R esulta difícil o más bien imposible para mí dar una cuenta precisa del universo que estructura al pueblo mapuche (como el de cada uno de los pueblos originarios) porque su cosmovisión obedece a una historia que tiene una densidad propia, imposible de ser reducida a los paradigmas -digamos- chilenos. Una especificidad que hoy mismo […]
R esulta difícil o más bien imposible para mí dar una cuenta precisa del universo que estructura al pueblo mapuche (como el de cada uno de los pueblos originarios) porque su cosmovisión obedece a una historia que tiene una densidad propia, imposible de ser reducida a los paradigmas -digamos- chilenos. Una especificidad que hoy mismo se repiensa y se repiensa porque los propios especialistas mapuche se han volcado a establecer, en las últimas décadas, nuevas pautas de interpretación a su propia historia. Pautas que modifican las lecturas provenientes de la academia nacional. De hecho (sólo para indicar un cambio microscópico) ya no se habla de «mapuches» (para nombrar el plural) sino de «mapuche» siguiendo la organización de la lengua mapudungun.
Pero sí es posible referirse a los dramáticos efectos contemporáneos de la dominación que el Estado y los poderes fácticos han ejercido, material y simbólicamente, sobre los distintos pueblos originarios. Y se puede comprobar cómo se han seguido inoculando terribles prejuicios en la población chilena que se han traducido en marginaciones, cuando no escarnio en torno a sus costumbres y figuras. De hecho, el pilar que estructura al mundo occidental es el binarismo (alto/bajo, blanco/negro, bueno/malo, por ejemplo) donde uno de los polos se pone sobre el otro y así se produce una inevitable jerarquización que se legitima amparada en la síntesis: superior/inferior.
Esa misma síntesis, fundada en la segregación, organiza a los imaginarios sociales que reproducen, de esa manera, no sólo controles y estructuras de dominación sino también colaboran con los poderes conservadores. Unos poderes que se sostienen, en parte, gracias a las marginaciones, algunas veces ejercidas por los propios marginados, hacia sectores sociales que les resultan ininteligibles, amenazantes o problemáticos. l pueblo mapuche, ante la incomprensión que provoca su cultura, ha formado parte, en los imaginarios chilenos, del polo signado por la inferioridad. Su devenir ha estado marcado por el riesgo de la inexistencia cultural, una inexistencia cursada a través de la omisión y del paternalismo, heredado del modelo de la hacienda, pero también por los intentos de asimilación (fundamentalmente proveniente por los pensamientos de centro y de izquierda). En cada uno de los casos, las diversas actitudes redundan en un evidente proceso de marginalización de todas sus experiencias sociales.
Sin embargo, la implementación voraz del hípercapitalismo ha re-puesto a nivel global la prolongada (y épica) resistencia de los pueblos originarios frente a las ocupaciones territoriales, en la medida que la expansión del capital se sustenta en la depredación ambiental y necesita de la expropiación de los territorios asignados a las diferentes comunidades. Y en este nuevo y poderoso embate contra los pueblos originarios -para removerlos una vez más de sus tierras- el pueblo mapuche no ha cesado de protestar y protegerse ante esta nueva forma de invasión masiva, ahora por parte de las grandes empresas privadas nacionales y trasnacionales. Una invasión implacable que se funda en la exaltación de la compra o en el desalojo (con la complicidad del Estado chileno) de sus tierras para establecer allí mega industrias que ya han producido daños irrecuperables tanto para la salud de los habitantes como también la destrucción irreversible de la flora y de la fauna.
