El debate entre esos dos gremios comenzó como una crítica por parte de los críticos que acusaban a los reseñistas de practicar el intrusismo. Si bien en un principio Moreno se posicionó del lado de los críticos -«la figura del crítico me resultaba más apasionante y más autónoma que la del reseñista, a la que […]
El debate entre esos dos gremios comenzó como una crítica por parte de los críticos que acusaban a los reseñistas de practicar el intrusismo. Si bien en un principio Moreno se posicionó del lado de los críticos -«la figura del crítico me resultaba más apasionante y más autónoma que la del reseñista, a la que reducía a palafrenero de la publicidad»-, pronto concluyó que las diferencias eran mínimas y que tanto críticos como reseñistas habían degenerado en algo muy similar y a la vez distinto a lo que tradicionalmente había sido la crítica literaria. Comparando diferentes textos, Moreno llega a la conclusión de que unos y otros adolecen de los mismos vicios y errores: un lenguaje ramplón, la utilización de adjetivos sin ton ni son, un falso cosmopolitismo, una afición desproporcionada por la hipérbole y la manía de impartir clases magistrales sobre temas ajenos a la literatura y sobre los que, en principio, ellos no son ni mucho menos expertos. Los ejemplos que ofrece Moreno muestran una pedantería que por sí misma debería hacerles reflexionar.
Me preguntaba qué diferencia podría existir entre reseñistas y críticos. En el origen de mi preocupación estaba presente la queja corporativista de los críticos, quienes, viejos en el oficio, reprochaban a los intrusos ser más reseñistas que críticos. En principio, la inculpación me pareció oportuna, ya que entre ambos conceptos intuía que existían diferencias, incluso incompatibilidades. Si no, ¿cómo podríamos distinguir a un Conte o García Posada de un Steiner?
A priori, ni qué decir tiene que la figura del crítico me resultaba más apasionante y más autónoma que la del reseñista, a la que reducía a palafrenero de la publicidad. El hecho de que nadie firmara en periódicos y revistas como «reseñista literario» contaba, también, a favor del crítico.
Sin embargo, y a pesar de mis prejuicios a favor del crítico, acabé doblegando la cerviz. El trabajo comparativo me deparó que la diferencia entre reseñistas y críticos, antaño notable y manifiesta, en la actualidad no existía. La evolución formal de ambos degustadores de lo literario había llegado, por diferentes caminos de degeneración, al mismo método de aproximación a la literatura y, peor aún, de comunicación al lector.
Se podría asegurar que, desde hace más de dos décadas, tanto el crítico como el reseñista utilizan el mismo lenguaje chatarrero y ramplón. Ni unos ni otros son mediadores cordiales de la obra -como diría Eliot- y, menos aún, del autor, a quien, por regla particular, destrozan con adjetivación inútil, infinidad de lugares comunes, exageraciones excluyentes, reduccionismos inconscientes y metáforas más que oxidadas, herrumbrosas.
Hoy, entre reseñistas y críticos no hay fronteras. Ni de lenguaje ni de argumentación. El hecho de que la palabra reseña haya suplantado a la de crítica puede servir como alarma del nivel en que se encuentra el pensamiento literario.
Un elemento en que ambos sujetos se funden confundiendo su método y su retórica es la utilización del adjetivo. Un mismo adjetivo vale tanto para calificar a un mormón como a un talibán, a un Pérez Reverte como a un Nabokov. Si a la nula utilización selectiva del adjetivo se le añaden ciertas cuñas publicitarias -«Con su novela anterior se pudo apreciar la talla del escritor»; «pluma agudísima»; «retrato de forma magistral»-, el cuadro del estereotipo está más que servido.
Ambos estilistas de la desfachatez participan de la frase hecha que confunden con originalidad, si no, no es posible caer una y otra vez en idéntica tentación. Degustemos: «Desnuda las lacras de la sociedad con pluma acerada»; «tiene la facultad, sin pretender análisis social, de trazar el retrato vivo de un personaje, un lugar y un tiempo»; «descubre algunos hirientes e inéditos ángulos de la realidad»; «saca a escena lo más procaz y escatológico de la existencia»; «el libro ofrece una idea bastante cercana de la vida de los que ahora son cuarentones y fueron quinceañeros hace algún tiempo»; «Todo se somete al lenguaje y a la estructura, suma representación de la omnipotencia del autor».
También comparten el toque cosmopolita que los lleva a comparar la obra comentada con lo que haga falta. Si nos dicen que una novela es «comparable por su apasionamiento abrasador a las obras de los clásicos rusos», ¿por qué no hemos de creer que se parece a Gogol, a Pushkin, a Dostoievski, a Tolstoi, a Chejov, a Lermontov, y así sucesivamente? Y si nos dicen que otra responde «a las ansias de escribir de su autor, que toma el estilo directo, despojado de prejuicios y brillante de los mejores escritores anglosajones de nuestro tiempo», no solamente creeremos en sus palabras, sino que les agradeceremos enormemente la selecta información que nos deparan. Eso, sí, nos quedaremos sin saber a qué escritores anglosajones se refiere. Una pena.
Al mismo nivel de estupro situaría su afición a la hipérbole. Sólo una cabeza hueca puede decir de un escritor que «sondea todos los vicios del género histórico». ¿Todos? Y ármese de paciencia el lector, porque jamás se dignarán señalar siquiera uno de esos vicios.
Otra nociva actitud que comparten es chulear las novelas como pretexto para impartir lecciones de sociología, de política, de sexualidad; en definitiva, para dar su opinión sobre todo y de todo, excepto de lo que supuestamente saben, de literatura. Este proverbial vicio no lo evita Conte, crítico entre los críticos, ni Juristo, sutil reseñador entre los reseñadores. Al contrario, a ambos les gusta bañarse en dicha charca una y otra vez. Y así leeremos: «Tal vez la radical actualidad de esta novela se deba a que su autor hace frente de forma magistral a los misterios y angustias que la inane `posmodernidad’ evita con pavor para ganarse el cielo en la tierra, tan creyente ella».
Mientras que ciertos sociólogos se dedican durante años a estudiar los conceptos de modernidad y posmodernidad, viene un crítico-reseñador y, en un santiamén, reduce sus misterios y angustias a un adjetivo: inane.
Dicen algunos críticos y reseñadores que «en literatura como en la vida, la repetición no aboca más que al fracaso (…) que suele desembocar en la impotencia y en la estulticia».
Si es así, parece hasta mentira que no hagan un alto en el camino, vuelvan a leer lo que han escrito en estos dos últimos años y comiencen a ver en su propia mirada la viga esa de la impotencia y de la estolidez. Si, como decía Giorgio Manganelli, «la primera lectura suele ser como un enamoramiento, de ahí que no se entere uno de nada», ¿para cuándo una revisión crítica de lo que los propios críticos y reseñadores han escrito durante esta última década?
Seguro que leyéndose atentamente acabarían descubriendo que para llegar a la fuente hay que nadar a contracorriente… del lugar común, del estereotipo y de la frase hecha. Y que nada como leerse a sí mismo para darse un baño de humildad.
http://www.gara.net/paperezkoa/20090417/132532/es/Criticos-o-resenistas-Da-mismo