Recomiendo:
0

Una lectura gramsciana del cambio de época

Crisis hegemónica y movimientos antagonistas en América Latina

Fuentes: Bolpress

En su discurso de toma de posesión de la Presidencia de Ecuador, Rafael Correa afirmó que presenciamos un cambio de época y no una simple época de cambios.1 Utilizando las mismas palabras, la convocatoria al XXVI Congreso de la Asociación Latinoamérica de Sociología (2007) sitúa el debate y los desafíos de las ciencias sociales «ante […]

En su discurso de toma de posesión de la Presidencia de Ecuador, Rafael Correa afirmó que presenciamos un cambio de época y no una simple época de cambios.1 Utilizando las mismas palabras, la convocatoria al XXVI Congreso de la Asociación Latinoamérica de Sociología (2007) sitúa el debate y los desafíos de las ciencias sociales «ante el cambio de época».2 Más allá de la búsqueda de efectos retóricos y del difuso culto a la «novedad» como justificación y legitimación de la actividad política e intelectual, la recurrencia de esta formulación sugiere que varios actores políticos y amplios sectores académicos latinoamericanos convienen en identificar un pasaje histórico significativo. Al mismo tiempo, detrás de esta coincidencia nominal, todavía no se han planteado las coordenadas interpretativas de un debate historiográfico, sociológico y político cuyo desarrollo llevará inevitablemente a interpretaciones distintas e inclusive divergentes.

En esta dirección, el objetivo de las siguientes reflexiones es esbozar una interpretación de inspiración gramsciana de la historia del tiempo presente a partir de la caracterización de la idea de cambio de época en función de la centralidad de dos fenómenos entrelazados: la emergencia de rasgos antagonistas en los movimientos sociales y el paralelo agotamiento de la hegemonía neoliberal.

Este doble acercamiento pretende asentar la imprecisa idea de «cambio» en el terreno teórico de la relación entre estructura y agencia, es decir la relación entre transformaciones estructurales de la forma de dominación y la acción transformadora que impulsa u orienta esta modificación.3 En este sentido, el «cambio» relevante corresponde a una crisis de una forma de dominación, entendiendo por crisis un proceso de transformación-provocado y orientado por un conflicto político-que tensiona y modifica una relación de poder, reestructurándola o superándola según el saldo entre continuidad y de ruptura.

La noción de época se asienta, por lo tanto, en la permanencia de una forma específica de la estructura de dominación, la crisis se relaciona con el cambio y la agencia remite a los protagonistas del conflicto social y político y al resultado de su enfrentamiento.

 

El neoliberalismo como construcción de época

Por absurdo que pueda parecer a primera vista, la idea de cambio de época necesita justificarse de cara al supuesto «fin de la historia». Como toda leyenda, detrás de la euforia triunfalista que la inspiró, esta formulación se erige sobre un fondo de verdad. Entre el final de los años 70 y el principio de los años 90 se acabó un ciclo histórico iniciado en la primera década del siglo XX: un largo ciclo de luchas políticas y sociales de inspiración anticapitalista, popular, socialista y antimperialista que disputaban el poder en todas sus dimensiones y cimbraban las estructuras y relaciones de dominación.

Un ciclo que incluye momentos de crisis y estabilización de la estructura de dominación correspondientes a procesos de politización y radicalización que desataron irrupciones de masa y rebeliones populares así como su contraparte de represión y desmovilización. En particular, es posible reconocer dos épocas de crisis (entre las décadas del 10 al 30 y del 60 al 70) y dos de estabilización (de los 30 a los 50 y de los 70 a los 90).

Generalizando lo que en la historiografía aparece fragmentado en distintas experiencias concretas-locales y sectoriales-, podemos reconocer que en los años 80 se agotó una forma del conflicto caracterizada por un modelo «antagonista» definido en términos de un proyecto emancipatorio compartido, identidades convergentes y formas de organización y de lucha articulables.4

Al agotarse una forma del conflicto, los ganadores se apresuraron en decretar el fin de todo conflicto, sea por convicción o sea por la intención de crear un efecto psicosocial suplementario que asentara el triunfo en el imaginario colectivo y marcara una visión de época.5 La caracterización del triunfo capitalista en América Latina entre la segunda mitad de los años 70 y la primera mitad de los 80 puede ordenarse en torno a una plataforma y dos pilares: militarismo, electoralismo y neoliberalismo. En contra de las predicciones y deseos de muchos, en los años 70, la partera de la historia latinoamericana no fue la violencia revolucionaria sino la violencia reaccionaria. La reacción se realizó en forma de militarización del conflicto social, como guerra interna.6 Como escribe Omar Nuñez,

la polarización ideológica, una doctrina contrainsurgente y una ideología anticomunista habrían moldeado el paisaje mental en el interior de los aparatos estatales, posibilitando la formulación de un racionalidad estratégica dispuesta a validar el uso de la tortura, la desaparición de personas o el asesinato como política de Estado. 7

Las expresiones más contundentes de la reacción tuvieron la forma de golpes y dictaduras militares. En Brasil, Chile, Argentina, Uruguay y Paraguay, los testimonios y la abundante literatura dan cuenta de la claridad ideológica y la sistematicidad de la puesta en práctica de un proyecto genocida que pretendía «extirpar el cáncer marxista». En sintonía con la metáfora oncológica y organicista-propia del ideario del nacionalismo militar latinoamericano-se procedió atacando al cáncer con una violencia mayor a la del propio cáncer, es decir por la vía directa, amputando la parte contaminada aunque la imprecisión de esta operación removiera «células sanas», o por la vía indirecta, eliminando con radiaciones focalizadas las células corrompidas aunque fueran afectadas otras que las rodeaban. El carácter genocida de esta operación es objeto de debate, sin embargo es posible utilizar este adjetivo en la medida que la focalización hacia la figura del «militante» pretendía eliminar esta figura del panorama social. Si bien el «militante» no corresponde a una raza, una etnia ni a un género, correspondía en estos años a una figura social particularmente enraizada en los sectores obreros y estudiantiles. Como lo revelan las estadísticas compiladas por las comisiones de la verdad, la represión golpeó un tipo social: fundamentalmente obreros o estudiantes culpables de ser militantes políticos. Más que genocidio hay que hablar de politicidio o militanticidio, siendo la militancia una forma de la política. Esta forma de la reacción operó incluso en los países que mantuvieron gobiernos

«civiles» y no sólo frenó el ascenso de los movimientos armados sino que asumió la tarea de neutralizar definitivamente el conflicto en todas sus expresiones pacíficas, fueran reformistas o revolucionarias.8

Los relatos y los testimonios de la represión en estos años no dejan lugar a duda. Si el objetivo era la guerrilla, a su estrategia de moverse como «pez en el agua» se contestó con la eliminación del «agua», el entorno social de referencia, el habitat del movimiento revolucionario en el cual predominaban formas pacíficas de lucha aunque no forzosamente una visión pacifista del conflicto social y político. Además de las expresiones más explícitas de la reacción represiva, en países como México, Colombia y Venezuela-para poner algunos ejemplos-los gobiernos civiles encargaron a los militares la tarea de la guerra sucia contra la supuesta o real insurgencia sin renunciar a sus prerrogativas de ejercicio del poder estatal. Estos operativos fueron más focalizados o menos generalizados pero no menos eficaces como modalidad de ejercicio de represión psico-social de alcance societal. El éxito de esta operación represiva a escala regional desembocó en un reordenamiento conservador de larga duración anclado en el miedo, en el restablecimiento de las relaciones de mando obediencia, refundando la subalternidad que venía diluyéndose en el antagonismo de las décadas anteriores.