No resulta majadero insistir en que fue el Estado chileno y no la corona española quien consolidó el control territorial sobre el pueblo mapuche. Lo hizo mediante el terrible y destructivo proceso conocido como «La pacificación de la Araucanía», realizado recién en la segunda mitad del siglo XIX. Hay que recordar -siempre y con toda claridad- que fue el Estado chileno el que despojó a este pueblo de sus tierras e instauró el concepto (elocuente) de «Reducciones» para establecer, con ese término, las nuevas y estrechas fronteras que iban a contener (y a dominar) a todo un pueblo. Ese mismo pueblo que había combatido (e impedido) por siglos (con una perseverancia alucinante) una de las invasiones más sangrientas y letales de la historia de la humanidad, como fue la que realizó el imperio español en contra de los pueblos originarios. La República chilena entonces fue la responsable -a fines del siglo XIX- de apoderarse de los territorios sureños para satisfacer así la expansión del latifundio que se erigió sobre las posesiones ancestrales del pueblo mapuche, quiero decir un latifundio cursado literalmente encima de sus tierras.
Hoy, en los albores del siglo XXI, el escenario del latifundio en los territorios ancestrales mapuches ha cedido paso a las industrias, fundamentalmente mineras, energéticas y forestales. Aunque el pueblo mapuche está marcado por su pertenencia a las geografías sureñas y pese a que comparte sus ritos y demandas por tierras, como todo pueblo está fragmentado y hasta dividido. Estas divisiones se alojan en la diversidad de convicciones y posiciones de sus líderes, pero también deben ser leídas como los útiles procesos de separación, estimulados por los poderes estatales, políticos y económicos, para favorecer así los designios de las elites dominantes. No puede existir, en el contexto que vive hoy este pueblo, más que una tensión permanente entre las empresas, el Estado chileno y el conjunto del pueblo mapuche. Existe allí un nudo (ciego) que sólo una política avanzada de restitución, realizada con los dirigentes de las comunidades, podría aminorar pero, a la vez, es precisamente el territorio pleno de recursos naturales, lo que augura que los conflictos no van a cesar, al revés, la expansión tecnológica e industrial en la zona presagia más y más rebeldía y más y más castigos para los líderes.
La cárcel de Lebu
No resulta simple ingresar a una cárcel para realizar una única visita, la misma que hicimos un pequeño grupo de personas a la prisión de Lebu. En parte porque la libertad (al menos de desplazamiento) adquiere una alta resonancia, porque el visitante (yo misma) se va, sale de allí, y en ese sentido su salida (la mía) profundiza la reclusión del otro, de los otros. Los comuneros presos reclaman para sí el estatuto de presos políticos. Pero, más allá del reconocimiento oficial (que desde luego no se les ha asignado), son presos políticos. Así lo entienden (vagamente) las autoridades en general y particularmente los gendarmes que los custodian, quienes mantienen un protocolo especial de atención hacia ellos: deferencia o quizás cautela, no sé.
Héctor Llaitul, uno de los líderes de la CAM (Coordinadora de comunidades en conflicto Arauco-Malleco formada en 1998), piensa que habría que contar con una cárcel especial para los comuneros presos, un espacio de reclusión singular que, desde el reconocimiento de la especificidad mapuche, permitiera implementar, en el interior de la prisión, sus prácticas culturales. Se refiere especialmente al acceso a la tierra, para incorporar en la reclusión la cultura que los define, para cursar desde dentro sus identidades. De hecho, en la cárcel de El Manzano, en la ciudad de Concepción donde estaban encarcelados antes, consiguieron el acceso a una porción de tierra y allí plantaron dos canelos (el árbol sagrado de los mapuche) que luego del traslado a Lebu fueron destruidos por los gendarmes. La joven y vivaz compañera de uno de los comuneros presos, me dijo, dos días después de la visita, que los gendarmes que habían sacado los canelos iban a experimentar terribles padecimientos por haber profanado el universo sagrado mapuche.
Una cárcel mapuche porque las detenciones van a seguir, así lo piensa Héctor Llaitul, no sólo porque el Estado chileno cuenta con la más alta tasa de presos políticos pertenecientes a pueblos originarios, sino porque la movilización por la recuperación de tierras no tiene retorno. Pero Héctor Llaitul también piensa que la prisión a la que son sometidos y las condenas que piden los fiscales mediante el doble juicio de cortes civiles y militares -más de un siglo de cárcel para Llaitul- representan una forma de amedrentamiento a todas las comunidades mapuche, para impedir que más comuneros se sumen al proyecto de restitución.
