Oscar Efrén y Deissy son dos hermanitos campesinos de seis y cinco años. Rubios, de ojos verdes, la niña lleva siempre trencitas doradas. Cuando el bus de los docentes de Bogotá recorre el camino al colegio campestre Jaime Garzón, una de las cuatro sedes de la Escuela Artística Itinerante del Páramo de Sumapaz, ellos son […]
Oscar Efrén y Deissy son dos hermanitos campesinos de seis y cinco años. Rubios, de ojos verdes, la niña lleva siempre trencitas doradas. Cuando el bus de los docentes de Bogotá recorre el camino al colegio campestre Jaime Garzón, una de las cuatro sedes de la Escuela Artística Itinerante del Páramo de Sumapaz, ellos son los primeros en ser recogidos. Cuando el bus de la magia, el color y la música pasa el retén del ejército donde sus ocupantes son de nuevo (¡otra vez!) identificados, requisados, interrogados y mirados con sospecha, unos cientos de metros adelante, vereda Santa Rosa del corregimiento de Nazareth, como esos conejos silvestres que se ven a lo largo del recorrido y parecieran brotar de la nada, de detrás de una pequeña casa aparecen los dos pequeños. La alegría es el elemento más notable en los niños que abordan el bus. Oscar Efrén lleva de la mano a su hermanita mucho más pequeña a pesar de sólo llevarle un año, y con delicadeza la ayuda a subir. Contrasta su entusiasmo con el frío que los hace tiritar. Pero esto parece no importarles y sólo es significativo para los profesores que los recibimos. Ellos, como la cosa más natural, apenas se sientan al lado de uno de nosotros se nos «arrunchan» y meten las manitas en las mangas de nuestro saco. Es un gesto en verdad muy bello.
Oscar Efrén se inscribió en literatura, y es sorprendente su aptitud para ella. Todo lo comprende y lo memoriza rápido. Desde crear una historia a partir de cualquier tema -sobre todo los de su cotidianidad- hasta memorizar los poemas que lee el profesor a lo sumo tres veces, pasando por hacer el resumen del texto leído. Un día resultó recitándonos el poema del Niño Bolívar que no conocíamos, y otro, en el viaje de regreso nos repitió «Cultivo una rosa blanca en junio como en enero, para el amigo sincero que me da su mano franca…» de Martí que el profesor había escrito en el tablero.
Deissy, muy pequeñita, parece una muñeca de esas que hacen los artesanos tan nuestras y naturales, no como las de mentiras que nos impone la gran industria. Se inscribió en Teatro y lo primero que hace al subirse al bus es darme un beso, entregarme una manzana o una pera que saca de su pequeño morral y preguntarme por la profe Lorena. Se sienta a mi lado y va tarareando un estribillo para el ensayo: «Quién es esa gente que pasa por aquí que de día ni de noche nos dejan dormir…». Y así va imaginando ese gran escenario de telones negros y vestuarios exóticos que se mezclan con los personajes construidos desde su imaginario rural, y es cuando aparecen los frailejones, los conejos, los patos salvajes. Deissy fantasea y sueña cuando sea una gran actriz, cantar, hacer diferentes voces y tener en el cuerpo la magia de su profe Lorena Díaz. Su hermanito está pendiente de ella y se preocupa de que a la hora del refrigerio no le falte el suyo. Un día llegó ardida de fiebre y cuando preguntamos por qué había ido en ese estado, su madre nos dio la repuesta: no durmió esa noche de lo enferma que estaba, pero a cada rato insistía que la despertara para ir a la Escuela de Educación Artística, que no permitiera que la dejara el bus. Así que llegada la hora, lo que para cualquiera habría sido un sacrificio, fue para ella una alegría. En el curso del día se mejoró.
Sin embargo no todo es alegría en el bucólico páramo del Sumapaz, la localidad rural que pertenece a la populosa Bogotá: la hostigante y agresiva presencia del ejército que copa cada espacio del páramo y mira a cada uno de sus habitantes como su enemigo, ha hecho mella en los niños. Y no podía ser de otra manera. Aún tienen fresca en la memoria los tres jóvenes campesinos y deportistas, los hermanos Javier y Wilder Cubillos Torres y su amigo Heriberto Delgado Morales, capturados por el ejército cuando arriaban un ganado en la cuenca del río Nevado, y cuyos cuerpos torturados fueron dejados varios días después en la morgue del vecino municipio de Fusagasugá con el reporte de «guerrilleros dados de baja en combate».
Por eso la niña canta y repite con un dejo de tristeza el bello estribillo de la ronda infantil «Quién es esa gente que pasa por aquí que de día ni de noche nos deja dormir», porque la crudeza del mundo que a tan tierna edad se le impone, ya la asoció y sin que hiciera nada para ello, con la despótica presencia militar que se instala en las noches en el alar de su humilde casa, y le fastidian el sueño y la tranquilidad con sus gritos, sus palabras malsonantes, sus voces amenazadoras. La niña no entiende el por qué de ello, cómo va a sospechar que la riqueza sobre la que está asentada, el nacimiento de aguas más rico de Suramérica, es desgracia para los habitantes según impone el nuevo orden del mundo, y manda expulsarlos porque son estorbo para la rentabilidad que un reservorio tal puede producir al capital. Y que por eso, hay tres soldados por cada habitante del Sumapaz. ¿Pero, cómo explicarle eso a una niña de cinco años?
Es esa historia de los tres jóvenes del Sumapaz que a los niños de allí les marcó el alma, una parte apenas de la más brutal, la de miles de campesinos y jóvenes pobres o marginales de las ciudades, reclutados por patrullas del ejército y asesinados en los campos del país para dar reportes de victoria, de «estar ganando la guerra contra el terrorismo». Y de paso, obtener beneficios de sus superiores que patrocinaban esas conductas sabidas crímenes, porque a su vez se lucían ante los suyos, quienes también «sacaban pecho» ante el gobierno nacional que los exaltaba y condecoraba por sus «éxitos miliares». Es la ominosa figura hecha célebre en Colombia con el nombre de » falsos positivos», verdad reconocida contra su voluntad por el presidente que dio lugar a ella Alvaro Uribe Vélez cuando se tornó inocultable, generando un escándalo sin precedentes zanjado con la llamada a calificar servicios a doce generales del ejército. Escándalo fariseo porque la institución militar jamás reconoció pecado en ello ni repudió a los responsables; antes bien, los protegió con su espíritu de cuerpo y justificó aún a los condenados por hechos atroces. No en balde ha pervivido el fenómeno en todo el país y en el mismo Sumapaz. Porque allí después vinieron los muy queridos por todos Víctor Manuel Hilarión Palacios y Milton Mora Wilches.
Pero está bueno ya de tristezas. Porque esta era una historia de armonías, no de quebrantos. De inocencias, no de impiedades.
(*) Luz Marina López Espinosa es integrante de la Alianza de Medios por la Paz.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.