El miedo como disciplinamiento social, como dispositivo de restablecimiento de la subalternidad, configuró, según Omar Nuñez, «una expresión periférica de la fractura civilizatoria que caracterizó al siglo XX.» Escribe Nuñez: Si bien la dimensión y profundidad de la misma varía entre los países, cuatro aspectos son consustanciales en todas las experiencias: un registro sistemático y pormenorizado de las acciones y tareas habituales del aparato represivo (trabajo burocrático); una doctrina de seguridad y un anticomunismo militante como matrices ideológicas movilizadoras y justificadoras; la intención de eliminar un grupo étnico (indígenas), social (sindicalistas) y/o político (izquierda); y una metodología represiva: secuestro-tortura-desaparición pensada en producir efectos sociales y escenarios políticos calculados. Es decir, un dispositivo material capaz de ejercer el horror «mediante la construcción de modelos». La singularidad histórica de este dispositivo radica en que incorpora un principio subyacente al imaginario de la modernidad: la remodelación y homogenización social con base a la capacidad que tienen los aparatos de Estado en decidir quien vive y quien no en el interior de la sociedad.

El genocidio/politicidio estatal constituyó en América Latina un modelo de destrucción de relaciones sociales, una solución radical aplicada en defensa de un orden jerárquico, librecambista y autoritario, un ‘orden tradicional’ capaz de hacer compatible estratégicamente el uso racional de los medios y tecnologías de represión: los aparatos de Estado, con los fines sociales aparentemente más irracionales: el exterminio social.9

A pesar de que, en los años 80, la reacción militarista fue presentada exclusivamente como la inevitable consecuencia de la amenaza revolucionaria-la teoría de los dos demonios-, es decir como la culminación, el último momento de una época de conflicto que se daba por terminada, el terrorismo de Estado constituyó-al mismo tiempo-el primer episodio de la nueva época, el primer pilar del orden existente. Por lo tanto, su desdibujamiento a partir de los años 80 en las aclamadas «transiciones a la democracia» no puede verse sólo como la conquista de los movimientos de resistencia civil sino que, por otra parte, corresponde a la consolidación hegemónica del nuevo orden y su realización como «revolución pasiva» o «transformismo».10

Asumiendo la relación entre consenso y coerción como relación de suma cero-es decir que cada disminución de consenso implica un equivalente aumento de coerción y viceversa-, si la violencia fue el último recurso frente a una pérdida de consenso que configuraba una crisis de la forma de dominación, la recuperación hegemónica fincada en el consenso implicaba encontrar formas políticas que permitieran disminuir la carga de coerción. (Siguiendo la misma lógica, podemos aventurar la hipótesis que la actual pérdida de consenso y la reaparición del conflicto en el terreno socio-político explican el aumento del recurso a la violencia y la tendencia a la criminalización de la protesta social.)

Si el miedo fue la plataforma coercitiva, el nuevo edificio conservador se erigió históricamente sobre dos columnas: electoralismo y neoliberalismo. El orden socio-político fue asegurado ofreciendo, después de la larga noche represiva, la democracia electoral como el mejor mundo posible, exaltando sus virtudes pacíficas y sus garantías procedimentales. Más allá de sus obvias ventajas en comparación con el autoritarismo represivo, esta apertura resultó eficaz para el reordenamiento conservador en la medida en que permitió dar la sensación de la participación y del control democrático estableciendo límites definidos. Límites que se manifestaban en la posibilidad de alternancia en el marco establecido por un sistema político surgido de la eliminación física y simbólica de las alternativas nacional-populares y socialistas, es decir, estableciendo que el pluralismo se realizaba y se resolvía al interior del liberalismo, pluralismo que era en realidad una unipolaridad multipartidista, un único polo compuesto por varios partidos.11 El electoralismo como ideología política asentó una forma conservadora de la política y de la participación democrática al interior de modalidades episódicas y delegativas.

En paralelo, el reordenamiento conservador se asentó por medio de la realización de un profundo proceso de reestructuración capitalista de corte neoliberal. Este proceso pudo realizarse en la medida en que los saldos de la violencia política habían modificado substancialmente la correlación de fuerzas sociales, restableciendo el equilibrio favorable al capital después de medio siglo de avanzada de los movimientos populares, a lo largo de un extenso ciclo de movilización entre los años 30 y los años 70. En el marco de la alternancia sin alternativa, el neoliberalismo pudo presentarse como un consenso inevitable al interior de un aparente pluralismo político y pretendió naturalizarse y diluirse en el sentido común. Fueron los años del «pensamiento único» en los cuales la alternancia política confirmaba la ausencia de alternativa socio-económica.

Se asentó un sistema político centrado en las instituciones estatales a partir de la separación definitiva entre política y sociedad, operada a través de la mediación partidaria (alternancia) y la canalización administrativa (tecnocracia). Este dispositivo clásico de desmovilización y de normalización sistémica en la época de reflujo de las luchas sociales operaba ya no sólo como correctivo a la difusión de la política en la sociedad civil-como manifestación de polaridades en conflicto-sino como forma monopólica hegemónica (natural) de la política. A nivel académico, este modelo fue respaldado por la proliferación de estudios sobre los sistemas electorales y de partidos. Posteriormente, cuando la legalización política mostró no ser suficiente para garantizar la plena legitimidad, iniciaron y prosperaron los estudios sobre la gobernabilidad. El correlato, desde el ángulo de la sociedad civil, fueron los estudios sobre las protestas, un paradigma resistencial que implícita o explícitamente asumía la subalternidad de los actores sociales a la institucionalidad, planteando una secuencia entre decisión-protesta que-en buena medida por su real ausencia-no consideraba las implicaciones políticas, sistémicas y antisistémicas ni la conformación de sujetos políticos en las movilizaciones de protesta. En esta secuencia militarismo-electoralismo-neoliberalismo se asentó una hegemonía conservadora -basada en la superación del antagonismo y el restablecimiento de la subalternidad 12- cuya eficacia se extendió a lo largo de por lo menos 15 años.

Partiendo de esta lectura del proceso histórico, la hipótesis de cambio de época tiene que medirse en función del desmantelamiento de este edificio conservador y relacionarse con el quiebre de la construcción hegemónica que lo sostiene, y tiene que justificarse en relación con un reflujo de la subalternidad al antagonismo y la configuración de una crisis hegemónica, entendida como apertura histórica de posibilidades en el marco de una disputa de poder.

Inicio del fin de época

Una primera fisura se abrió en el momento en que la época fue reconocida y nombrada. Más allá de que se entendiera o no como una etapa del capitalismo, el reconocimiento y la identificación de una forma o un modelo neoliberal empezó a ocupar el centro de la reflexión política de los partidos y movimientos de oposición así como de los análisis de los sectores académicos e intelectuales de la región. De hecho, podemos reconocer un momento en el cual se generalizó el nombre, se nombró al neoliberalismo, se bautizó al enemigo; un momento a partir del cual se visibilizaron no solamente sus características sino que se delimitó un campo de conflicto a su interior.

Al mismo tiempo, invirtiendo los términos de esta hipótesis a partir de un enfoque materialista, podemos decir que la configuración concreta de un campo conflictual permitió o implicó nombrar al sistema. Existe un consenso relativamente sólido que ubica este momento de visibilidad política y el inicio de la resistencia declaradamente anti-neoliberal en torno al año 1994. Esta fecha asume como detonante simbólico13 el levantamiento indígena en Chiapas, pero incluye las movilizaciones indígenas iniciadas con ocasión del V centenario de la conquista en 1992 14, las huelgas en Francia, Corea y Estados Unidos de los años inmediatamente posteriores y la creciente visibilidad política de diversos movimientos sociales en América Latina como el MST en Brasil, la CONAIE en Ecuador, los cocaleros en Bolivia, los sindicatos antimenemistas y los primeros piqueteros en Argentina, el incipiente chavismo en Venezuela, etc.15

Esta oleada de movilizaciones antineoliberales desembocará en Seattle en el inicio del movimiento altermundista, agregando al anti-neoliberalismo una mirada crítica de alcance global.16 En torno al nombre-neoliberalismo-se levantó y organizó la antitesis, la negación, el movimiento reactivo, el antineoliberalismo.