Piensa también Héctor Llaitul que el Estado chileno está enteramente coludido con las empresas y, en ese sentido, la ley antiterrorista es nada más que un simulacro de criminalidad que se ejerce contra ellos para encubrir la ávida expansión capitalista que se ha dejado caer sobre sus tierras. Héctor Llaitul piensa que la ley antiterrorista en realidad fue aplicada sólo con la finalidad de contener al pueblo mapuche y su puesta en marcha, en otros casos (anarquistas, okupas) es sólo una mera retórica. La ley antiterrorista, insiste Llaitul, está concebida en contra del pueblo mapuche y está allí para permitir los avances de los intereses financieros que se parapetan tras esa ley. Héctor Llaitul piensa -para decirlo de alguna manera- «territorialmente», en ese sentido, los mapuche que viven en Santiago, según él, deberían volver a sus tierras porque sólo allí se despliega la identidad. Él piensa que la migración hacia Santiago es un exilio que debe terminar. Héctor Llaitul ve la causa que encabeza, ligada enteramente a prácticas de salvataje medioambiental, dice que nadie mejor que ellos representarían esa postura en la medida que la relación con el cuidado de la naturaleza es parte constitutiva del ser mapuche.
Héctor Llaitul define su movimiento (CAM) como una práctica política de recuperación de tierras que se realiza fuera del Estado, su postura, dice, es anticapitalista porque el capitalismo atenta contra la cultura integral del pueblo mapuche. Mientras Héctor Llaitul habla, su hijo menor va y viene, las guaguas pasan de brazo en brazo. Un joven comunero se comunica con su hija de meses. La vocera del movimiento, Natividad Llanquileo, despliega su extraordinario carisma. En Natividad Llanquileo, la inteligente y perspicaz joven, se puede advertir el tiempo de una dirigencia activa que va a marcar todo su porvenir. Dos días después veré a Natividad hablando en mapudungun con su madre. Me presentará a su mamá quien me hablará en mapudungun. No entenderé sus palabras. Los familiares de los presos dicen que los carabineros y los detectives estudian mapudungun para espiarlos, que muchos de ellos están aprendiendo la lengua, dicen que asisten a clases en la Universidad.
Los familiares tienen dificultad para visitar a los presos, el dinero no les alcanza para el transporte, es difícil, dicen. Están completamente concentrados en los pormenores del juicio, hablan de montajes, recalcan la prisión preventiva nada menos que de un año y ocho meses, se refieren a las torturas, abominan de los testigos protegidos, se quejan por la suma de incoherencias jurídicas y se ríen también de algunas de las tesis que sustentan los policías, les causa risa la cantidad de errores que cometen.
El juicio en Cañete
Comparece como testigo de la fiscalía un miembro de la Policía de investigaciones, PDI. El primer día. Es el primer día que asisto al juicio en la ciudad de Cañete. El testigo, un joven fornido policía, ha sido uno de los encargados de interpretar las llamadas entre los comuneros y el comprador de madera para configurar el delito de robo. Dice que forma parte de un equipo de trabajo, ese equipo que ha grabado y grabado un porcentaje inaudito de llamadas telefónicas. Cuando lo interrogan los defensores de los comuneros, no consigue esconder su molestia. Por su parte, los fiscales interrumpen con tecnicismos cada una de las preguntas de la defensa, sin cesar. Una interrupción y otra.
«Qué tenís que hacer mañana tú», se escucha en una grabación entre el supuesto cargador de madera y el supuesto comprador. En todas las conversaciones que se exhiben durante esas horas, nunca se habla de manera directa (quiero decir, clarito como el agua), son hablas fragmentarias, que no incriminan. Me parece que el análisis es completamente conjetural cuando el detective explica los alcances de la conversación. Yo no soy una especialista, pero sí pienso que aunque se hubiese robado madera, las conversaciones grabadas no prueban en ningún punto el robo, porque las interpretaciones del detective poco o nada tienen que ver con el contenido material de las conversaciones.
