesinos y demás sectores populares, de allí que ellos terminaron por reventar con furia en las inusitadas protestas de 2019 y 2021.
Cansados hasta el hartazgo, identificaron la necesidad de construir una salida popular a crisis, perspectiva que se acompañó de la consigna “que la crisis la paguen los capitalistas”. Sin embargo, la falta de programas claros y organizaciones fuertes de carácter nacional, posibilitaron que el gobierno de la gran burguesía dirigido por Iván Duque se impusiera por la fuerza, mediante el asesinato impúdico o llenando las calles con sus militares, de modo que el ciclo se cerró sin compromisos a favor del pueblo. Tal situación se tradujo en un respaldo de los sectores populares a Gustavo Petro, cuyo gobierno ahora está sometido a las estrategias, descritas en el anterior artículo, de contrapoder y cerco.
El gobierno de Petro es producto del quiebre al que fue sometido el régimen político ultraconservador dirigido por Uribe [3]. También de la oportuna gestión de coaliciones con fracciones de partidos de derecha, y de corrientes menores de izquierda liberal, o autodefinidas como izquierda, algunas e ellas vinculadas a los movimientos sociales organizados. En tal sentido, el actual gobierno ejerce su mandato en medio de un equilibrio inestable.
Equilibrio inestable en el sentido que el gobierno no cuenta con una base social mayoritaria propia, por tanto su gobernabilidad deriva de los apoyos prestados desde su exterioridad y se mueve en medio de una fuerte contradicción. Así, de un lado depende del apoyo que le presta una fracción de la burguesía modernizante, que logró incrustar en el gobierno a parte de sus representantes políticos y cuya tarea principal viene siendo evitar que la burguesía cargue con los principales costos de la salida a la crisis. Del otro lado, cuenta con el apoyo que pueden proveer los movimientos políticos y sociales de izquierda, ilusionados con el cumplimiento de sus históricas demandas por bienestar y justicia social, quienes exigen que sean los grandes capitalistas quienes carguen con el mayor peso para salir de la crisis social, pero además esperan cambios sustantivos a sus condiciones de vida. Por esto, es evidente que alcanzar los objetivos de un cambio social significativo es imposible sin tocar en serio los beneficios y derechos que terratenientes y grandes capitalistas consideran como su privilegio natural.
En síntesis, la característica principal del cuadro político es que “el actual gobierno progresista sólo controla parte del poder ejecutivo -que apenas es un segmento del poder del gobierno, y más aún del Estado capitalista-, lo que significa que su capacidad de dirección está “sitiada” o limitada por el poder real que ejerce el capital sobre el conjunto de la sociedad. Esto, en parte, ayuda a entender porque se inclina a gobernar mediante pactos con los partidos que dicen sostener una ideología liberal “progresista” o reformista” [4].
Así, el ejercicio de gobernabilidad en una condición de equilibrio inestable se manifiesta mediante un aguijoneo constante de las contradicciones, ruido que permanente se regresa en contra de los programas del gobierno. Esas condiciones se manifestaron plenamente en una fuerte devaluación del 11% entre mediados de octubre e inicios de noviembre. Si bien allí cobraron peso los incrementos internacionales de tasas de interés, ha sido evidente el juego especulativo de una parte del capital financiero y petrolero para evitar el buen curso del tibio proyecto de reforma tributaria con el que ligeramente se le incrementan los impuestos.
A su paso, la industria de noticias (RCN, Caracol, El Tiempo, Semana), los centros ideológicos como Fedesarrollo, los voceros de los gremios (ANDI, SAC, Fedegan…), y los lideres de los partidos, en especial los liberales con Gaviria, se movieron en forma organizada, incluyendo movilizaciones en varias ciudades del país, proceder que se ha utilizado con frecuencia en Brasil, Argentina, o Bolivia. Toda su acción se dirigió a posicionar ideas tales como que el gobierno ya había perdido la favorabilidad de los ciudadanos, o que sus iniciativas son un atentando contra la inversión de modo que en un futuro próximo habría que importar combustible, llegando al descaro de la manipulación al propagar la idea de que los pequeños tenderos se verían obligados a cerrar sus negocios.
Sin embargo nunca tuvieron en cuenta, por ejemplo, que el sector petrolero en Colombia es de los que menos tributos paga si se le compara con otros países de América Latina, percibiendo solo 16 centavos por cada dólar de valor agregado (Contraloría General de la República 2013) . O, que su tasa de ganancia puede ser fácilmente siete veces superior a la obtenida en el sector de la manufactura (Revista Proletaria No 4). O, que países como Inglaterra se han visto en la necesidad de colocar tasas del orden del 25% a las ganancias extraordinarias de ese sector por los altos precios actuales, y que aquí sólo se aspiraba a incrementarlo en un pírrico 10%, a más de sustraer los pagos de regalías de los descuentos en el pago de renta, asunto apenas lógico porque son dos causaciones diferentes. Esta discusión fue, en parte, apaciguada por las declaraciones de Biden, el 31 de octubre, al amenazar con un alza de impuestos a la industria petrolera de ese país ante las obscenas ganancias en el último año.
En todo caso, la doble estrategia de incrustación y cerco que la burguesía y sus partidos aplica sobre el gobierno cumplió en buena medida sus propósitos. Fue así que inicialmente el gobierno recortó las meta de setenta billones propuesta durante la campaña y la bajo a cincuenta billones, reduciéndole luego a veinticinco billones, teniendo que conformarse al final con sólo veinte. Lograda tal poda en el Congreso, “milagrosamente” el dólar empezó a ceder terreno para dirigirse hacia su anterior nivel. Más importante es que lograron despuntar, afinar y afilar las estrategias de desgaste y cerco sobre el gobierno, proceso señalado por el Ministro de Justicia, al afirmar que para los grandes medios de comunicación “el gobierno es culpable de existir” [5].
Con este proceder, la burguesía y sus voceros de los partidos y gremios faltan a los compromisos verbales que adquirieron en medio del paro nacional de mayo de 2021, momento en que reconocían la magnitud de la crisis y se mostraron decididos a aportar recursos para lograr una salida que beneficiara a los sectores más afectados, mostrando que pretenden generar las condiciones para intensificar los conflictos y la violencia, para en medio de ella poder recuperar su nefasto régimen de gobierno.
Por eso, desde las clases y sectores populares es importante asimilar las lecciones sobre las maneras como se desenvuelve la crisis de la sociedad capitalista en América Latina. Hay que ser conscientes de cómo los intentos de incrementar la participación popular en las decisiones de la vida democrática casi siempre se han limitado a mecanismos institucionales o formales mediante los cuales sólo se procura sostener a los gobiernos, sin lograr verdaderos cambios sustantivos. Así, han siendo menos notorias y decisivas las iniciativas novedosas, como la planificación participativa en Brasil, que han sido truncadas por la acción del bloque capitalista. Por eso permanece el reto de cómo y hacia dónde modificar el contenido de la democracia.
Edgar Fernández: Centro de Pensamiento y Teoría Praxis
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