Los movimientos, después de una década de despolitización y de dispersión, volvieron a adquirir tintes políticos, a contracorriente de las tesis posmodernas y de las modas sobre los

«nuevos movimientos sociales», volvieron a ser socio-políticos en el momento en que reconocieron las articulaciones políticas del sistema, iniciaron el tránsito de una configuración fundamentalmente subalterna a una reconfiguración tendencialmente antagonista. A esta reactivación de la acción colectiva correspondió la reactivación del pensamiento crítico. Un sector de la intelectualidad, dentro y fuera de los recintos universitarios, retomó las armas de la crítica frente al «pensamiento único», iniciando una dinámica de circulación de ideas, análisis e informaciones que constituyeron la base fundamental de los estudios críticos sobre globalización, neoliberalismo y democracia. Sólo posteriormente, al observar el surgimiento de importantes movilizaciones que retomaban reivindicaciones antisistémicas, se iniciaron estudios y análisis sobre las nuevas formas y orientaciones de la acción colectiva y los sujetos políticos que en ellas surgían y resurgían.

La periodización del inicio del fin del orden hegemónico neoliberal puede ordenarse en torno a tres momentos marcados por la emergencia de una oposición social organizada. En un primer momento, a mediados de los 90, se caracterizó por el aumento de los conflictos y las luchas17 que, desde los rincones de las resistencias parciales y locales, fueron convergiendo en torno a la consigna del antineoliberalismo, transitando de la subalternidad al antagonismo. En un segundo momento, desde principio de siglo, los movimientos populares agregaron a la resistencia, a partir de una construcción interna de poder, una mayor incidencia política por medio de acciones destituyentes, provocando la caída de gobiernos neoliberales ya fuera promoviendo un voto de protesta en las urnas o directamente desde las calles por medio de las movilizaciones. Esta etapa se caracterizó por el despliegue del antagonismo como negación práctica del orden existente.

En el momento actual, a la resistencia y al perfil destituyente se suma una tendencia instituyente en la medida en que los movimientos impulsan procesos «constituyentes», tanto en la consolidación de formas antagonistas de poder que se proyectan en la construcción de espacios autonómicos al margen de las instituciones estatales como en el-articulado o contradictorio-impulso y apoyo a políticas anti- o posneoliberales en diversos países de la región. En este pasaje, el antagonismo se enfrenta al desafío de pasar de la negación a la afirmación de la autonomía como alternativa al retorno de la subalternidad.

Politización y radicalización

Esta escalada en tres pasos como resultado de la acumulación de fuerzas de los movimientos sociales se relaciona con el perfil antagonista que fueron adquiriendo en los últimos 10 años. Esta politicidad antagonista que incorpora y rebasa la subalternidad se centra en la configuración de un campo de conflicto y de disputa del poder que se construyó en el tiempo en torno a cinco ejes entrelazados:

a. Una tendencia a la politización basada en la movilización.

b. Una tendencia a la radicalización del análisis (crítica) y de las acciones.

c. Una tendencia a la combinación de actitudes y reivindicaciones reactivas con crecientes elementos proactivos: de reinvidicación positiva y de construcción y ejercicio de poder.

d. Una tendencia a la conformación de identidades políticas o socio-políticas, un proceso de subjetivación antagonista.

e. Una tendencia a la organización política sobre bases o desde una forma comunitaria.

El inicio de un nuevo ciclo de movilización fue el factor que cimbró el orden real y simbólico y volvió a proyectar a la política en el terreno del antagonismo, provocando un escenario de crisis hegemónica.

Las formas de politización surgidas en las experiencias de movilización en América Latina en los últimos diez años nacen a contracorriente del electoralismo, partiendo de una crítica a este modelo. La crítica, más allá de sus formulaciones discursivas, se basa en el rechazo hacia el control oligopólico y partidocrático que asentaron las transiciones a la democracia. El rechazo puede fundarse en la denuncia de la corrupción, del patrón de distribución de la riqueza, de las perversiones delegativas de la democracia, y en el planteamiento de salidas tanto reformistas como revolucionarias, es decir, refundar los sistemas de partidos o superarlos, tanto en sus formas actualmente existentes como en su forma general.

En su conjunto, el rechazo conforma una plataforma que implica que la politización en curso arranca de una crítica de la política. Este punto de partida vincula la construcción subalterna de los años anteriores con la formación antagonista en curso, en la medida en que se cruza una postura de repudio a la política con otra de reconquista de la misma. Esta tensión permite entender buena parte de las disputas sobre la noción de poder y las estrategias de los grupos y movimientos.

Al mismo tiempo, esta sobreposición es la clave para cruzar el sentido común conservador a-político de una época con la irrupción anti política y pro-política de los últimos tiempos. La contradicción del discurso dominante pudo ser aprovechada como cuna para revertir sus propósitos. El pensamiento único jugaba con la idea de la tecnocracia como utopía político-administrativa, la competencia entendida en su doble acepción de meritocracia y tecnocracia, las cuales vislumbraban un desenlace totalmente contradictorio: la negación de la política y su triunfo definitivo.18

En esta grieta, el retorno de la movilización se montó sobre el rechazo a la política y la necesidad/deseo de política, buscando activar allí donde el neoliberalismo desactivaba. Esta ambigüedad, al manifestarse como negación y como oposición al sistema dominante, permitió que los conflictos sociales cobraran sentido político. Al mismo tiempo, se expresa como tensión al interior de los movimientos sociales en función de formas y combinaciones subalternas, antagonistas y autonomistas de pensar la política y proyectar la politización.

Una clásica forma subalterna se manifiesta en el manejo en los límites del sistema, utilizando la movilización para promover ajustes conforme a las necesidades de los actores. Un ejemplo particularmente destacado ilustra una práctica recurrente: el caso del sector piquetero que decidió negociar los logros de la movilización y la organización con el gobierno de Kirchner, obteniendo respuestas a sus demandas y renunciando al arma del conflicto.19

En éste como en casos similares, el debate se polariza entre una lectura que valoriza lo obtenido señalando que sigue intacto el potencial movilizador en vista de futuras coyunturas desfavorables a la negociación, y su antítesis, que minimiza los logros y pone en evidencia la pérdida de capacidad de convocatoria no sólo presente sino futura a partir de la subordinación a un esquema de negociación y cooptación. En este sentido, aparece con claridad el problema histórico del grado de integración o subordinación de los movimientos socio-políticos a los partidos institucionales, los aparatos gubernamentales o los liderazgos carismáticos (particularmente enigmático en el caso del chavismo en Venezuela).

En la medida de sus posibilidades, los movimientos de resistencia establecieron, desde el inicio del siglo, puentes desde la lucha social hacia la esfera institucional. Estos puentes hoy en día tienen modalidades distintas pero, vistos en general, responden a una lógica de articulación política. Una forma difusa y relativamente constante se encuentra en las apuestas explícitas que los movimientos hacen en ocasión de las coyunturas electorales a favor de los candidatos menos neoliberales o antineoliberales. El ascenso de partidos y candidatos de centro izquierda en toda América Latina es el resultado de este protagonismo. Los movimientos agitan las aguas del consenso neoliberal, mueven el equilibrio de la opinión pública o del sentido común hacía posturas críticas, creando las condiciones para un voto de castigo. Eventualmente se alían o simplemente apoyan ocasionalmente a las coaliciones electorales de oposición. A diferencia de la etapa anterior, en la cual esta articulación hacia lo institucional correspondía al fortalecimiento de las trincheras defensivas -en una lógica subalterna- en los últimos años este fenómeno está en el origen de las victorias electorales de los partidos o coaliciones críticas del neoliberalismo en Venezuela, Nicaragua, Ecuador, Uruguay, Argentina, Brasil. Al mismo tiempo, en otros países no alcanza a alterar la continuidad neoliberal, pero sostiene el ascenso electoral de fuerzas partidarias de centro izquierda en Colombia, Perú y México y del incremento de votos para el Partido Comunista en Chile.

