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¿Cuándo dejarán de matar a Federico?

Fuentes: La Jiribilla

Federico muere en cada niño muerto de hambre o enfermedad curable en el Tercer Mundo y aún dentro de ese mundo que derrocha lujos y asiste impávido a los destrozos de la pandemia del VIH en África. Federico recibe un nuevo disparo letal por cada hombre y mujer dejados a la mala de Dios por […]

Federico muere en cada niño muerto de hambre o enfermedad curable en el Tercer Mundo y aún dentro de ese mundo que derrocha lujos y asiste impávido a los destrozos de la pandemia del VIH en África. Federico recibe un nuevo disparo letal por cada hombre y mujer dejados a la mala de Dios por quienes únicamente entienden el lenguaje de la especulación financiera y la música de las ganancias de los bancos y las corporaciones. Que no se nos pierda la memoria podría ser un buen homenaje a Lorca a setenta años del crimen de Viznar. Mejor aún sería conjurar de una vez y para siempre esa furia homicida que nos sigue matando a Federico.

¿Fue en la noche del 18 o en la del 19 de agosto de 1936? Día más, día menos, a fin de cuentas lo mataron. Silvio Rodríguez, con la lucidez y el dolor de su canto, vio aquel acto bárbaro con estas palabras: «Dicen que al filo de la una / un angelote compasivo / pasó delante de la luna, sobrevolando los olivos. / Y cuentan que con mala maña / fue tiroteado su abanico, / justo a la hora que en España / se nos mataba a Federico».

El 16 sacaron a Federico García Lorca de la casa del poeta Luis Rosales, en Granada, y lo condujeron a la sede del Gobierno Civil. Uno o dos días después, salió de allí esposado junto al maestro Dióscoro Galindo y los banderilleros Joaquín Arcollas y Francisco Galadí. Se sabe que a estos dijeron que «iban de paseo» y quizá dieran una mano en la reparación de una carretera. Extraño paseo de madrugada: nocturnidad y alevosía. Unos cuantos kilómetros más allá, en el barranco de Viznar, se hizo evidente la intención. Alguien recordó después que uno de los soldados le pidió a Lorca que rezara y el poeta quedó perplejo, en ese minuto olvidó las palabras de cualquier plegaria. Dispararon a matar a hombres indefensos. Hay versiones de que a Federico le dieron un tiro en la nuca, pero uno de los asesinos, Juan Luis Trescastro, se jactó en los días siguientes de haberle disparado dos pistoletazos «en el culo». A los cuatro los sepultaron en una fosa común que no se ha abierto todavía.

Lorca era demasiado conocido, sumamente popular, como para silenciar su muerte. Entonces trataron de adornarla: que si fue una equivocación, que si el error provino porque los falangistas pensaron que los republicanos habían matado a Jacinto Benavente en Madrid, lo cual era una infame mentira; que si no tuvieron que ver motivos políticos, que si se trató de una venganza familiar, que si un triste azar en tiempos convulsos. Mas bien hay que creer en lo que dice ahora mismo, cuando todavía llueven justificaciones, el escritor granadino José Abad en cuanto a que Lorca y sus compañeros fueron víctimas de «la puesta en práctica del programa de exterminio con el que las fuerzas nacionales [franquistas] pretendían borrar del mapa a los opositores de una España anacrónica que implantaron, aún, su buen medio siglo».

Con Lorca también trataron de matar un símbolo: el de la poesía, que es decir la imaginación. Entonces, después y ahora, el fascismo ha actuado contra el pensamiento, contra los sueños, contra la belleza.

Las palabras de Lorca dolían a los seres oscuros: «Yo soy la libertad porque el amor lo quiso, (…) Yo soy la libertad herida por los hombres», había dicho en boca de la protagonista del drama Mariana Pineda.

Esos seres no podían obviar el énfasis auténticamente libertario y democratizador de un autor que concebía el arte con estas palabras: «Yo arrancaría de los teatros las plateas y los palcos y traería abajo el gallinero. En el teatro hay que dar entrada al público de alpargatas. ¿Trae Vd, señora, un bonito traje de seda? Pues ¡afuera!»

Queipo del Llano, el hombre fuerte de Franco en Andalucía, vociferaba diariamente arengas vulgares por la radio que alentaban al crimen: «Por cada uno de los nuestros que muera, yo fusilaré por lo menos diez. Los sacaré de bajo tierra si es preciso, y si ya están muertos, los volveré a matar».

Los nazis quemaron libros y rasgaron cuadros, y enseñaron a las hordas pinochetistas esa práctica. ¿Por qué las dictaduras del Cono Sur mataron a Víctor Jara, a Paco Urondo, a Rodolfo Walsh?

¿Cómo explicar los irreparables daños al patrimonio de la humanidad causados por la invasión norteamericana a Iraq? Se conoce que en enero de 2003, antes de la agresión, un grupo de intelectuales y directores de museos advirtieron a oficiales del Pentágono acerca de los peligros que amenazaban a los tesoros culturales iraquíes en caso de guerra. Nadie los tuvo en cuenta.

¿Cómo entender por estos días los bombardeos indiscriminados israelíes sobre Tiro y otras reliquias arquitectónicas libanesas? Mientras escribo esta nota leo en las noticias que la UNESCO se apresta a enviar una misión evaluadora de los daños causados a Tiro, Biblos y Baalbeck por los proyectiles del ejército sionista. Presumo que harán un informe técnicamente detallado que caerá en saco roto.

Tal parece que los halcones de hoy han hecho suya aquella terrible frase que se le atribuye a Goering: «Cuando escucho la palabra cultura, me llevo la mano a la pistola».

Federico muere en cada niño muerto de hambre o enfermedad curable en el Tercer Mundo y aún dentro de ese mundo que derrocha lujos y asiste impávido a los destrozos de la pandemia del VIH en África. Federico recibe un nuevo disparo letal por cada hombre y mujer dejados a la mala de Dios por quienes únicamente entienden el lenguaje de la especulación financiera y la música de las ganancias de los bancos y las corporaciones.

Que no se nos pierda la memoria podría ser un buen homenaje a Lorca a setenta años del crimen de Viznar. Mejor aún sería conjurar de una vez y para siempre esa furia homicida que nos sigue matando a Federico.