Los abogados defensores trabajan prácticamente gratis, vienen de Concepción a colaborar en este largo juicio, viven en Cañete la mayor parte de la semana. El defensor público demuestra, con sus intervenciones, un alto grado de preparación. Lo hace bien, pienso. Llegan Lonkos y llegan guaguas con sus jóvenes madres y se ubican en el espacio asignado. Cuando ven a las guaguas, los comuneros que están dentro de una oficina vidriada cambian completamente su actitud (en general distante) y le hacen señas a las guaguas con afecto. Después vuelven a su condición. Los dos días del juicio (los dos días a los que asisto con una credencial que me otorga The Clinic) me provocan alarma, en parte porque las intervenciones de teléfonos son impactantes. Incluso está intervenido el teléfono de una niña de trece años. No dejo de pensar cuántos teléfonos están intervenidos en el país, cuántos.
Los detectives que comparecen pertenecen a los servicios de inteligencia, han espiado a los comuneros. Materialmente los espiaron. También analizan datos. Las comunidades han sido allanadas con una violencia inusitada, malvada, cuentan los familiares. Se llevan todo, dicen. Los habitantes de las comunidades están asustados. En una de las grabaciones telefónicas se escucha claramente ¿a Llaitul? decir: «están entrando a las comunidades». El detective declara que vio a un grupo de comuneros encapuchados y armados vigilando la sustracción de madera, le pregunta el fiscal que quiénes serían esas personas, el detective contesta: «todos los que están acá», más adelante se retracta y dice: «algunos de los que están acá». Me pregunto cómo los reconoció a través de la capucha. Pero es un detalle, pienso, no vale la pena pensar, pienso. En los recesos, los familiares y concurrentes conversan, Natividad Llanquileo revisa insistentemente su celular (debe estar intervenido, pienso), dice que viajará a Santiago. Más tarde la veo brevemente en la casa de una querida amiga mía donde tomamos once. Se va a Santiago, Natividad, para participar en una reunión con el flamante Arzobispo Ezzati. Los familiares, los abogados dicen que los comuneros se sienten abandonados, ausentes de toda atención de la opinión pública, dicen que después de la prolongada huelga de hambre se produjo un vacío. Hablan de soledad.
Los abogados, los familiares, especulan que el juicio deberá resolverse los últimos días de enero, que a finales de enero, después de los alegatos, los jueces van a fallar. Los familiares y un activista francés que ha presenciado todo el juicio piensan que van a condenar a Llaitul y a uno de los hermanos Llanquileo, que ese es el objetivo mayor del juicio. Lo que consideran más aberrante y angustioso es que han sido juzgados bajo una doble condición: justicia militar y justicia civil, simultáneamente, condición de la ley antiterrorista, con muchos testigos encapuchados y, pese a que la ley, después de la prolongada huelga de hambre que mantuvieron, fue recaratulada y se les juzgaría sólo bajo los presupuestos de la justicia civil, para ellos, el juicio que va a alcanzar un dictamen en unos días conservó la estructura de la ley antiterrorista y, por lo tanto, está viciado. (Jurídicamente la figura es más compleja, pero aquí establezco sólo una aproximación). Las acusaciones que rondan a los comuneros son múltiples: asociación ilícita, ataques a carabineros, ataque a un fiscal, porte ilegal de armas, robo de madera, entre otros cargos.
Mientras escribo estas notas pienso que cuando se publiquen, posiblemente ya habrá salido la resolución de los jueces y no puedo dejar de recordar, ahora mismo, que cuando estaba sentada, tras la sala vidriada, en un espacio adyacente, oyendo las escuchas y, mientras oía a los detectives hablar de la madera, de la madera, de la madera que le habría sido robada a la gran empresa forestal, me dieron ganas de pararme de mi asiento. Sí, me hubiese gustado quebrar el protocolo, entrar a la sala, acercarme al presidente del tribunal y de manera tranquila, pero segura, recordarle el famoso (y sabio) refrán que dice: «el que le roba a un ladrón tiene cien años de perdón». Por supuesto se trató de una imagen. Poderosa. Sincera. Volvimos a Santiago.