Más allá del debate sobre las luces y sombras de las experiencias de gobiernos progresistas en América Latina y sus proyecciones, resulta central valorar las apuestas y la intervención de los movimientos sociales en la esfera institucional. La independencia y el capital moral de las organizaciones así como la acumulación en el terreno de las identidades y las culturas políticas están amenazadas por la cooptación y la frustración. La posibilidad de un retorno a la subalternidad en un nuevo contexto se contrapone a la construcción antagonista. En este sentido, el recorrido de la CONAIE desde el levantamiento de 2001, pero en particular en el gobierno de Lucio Gutiérrez, suscitó reflexiones autocríticas y un debate particularmente significativo sobre los límites de las perspectivas de poder de los movimientos sociales en los marcos institucionales existentes. Esta experiencia ronda la coyuntura actual como lo señala Ana María Larrea: Para los movimientos sociales, la presidencia de Correa conlleva un doble desafío; por un lado, el de apoyar un régimen que enarbola y defiende sus planteamientos históricos sin hipotecar su fuerza acumulada y su autonomía; y por otro, aportar en la construcción del proyecto histórico liberador señalando fraternalmente los errores que el gobierno comete y puede cometer, sin que esto signifique alimentar los planteamientos conservadores de los sectores dominantes y del gran capital, que están a la caza de cualquier fisura que pueda presentarse para corroborar sus tesis defensoras del statu quo.20

El terror de la recaída en la subalternidad al interior de un aggiornamento neodesarrollista se contrapone a la pulsión política de la participación y la incidencia en un contexto conflictivo en el cual aparece amenazante la plena restauración neoliberal. A diferencia de Ecuador y Argentina, la trayectoria de la experiencia boliviana parece ejemplificar una forma antagonista de pensar la política y proyectar la movilización forzando los límites del sistema, modificándolo por medio del conflicto permanente. Hasta la victoria electoral del MAS y de Evo Morales, la raíz comunitaria de la politización, el ejercicio de poder de veto, la capacidad de crear crisis no sólo de gobierno sino de régimen, y la construcción de contrapoder popular fueron ingredientes de uno de los procesos políticos más sobresalientes de la historia latinoamericana. La irrupción política de los movimientos en Bolivia y su incontenible desborde representa la metáfora más acabada de la emergencia de los movimientos antagonistas en América Latina.21

Partiendo de la experiencia comunitaria de origen prehispánico y de la tradición sindicalista minera, la politización se aceleró exponencialmente y recorrió caminos que recuerdan los procesos de acumulación de fuerzas del pasado, cuando la forma partido era instrumental y derivada del movimiento popular. En este sentido, es emblemática la historia del Movimiento Al Socialismo (MAS) como Instrumento Político para la Soberanía de los Pueblos (IPSP).22 Sin embargo, más allá de la voluntad expresada por sus dirigentes de dar vida al gobierno de los movimientos23, algunos observadores tienden a señalar contratendencias en la experiencia del MAS. Escribe Luis Tapia: La ley de convocatoria le permitió al MAS trabajar en la configuración ampliada de una nueva forma de monopolio de la política en torno al sistema de partidos», (…) (El MAS…) «desarma el tipo de contenido que deseaba una buena parte de las organizaciones que la imaginaron y promovieron, en tanto esta tendría que reducir el monopolio partidario de la política y ampliar la democracia en el país.» (…) (El MAS…) «ha llevado, a través de este tipo de negociaciones con una buena parte de las organizaciones de la sociedad civil, la política a un nivel más corporativo.24

Más allá del incierto desenlace institucional de la revolución boliviana, la constelación de experiencias latinoamericanas de relación entre gobiernos «progresistas» y movimientos socio políticos es diversa y requiere ser analizada como proceso y como tensión sin caer en idealizaciones articuladoras o rupturistas. Un ejemplo de idealización articuladora se encuentra, por ejemplo, en la reciente sorprendente exaltación de Toni Negri y Giuseppe Cocco de las «relaciones abiertas y horizontales entre los gobiernos y los movimientos» que impulsan la construcción de «una nueva generación de instituciones que otorguen materialidad al nuevo pacto».25 Escriben estos autores: Queremos decir que la autonomía de los movimientos sociales de las clases subalternas ya no puede ser considerada como un adversario sino que debe asumirse como motor de la actividad de gobierno. La autonomía de las multitudes se sitúa en una relación fecunda y productiva con los dispositivos programáticos y las dinámicas administrativas de los nuevos gobiernos latinoamericanos.26

Además de la contradicción conceptual entre autonomía y subalternidad, sorprende la confianza en una relación virtuosa entre movimientos y gobiernos, en donde la autonomía de los primeros es motor de los segundos, por parte de dos exponentes de una tradición radicalmente anti gubernamental como el obrerismo italiano. En el polo opuesto, destacan los esquematismos ortodoxos al estilo de James Petras que-desde un enfoque rígidamente clasista-asume la contraposición irreconciliable entre «el camino de la política electoral y la política revolucionaria de la movilización de masas» y se atreve a sentenciar que «los movimientos sociales no han logrado responder al desafío revolucionario»27. Por otra parte, desde otra óptica, aparece la crítica tajante a los gobiernos progresistas que se formula a partir de idealizaciones movimientistas que identifican como irreductible el enfrentamiento polarizado entre Estado y anti Estado en «la permanente disputa espacio-temporal entre movimientos comunidades y estado-partidos»28. Exaltando la forma movimiento, escribe Raúl Zibechi: Se trata de darle prioridad al deslizamiento por sobre la estructura, a lo móvil sobre lo fijo, a la sociedad que fluye antes que al estado que busca controlar y codificar los flujos. En este tipo de análisis, los objetivos del movimiento -por poner apenas un ejemplo- no se derivan del lugar que se ocupa en la sociedad (obrero, campesino, indio), ni del programa que se enarbola, de las declaraciones o de la intensidad de las movilizaciones. No se considera a los movimientos según su solidez organizativa, su grado de unificación y centralización que hablarían de la fortaleza de la estructura orgánica. Por lo tanto, no desconsideramos aquellos movimientos fragmentados o dispersos, porque proponemos abordar esas características desde una mirada interior. Una y otra vez movimientos no articulados y unificados están siendo capaces de hacer muchas cosas: derriban gobiernos, liberan amplias zonas y regiones de la presencia estatal, crean formas de vida diferentes a las hegemónicas y dan batallas cotidianas muy importantes para la sobrevivencia de los oprimidos. El cambio social, la creación recreación del lazo social, no necesitan ni articulación centralización ni unificación. Más aún, el cambio social emancipatorio va a contrapelo del tipo de articulación que se propone desde el estado-academia-partidos.29

Esta postura-inspirada en el proceso boliviano-enfatiza las virtudes móviles y las formas indeterminadas que aparecieron en las movilizaciones recientes en América Latina, mostrando una eficacia sorprendente y un potencial que efectivamente rebasó los marcos clásicos de interpretación de la acción política. Si bien esta emergencia merece ser destacada a contrapelo de los enfoques tradicionales, su idealización corre el mismo riesgo reduccionista en sentido opuesto. La negación de la solidez organizativa, articulación y la unificación, por una parte, y la exaltación de la dispersión, la fluidez y la fragmentación, por la otra, establecen un dualismo que confunde el momento de la movilización, el potencial de la movilización, con los movimientos como formas relativamente estables y permanentes. Por otra parte, no sólo «prioriza», sino extremiza la contradicción entre las dimensiones: acción/institución, organización/movimiento, agencia-estructura. En el afán de plantear a contracorriente la fuerza y el alcance de las irrupciones sociales, el potencial de la espontaneidad, comprensible a la luz de la tradición política, renuncia a problematizar sus límites y a entender los procesos políticos no en forma lineal sino como flujos y reflujos, desde la combinación de dinámicas y formas de acción y reacción.

En sentido opuesto, el desenlace de la crisis argentina lleva a otros autores a señalar los límites y los riesgos del autonomismo.30 Hasta ahora, los nuevos actores sociales surgidos o potenciados a partir de las jornadas de diciembre de 2001 han tenido en común una alta preocupación por la autonomía frente al Estado, las patronales, y los partidos políticos sistémicos. Esa preocupación se enarbola a menudo como bandera, vinculándola con el rechazo generalizado a la dirigencia política, que en su versión más simplista se expresa como antipolítica en toda su latitud, que suele acompañarse con una reivindicación de lo social como opuesto a lo político. Y el rango de la autonomía se extiende en dirección a los partidos de izquierda, las organizaciones sindicales y, en general, cualquier estructura más amplia que el propio movimiento. La política, y con ella la perspectiva de transformación general de la sociedad, termina desapareciendo, y se hace un culto de lo local, lo micro, lo estrechamente sectorial. En ese costado deben contabilizarse importantes rasgos de debilidad por parte de los nuevos movimientos, que so capa de buscar un máximo nivel de democracia y negar acatamiento a cualquier liderazgo preconstituido y a todas las verdades aceptadas, corre el riesgo de recluir la conciencia colectiva en un corset que, bajo una sofisticada cáscara, oculte el repliegue al plano económico-corporativo.31

Desde la tradición comunista, se reitera la preocupación por la articulación entre lo social y lo político, el proyecto de poder, observando el otro lado de la medalla de las irrupciones de masas, la desmovilización relativa, la ausencia de cristalización política, la incapacidad de asentar y proyectar los logros. Reaparecen los términos del debate clásico al interior del marxismo. Esquematizando, se vuelven a contraponer énfasis y opciones por la organización y la estrategia versus el movimiento y la espontaneidad.

Si bien el caso venezolano parece reproducir el itinerario clásico de la toma del poder político como condición y plataforma para la transformación social, al mismo tiempo la naturaleza y el desarrollo del proceso producen un impasse interpretativo en relación con los análisis de los procesos de movilización y politización, algo semejante a lo que ocurrió y ocurre con Cuba. La disputa política polariza a los defensores de la asediada «revolución bolivariana» y a sus adversarios, forzando posicionamientos simplificados. La misma contraposición se produce en relación a la política exterior venezolana, aún cuando la meridiana claridad de las vertientes antiimperialista y latinoamericanista que promueve facilita el consenso en el campo progresista. Sin embargo, la interpretación del proceso político queda entrampada entre chavismo y antichavismo inclusive al interior de la intelectualidad radical de la región. Por una parte, genera interés e inclusive entusiasmo la radicalización a partir del fallido golpe de 2002, el pasaje a las transformaciones socio-económicas después de la reestructuración del sistema político y del orden constitucional, en una dirección que combina antineoliberalismo y anticapitalismo y es enunciada en términos socialistas. Sobran ejemplos que ilustran el peso real de las transformaciones en curso.32 Por la otra, la conducción personalista, el partido único y el estatalismo suscitan miradas críticas y escépticas.

Más allá de las combinación de los diversos factores, el enigma venezolano remite a la pregunta si la politización de los sectores populares tiende a conformarlos como protagonistas, elementos activos, y relativamente autónomos del liderazgo y el aparato político y estatal. La participación independiente, la capacidad de movilización, la organización autónoma, la formación de identidades políticas que rebasen el chavismo son elementos centrales para la caracterización del proceso venezolano como proceso de conformación histórica de sujetos políticos cuya fuerza y solidez trascienda la coyuntura y sea susceptible de orientar el rumbo actual y ser protagonista más allá de su desenlace.33

A diferencia de Argentina, Bolivia, Ecuador y Venezuela, las experiencias de los gobiernos progresistas de Brasil y Uruguay no surgen de una crisis política ni de movilizaciones o irrupciones sociales, sino que son el producto de la alternancia, de la capitalización de la crisis del neoliberalismo por parte de sólidas estructuras políticas institucionalizadas-el PT y el Frente Amplio. Este «vicio» de origen hace que la gestión gubernamental no encuentre mayores contrapesos en movimientos y procesos de politización desde abajo, con la excepción de la permanencia del MST en Brasil. El caso del MST merece ser destacado porque combina los elementos generales de la conformación antagonista pero los diluye en un proceso lento, estable y regular de acumulación de fuerzas. Sin necesitar de un contexto de crisis política e irrupción popular, el MST se construye sobre sólidas redes territoriales de movilización y politización y reproduce el esquema de la guerra popular prolongada sin armas, articulando una constante y cotidiana construcción de poder popular con un proyecto de transformación societal a mediano plazo, realizable en función de la paulatina modificación de la correlación de fuerzas. Las ambigüedades frente al gobierno de Lula son el producto de esta lógica paralela, de una separación relativa entre táctica y estrategia, de la distinción entre planos y temporalidades.34

Más allá de la disputa sobre la caracterización de la coyuntura y, en particular, de los gobiernos progresistas hay elementos generales que marcan el pasaje de época. Del debate estratégico se desprende, amén de las distintas posturas, la reaparición del tema del poder que se había diluido en la década subalterna. Esta reaparición no es casual si, como decía Marx, «la humanidad se propone siempre únicamente los objetivos que puede alcanzar, porque, mirando mejor, se encontrará siempre que estos objetivos sólo surgen cuando ya se dan o, por lo menos, se están gestando, las condiciones materiales para su realización»35. Su desaparición se vinculaba a la derrota popular y la victoria del neoliberalismo, el reflujo y la defensiva que le siguieron. En los 80, plantearse el tema del poder no tenía sentido más allá de rituales invocaciones ideológicas. En nuestros días, lo vuelve a tener en función de la construcción de contrapoderes sociales en los procesos de movilización y de politización de amplios sectores populares, de la reconfiguración del conflicto social y su proyección política. Aunque el debate sobre el poder está lejos de estar resuelto y tiende a polarizarse entre tendencias leninistas y anti leninistas-olvidando la síntesis gramsciana-su reaparición es una señal inequívoca del cambio de época.36

Otro indicio es la búsqueda de referencias ideológicas, una tendencia al reforzamiento de identidades políticas en la alteridad y el conflicto. En este rubro, la realidad de los movimientos latinoamericanos se presenta desigual y combinada entre referentes ideológicos nacional-populares y socialistas revolucionarios y proliferan las hipótesis de caracterización del proyecto. El caso boliviano es, una vez más, ejemplar de una mirada caleidoscópica en la medida en que, a partir de la matriz indígena y campesina, aparecen definiciones socialistas y revolucionarias junto a posicionamientos declaradamente nacional-populares.37

Esta misma tensión recorre el MST, fractura el campo piquetero, cruza el movimiento chavista así como el ecuatoriano. Esta sobreposición aparece con claridad en la experiencia de los piqueteros argentinos investigada por Maristella Svampa: En suma, en el marco de este proceso de reconfiguración territorial, surge un nuevo proletariado, multiforme, plebeyo y heterogéneo que no sólo es el asiento de prácticas ligadas al asistencialismo y al clientelismo afectivo, promovidas central o descentralizadamente desde diferentes instancias y organizaciones, sino también el locus de nuevas formas de resistencia y prácticas políticas.» (…) En suma, vistas «desde abajo», las organizaciones piqueteras son muy ambivalentes, con diferentes inflexiones políticas, que van de la demanda de reintegración al sistema, a la afirmación de una radicalidad anticapitalista. A la vez, es un fenómeno fuertemente plebeyo, proclive a la acción directa, que apunta a la afirmación de lo popular, en cuanto ser negado, excluido y sacrificado en aras del modelo neoliberal.38

Un fantasma sintomático vuelve a recorrer el campo popular, el fantasma del anticapitalismo y del socialismo. El primero responde a la radicalización del análisis crítico, que reconoce debajo del neoliberalismo la matriz capitalista y, por lo tanto, establece relaciones causales que llevan a la raíz de los problemas sociales actuales. Como consecuencia, diversos movimientos buscan soluciones radicales y encuentran inspiración en torno al nombre, los debates y las experiencias concretas de este amplio campo de búsqueda de alternativas que fue el socialismo en el siglo XX. En el retorno de la reflexión sobre el socialismo en el siglo XXI se visibiliza la radicalización del análisis, de la comprensión de la realidad, pero también el pasaje de fórmulas reactivas a opciones proactivas. La recuperación de las tradiciones políticas corre paralela con su renovación y relativa superación.

Por otra parte, las conformaciones subjetivas que sostienen a la movilización remontan la fragmentación individualista del neoliberalismo. Aparecen, en los análisis, referencias a la multitud, la clase, la comunidad, el pueblo y la plebe. Más allá del debate terminológico, esta primavera conceptual da cuenta del proceso de rearticulación subjetiva, el cual no sólo opera como dispositivo para la acción colectiva sino que es el substrato de la organización social y política en la medida en que orienta la politización de los movimientos en el estrechamiento de vínculos identitarios, horizontales y verticales.39

Otra dimensión del cambio de época se percibe en el llamado repertorio de acción de los movimientos antagonistas, el cual se enriquece con modalidades políticas y radicales que parecía olvidadas, incluyendo la forma insurreccional y la ocupación de espacios productivos.40 A partir del balance del Observatorio Social de América Latina, José Seoane y Emilio Taddei constatan: En relación con ello, y respecto de los «repertorios de la protesta», es importante destacar una tendencia a una mayor radicalidad en las formas de lucha, que se pone de manifiesto en la duración temporal de las acciones de protesta (acciones prolongadas o por tiempo indeterminado), en la generalización de formas de lucha confrontativas en desmedro de las medidas demostrativas, en la difusión regional de ciertas modalidades como los bloqueos de carreteras (característicos por ejemplo de la protesta de los movimientos de trabajadores desocupados en Argentina como de los movimientos indígenas y cocaleros del Área Andina), y en las ocupaciones de tierras (impulsadas por los movimientos campesinos) o de edificios públicos o privados.

Por otra parte, la recurrencia de largas marchas y manifestaciones que atraviesan durante días y semanas los espacios regionales y nacionales parecen querer contrarrestar la dinámica de segmentación territorial promovida por el neoliberalismo. Asimismo, las puebladas y levantamientos urbanos aparecen como estrategias tendientes a la reapropiación colectiva del espacio comunitario y a la recuperación de una visibilidad social denegada por los mecanismos de poder. 41

Finalmente, como señal inequívoca del cambio de época, más allá de las adjetivaciones y caracterizaciones, existe un relativo consenso en reconocer cómo los movimientos populares, al pasar de la resistencia a la irrupción política, transitan de una lógica exclusivamente defensiva a una actitud que incluye y combina propuestas y reivindicaciones que rebasan la defensa de los derechos vulnerados por el neoliberalismo y bosquejan horizontes posneoliberales por medio de demandas que rebasan el marco de negociación establecido por el sistema existente.

Una vez más, el movimiento indígena latinoamericano, más allá de sus diferencias y debates internos, destaca por la claridad de su discurso al titular significativamente las últimas dos cumbres realizadas en Bolivia en 2006 y en Guatemala en 2007 «de la resistencia al poder». Se supera así el paradigma de la «protesta», de matriz claramente resistencial, que caracterizó la primera etapa del neoliberalismo.42 Este pasaje marca una tendencia a la transición de formas subalternas a formas antagonistas de lucha, las cuales se combinan en las realidades concretas.

La muerte de la hegemonía neoliberal

Los efectos de los procesos de politización y radicalización son de diversa intensidad pero todos se mueven en la misma dirección y perfilan el antagonismo de los movimientos populares. Con ellos, se agota la hegemonía neoliberal. Pero la pérdida de consenso no elimina la dominación hasta que no se construya una alternativa. Queda la dominación sin ropajes hegemónicos que, como indican varios episodios y tendencias, se manifiesta por medio de sobresaltos represivos particularmente visibles en los países que siguen gobernados por neoliberales puros como es el caso de Colombia y México. No podemos descartar que la represión, un retorno a formas duras o blandas de militarización, ocurra también en países cuyos gobiernos reformistas quieran frenar el empuje antisistémico de los movimientos socio-políticos.

El fin de la hegemonía neoliberal es visible en relación con sus pilares. La crítica a la democracia procedimental y a la ideología electoralista se combina con la búsqueda de correctivos y alternativas. Correctivos que abren a opciones de democracia directa institucional como el presupuesto participativo, los institutos de referéndum, revocación de mandato e iniciativa popular de ley. Alternativas que se manifiestan en el ejercicio democrático directo mediante la movilización, las asambleas populares, las consultas y las irrupciones que ejercen poder de veto. Al desfetichizarse el mito del procedimiento, afloran tensiones entre legalidad y legitimidad propias de una época de crisis hegemónica, cuando el ejercicio jurídico de la dominación no encuentra encubrimientos ideológicos eficaces.

El poder constituyente de los movimientos socio-políticos se manifiesta en sus dos acepciones: en el plano legal con la petición de un congreso constituyente que redefina el orden jurídico, en el plano real con el ejercicio creador y constructor por medio del cual los movimientos modifican el orden social. La aparición del tema constituyente es un indicio claro de una modificación de la relaciones de fuerzas. Hace unos años la función constituyente estaba en el campo de la «revolución conservadora» impulsada por el neoliberalismo. Hoy en día, con intensidades diversas, es disputada por el campo antineoliberal, ya sea en versión de contrarreforma para recuperar el terreno neoliberalizado o en versión más proactiva para impulsar principios que ni el neoliberalismo ni el populismo desarrollista contemplaban.

La critica al neoliberalismo combina la búsqueda de alternativas desde abajo, en los ejercicios de autonomía productiva, legal y cultural que impulsan varios movimientos con la presión que permite que, a nivel gubernamental, no sólo se detengan las reformas neoliberales sino que se plantee revertirlas. Hace unos pocos años resultaba impensable que se violaran los mitos y tabúes del neoliberalismo como está ocurriendo en Venezuela, Bolivia y potencialmente en Ecuador, cuando se cuestiona la autonomía de los Bancos centrales, se nacionalizan sectores productivos estratégicos, se aumenta el gasto público y el gasto social, se fomenta la creación del Banco Sur como alternativa al FMI, el BM y el BID y se desentierra el tema de la reforma agraria.

Por último, el fin de la etapa hegemónica del neoliberalismo queda evidente en la superación relativa del miedo sobre el cual se erigió después de la militarización. Superación relativa que se observa en el atrevimiento y la osadía que caracterizan a episodios en los que la protesta desafió abiertamente a las fuerzas policiales y militares, reforzando la movilización de cara a la represión y a la vista de muertos y heridos en lugar de replegarse como otras muchas veces ocurrió en la historia latinoamericana. Los levantamientos bolivianos, la resistencia al golpe venezolano, el 19 y 20 argentino son ejemplos de esta actitud que recuerda un pasado anterior a la militarización de los años 70, anterior a tantos golpes militares logrados a lo largo del siglo XX latinoamericano sin que se produjeran fenómenos de resistencia masiva. Un símbolo gráfico es el canto «el pueblo no se va» en la ocupación de la Plaza de Mayo después del desalojo del 20 de diciembre de 2000 en Buenos Aires.43 Esto no quiere decir que el recurso del miedo deje de ser un eficaz instrumento de dominación como lo demuestran las recientes experiencias mexicanas de Atenco y Oaxaca, sino que no constituye ya el insuperable puntal de retaguardia y salvaguarda del orden.

Entre épocas

Al terminarse la etapa hegemónica del neoliberalismo, la dominación neoliberal se resiste a morir. Las resistencias al cambio de época se bifurcan entre reacción y revolución pasiva: la reacción violenta que se asoma en el retorno de prácticas represivas focalizadas y la revolución pasiva que asume el rostro de gobiernos que defienden la continuidad mediante correctivos conservadores. Sin embargo el pasaje de época está marcado por la irrupción del antagonismo, por movimientos cuya politicidad y radicalidad 44 es preciso llamar antagonista en la medida en que configuran una forma política y radical del conflicto, en el marco del cual disputan el poder y reconfiguran la dominación quebrando su dimensión hegemónica.

Si bien la forma antagonista de ser movimiento no está generalizada, la simple presencia de experiencias antagonistas marca y determina el escenario y el cambio de época. Al mismo tiempo, existe la posibilidad de que los movimientos antagonistas, después de su irrupción en el centro de la escena, adquieran un carácter periférico, se perpetúen en sentido meramente testimonial, o sean subsumidos en procesos de revolución conservadora. De la misma manera, la existencia de movilizaciones-más amplias que los movimientos-resulta nodal no sólo para sostener el conflicto y con él la existencia misma de los actores antagonistas en su seno, sino que establece sus márgenes de crecimiento y expansión. En el vacío hegemónico, la posibilidad- probabilidad de crisis económicas o políticas se convierte en el potencial escenario de realización del antagonismo como fenómeno que trascienda sus límites estructurales, determine las coyunturas y protagonice procesos de transformación.

Porque si bien los movimientos antagonistas son los protagonistas y los vectores de la ruptura epocal, no forzosamente lo serán de la nueva época. Como escribía Antonio Gramsci, En realidad se puede preveer «cientificamente» solo la lucha, pero no los momentos concretos de ella, que no pueden no ser resultado de fuerzas contrastantes en continuo movimiento, nunca reductibles a cantidades fijas, porque en ellas la cantidad se vuelve continuamente calidad. 45

A la luz de un desenlace incierto, cobra sentido neurálgico la pregunta formulada por el mismo Gramsci en un texto anterior: ¿Cómo soldar el presente al porvenir, satisfaciendo las necesidades urgentes del presente y trabajando útilmente para crear y «anticipar» el porvenir?46 ¿Cómo proyectar el presente hacia el futuro? ¿Cómo prefigurar en las luchas de hoy la sociedad de mañana? Más allá del papel de ruptura que están cumpliendo, la prefiguración y construcción societal constituye el principal desafío de los movimientos antagonistas del presente latinoamericano. Así que, después del cambio de época, su rumbo oscila entre una posible recaída en la subalternidad en el marco de una reconfiguración hegemónica, el antagonismo como conflicto permanente y la emancipación como horizonte de superación tanto de la dominación capitalista como del conflicto y el antagonismo que la caracterizan.

Notas

1 Rafael Correa, «Un verdadero cambio de época en Ecuador,» Memoria, núm. 217 (marzo de 2007): 32.

2 El XXVI Congreso de la Asociación Latinoamericana de Sociología (ALAS), Guadalajara, agosto de 2007, se tituló «Latinoamérica en y desde el Mundo. Sociología y Ciencias Sociales ante el Cambio de Época: Legitimidades en Debate». Modonesi 116

3. Sobre la centralidad y la recurrencia del debate, ver, por ejemplo el significativo título del libro de Emilio De Ípola, coord., El eterno retorno. Acción y sistema en la teoría social contemporánea (Buenos Aires: Biblos, 2004). Para un planteamiento marxista del problema ver Carlos Pereyra, El sujeto de la historia (México: Alianza, 1988), 9-91.

4. Ver Massimo Modonesi, «El bosque y los árboles. Reflexiones sobre el estudio del movimiento socialista y comunista en América Latina» en Elvira Concheiro, Massimo Modonesi y Horacio Crespo, eds. El comunismo: otras miradas desde América Latina (México: CEEICH-UNAM, 2007): 53-67.

5 El derrotismo prosperó incluso como perspectiva académica. Véase, por ejemplo, el marco categorial de Timothy P. Wickham-Crowley, «Ganadores, perdedores y fracasados: hacia una sociología comparativa de los movimientos guerrilleros latinoamericanos» en Susan Eckstein (comp.), Poder y protesta popular. Movimientos sociales latinoamericanos (México: Siglo XXI, 2002), 144-192.

6 Ver esta perspectiva en Inés Izaguirre, Los desaparecidos: recuperación de una identidad expropiada (Tucumán: Centro editor de América Latina, 1994).

7 Omar Núñez Rodríguez, «Progreso regresivo. Problemas civilizatorios y del desarrollo en América Latina», 2007, mimeo.

8 Por ejemplo, incorporando el terrorismo del Estado sin interrumpir el bipartidismo oligárquico en Colombia, ni el sistema de partido hegemónico en México. En este último país sólo en tiempos recientes se empezaron a investigar los acontecimientos de la llamada «guerra sucia», la cual había sido denunciada por organizaciones de defensa de los derechos humanos como el Comité Eureka desde los años 70.

9 Nuñez, op. cit.

10 Utilizando dos categorías de Antonio Gramsci. Ver Quaderni dal Carcere (Roma: Istituto Gramsci, 1975), 957. «… expresarían el hecho histórico de la ausencia de iniciativa popular en el desarrollo de la historia italiana, y el hecho que el ‘progreso’ se realizaría como reacción de las clases dominadas al subversivismo esporádico e inorgánico de las masas populares con ‘restauraciones’ que recogen alguna parte de las exigencias populares, entonces ‘restauraciones progresivas’ o ‘revoluciones-restauraciones'» (trad. MM).

11 Álvaro García Linera (coord.), Sociología de los movimientos sociales en Bolivia (La Paz: Diakonia-Oxfam, 2005), 13.

12 Ver las coordenadas de este enfoque teórico en Massimo Modonesi, «Autonomía, antagonismo, subalternidad. Notas para una aproximación teórica» en Claudio Albertani, Guiomar Rovira y Massimo Modonesi, La autonomía posible. Emancipación y reinvención de la política (México: UACM, en prensa).

13 En sus dos acepciones, inicia una explosión, un estallido, pero también llama la atención, causa asombro y admiración.

14 Algunos pasajes de la Declaración de Quito de 1990 muestran claramente la tendencia hacia la politización del movimiento indígena latinoamericano: «Los pueblos indígenas estamos convencidos de que la autodeterminación y el régimen de autonomía plena solo podemos lograrlo previa destrucción del actual sistema capitalista y la anulación de toda forma de opresión sociocultural y explotación económica. Nuestra lucha está orientada a lograr ese objetivo que es la construcción de una nueva sociedad plural, democrática, basada en el poder popular.» (…) La lucha de nuestros pueblos debe de estar enmarcada en un proyecto político propio que nos posibilite una lucha organizada y contribuya a la transformación de la sociedad dominante y la construcción de un poder alternativo» (…) Dado que los pueblos indios además de nuestros problemas específicos tenemos problemas en común con otras clases y sectores populares, tales como la pobreza, la marginación, la discriminación, la opresión y la explotación, todo ello producto del dominio neocolonial del imperialismo y de las clases dominantes de cada país, son absolutamente necesarias e impostergables con otros sectores populares. Sin embargo estas alianzas deben, al mismo tiempo, fortalecer y afirmar la propia identidad de los pueblos indios. Las alianzas deben realizarse en un marco de igualdad y respeto mutuo.» Citados en Araceli Burguete, «Cumbres indígenas en América Latina. Cambios y continuidades en una tradición política» en Memoria, núm. 219, México, mayo de 2007.

15 Ver sobre estos casos, Sue Brandford y Jan Rocha, Rompendo a cerca. A história do MST (Sao Paulo: Casa Amarela, 2004); Guillermo Almeyra, La protesta social en la Argentina (1990-2004) (Buenos Aires: Ediciones Continente, 2004); Maristella Svampa, La sociedad excluyente. La Argentina bajo el signo del neoliberalismo (Buenos Aires: Taurus, 2005); García Linera (coord.), op. cit.

16 Esta relación incipiente y posteriormente abortada por el reflujo del movimiento altermundista puede encontrarse en José Seoane y Emilio Taddei (comps.), Resistencias mundiales. De Seattle a Porto Alegre, (Buenos Aires: CLACSO, 2001).

17 Ver Margarita López Maya (ed.), Lucha popular, democracia, neoliberalismo: protesta popular en América Latina en los años del ajuste (Caracas: Nueva Sociedad, 1999).

18 Jacques Rancière, Política, policía, democracia (Santiago de Chile: LOM, 2006), 78.

19 «Las relaciones peligrosas» advertidas por Maristella Svampa y Sebastián Pereyra, Entre la ruta y el barrio. La experiencia de las organizaciones piqueteros (Buenos Aires: Biblos, 2003).

20 Ana María Larrea, «Encuentros y desencuentros: la compleja relación entre el gobierno y los movimientos sociales en Ecuador», OSAL, núm. 21, CLACSO (2007): 258.

21 Ver los análisis de los integrantes del grupo Comuna, en particular Pablo Mamani, Raúl Prada, Luis Tapia, Félix Patzi-y Alvaro García Linera.

22 Pablo Stefanoni, El nacionalismo índigena como identidad política: La emergencia del MAS-IPSP (1995-2003). Informe final del concurso: Movimientos sociales y nuevos conflictos en América Latina y el Caribe. Programa Regional de Becas CLACSO, 2002.

23 Álvaro García Linera, «¿Cómo salir del neoliberalismo?,» Memoria, núm. 214, México, diciembre de 2006.

24 Luis Tapia, «Las temporalidades de la política post electoral», OSAL, núm. 21, CLACSO (2007): 250, 251 y 252.

25 Antonio Negri y Giuseppe Cocco, Global. Biopoder y luchas en una América Latina globalizada (Buenos Aires: Paidós, 2006), 28.

26 Ibid, 225.

27 James Petras y Henry Veltmeyer, Movimientos sociales y poder estatal. Argentina, Brasil, Bolivia, Ecuador (México: Lumen, 2005), 260 y 253.

28 Raúl Zibechi, Dispersar el poder. Los movimientos como poderes antiestatales (Buenos Aires: Tinta limón, 2006), 133.

29 Ibid., 129.

30 Sobre las aristas del debate autonomista ver Mabel Thwaites Rey, La autonomía como búsqueda, el Estado como contradicción (Buenos Aires: Prometeo, 2004), 9-84.

31 Daniel Campione y Beatriz Rajland, «Piqueteros y trabajadores ocupados en la Argentina de 2001 en adelante. Novedades y continuidades en su participación y organización en los conflictos» en Gerardo Caetano (coord.), Sujetos sociales y nuevas formas de protesta en la historia reciente de América Latina, (Buenos Aires: CLACSO, 2006), 300.

32 Juan Torres, «Las piezas del puzzle venezolano,» Memoria, núm. 215, enero de 2007.

Crisis hegemónica y movimientos antagonistas.

33 Edgardo Lander, «Los retos actuales del proceso de cambio en Venezuela» en Julio Gambina y Jaime Estay, ¿Hacia dónde va el sistema mundial? (Buenos Aires: CLACSO, 2007): 33-41.

34 Ver y confrontar con los documentos y prácticas internas los «Compromisos por la justicia, CARTA DEL 5º CONGRESO NACIONAL DEL MST», mimeo, 16 de junio de 2007.

35 Karl Marx, Prólogo a la Contribución a la Crítica de la Economía Política, 1859.

36 Una parte de la veta teórica del debate puede encontrarse en los textos incluidos en John Holloway, Contra y más allá del capital (Buenos Aires: Herramienta, 2006).

37 En particular sorprende que el vicepresidente de Bolivia, electo por una organización que reclama el socialismo, caracterice al movimiento con una fórmula caudillesca adjetivada en términos populistas. Ver Álvaro García Linera, «El evismo, lo nacional popular en acción,» OSAL, núm. 19, CLACSO, Buenos Aires, enero-abril de 2006, 1-8.

38 Svampa, La sociedad excluyente, 196 y 279.

39 Raúl Prada, «El entramado social de la comunidad en la Bolivia de Evo Morales» en América Latina (Santiago de Chile: ARCIS, 2006), 74-136.

40 Ver, para la forma insurreccional, por ejemplo, el relato de Luis A.Gómez, El Alto de pie. Una insurrección aymara en Bolivia (La Paz: Comuna, 2004) o el análisis de las «puebladas» argentinas en Svampa y Pereyra, Entre la ruta y el barrio. Sobre ocupación de espacios productivos destaca la experiencia brasileña del MST y la argentina de las fábricas recuperadas. Ver Susana Neuhaus y Hugo Calello, Hegemonía y emancipación. Fábricas recuperadas, movimientos sociales y poder bolivariano (Buenos Aires: Herramienta, 2006).

41 José Seoane, Emilio Taddei y Clara Algranati, «Las nuevas configuraciones de los movimientos populares en América Latina» en Atilio A Boron y Gladys Lechini, Política y movimientos sociales en un mundo hegemónico. Lecciones desde África, Asia y América Latina (Buenos Aires: CLACSO, 2006), 240-241.

42 Ver un uso del paradigma de la protesta en Susan Eckstein (comp.), Poder y protesta popular. Movimientos sociales latinoamericanos (México: Siglo XXI, 2002).

43 Véase el documental de Fernando «Pino» Solanas, Memorias del saqueo, Cinesur, Argentina, 2004.

44 Hernán Ouviña, «Zapatistas, piqueteros y sin tierra. Nuevas radicalidades políticas en América Latina,» Cuadernos del Sur, núm. 37, (mayo de 2004): 103-127.

45 Antonio, Gramsci, Quaderni dal carcere (Roma: Istituto Gramsci, 1975), Il concetto di «scienza». 1403.

46 Antonio Gramsci, «Democrazia operaia,» L’Ordine Nuovo, 21 de junio de 1919.

Tomado de Revista Contra corriente. Universidad Autónoma de la Ciudad de México y Universidad Nacional Autónoma de México Vol. 5, No. 2, Winter 2008, 115-140