Pese a los reiterados presagios sobre su final, la clase obrera está aquí para quedarse. Recuperar una política de clase debe ser el punto de partida para la izquierda socialista.
Nunca un agente social fue depositario de expectativas tan elevadas como la clase obrera. Y nunca una clase privada de medios económicos fue capaz de desarrollar tanto poder social al interior de la sociedad en la que era explotada. Mutilada de sus saberes y del control del proceso de trabajo, la clase obrera erigió partidos, sindicatos, bibliotecas, barrios. Encabezó revoluciones de masas. Construyó toda una comunidad, dentro y fuera de la fábrica. Sin embargo, la confianza y la solidaridad, así como el peso político de la clase, entraron en un súbito declive en las últimas décadas, hasta volverla irreconocible.
Desde la posguerra, el concepto de clase obrera estuvo en el centro de muchas controversias (Escuela de Frankfurt, Marcuse). Pero fue en la década de 1980 cuando se generalizó la crítica a la primacía que el marxismo le había asignado a la clase trabajadora, en coincidencia con la irrupción de los «nuevos movimientos sociales» —feministas, ecologistas, LGTBQ, antirracistas, etc.— que parecían reemplazar la centralidad del viejo proletariado.
Las críticas a la concepción marxista de clase fueron muchas, y algunas muy solventes: que la clase obrera no había desempeñado el papel revolucionario que había pronosticado el marxismo; que el empleo industrial estaba desapareciendo; que el trabajo dejaba de ser el centro articulador de la vida social y, por ende, de la construcción de identidades políticas; que no se había verificado la tendencia a la simplificación de la estructura social entre proletarios y burgueses que había predicho Marx, sino que por el contrario se había complejizado (el espinoso problema de las «clases medias»); que era un error atribuirle a la clase obrera un carácter universal por el cual su emancipación conllevaría la liberación del conjunto de los grupos oprimidos; que las identidades políticas no se siguen necesariamente de los lugares objetivos en las relaciones de producción; que la aparición de los nuevos movimientos sociales revela que no hay agente privilegiado de la emancipación y que son plurales los puntos de conflicto y las formas de constitución de identidades.
Estos debates pusieron en evidencia que la definición marxista de clase efectivamente tenía más problemas de los que se habían advertido hasta entonces. Aunque Marx ubica al antagonismo de clases en el centro de la historia, es imposible encontrar en su obra una definición clara del concepto de clase social. Los largos debates metodológicos entre marxistas para clasificarla, la cuestión del estatuto de las «clases medias», las discusiones sobre el trabajo productivo y el improductivo son ejemplos de estos problemas irresueltos.
Por otro lado, en algunos escritos juveniles, Marx y Engels sobrecargaron filosóficamente su concepción de la centralidad de la clase obrera. Engels llegó a ver en el proletariado al «heredero de la filosofía clásica alemana», no solo el agente material de la emancipación sino «la clave para comprender toda la historia de la sociedad». Los textos juveniles de Marx están atravesados por una concepción semihegeliana de la constitución del proletariado en clase, donde la clase «en sí» se constituye en «para sí» revelando en el proceso histórico su esencia de clase revolucionaria. Al mismo tiempo, la alienación del proletariado encarnaría la de todo el género humano, por lo que esta clase portaría el potencial de una sociedad liberada de toda opresión. La problemática de la alienación, de esta forma, extendía ilimitadamente el campo de efectos de la emancipación del trabajo, y convertía al proletariado en redentor de la humanidad entera.
Todo lo anterior dio lugar a lo que podemos denominar una concepción fuerte de la centralidad de la clase obrera: el proletariado lleva consigo la emancipación de toda la humanidad, la ubicación objetiva en la producción determina la identidad política y esto se desenvuelve en un proceso histórico lineal de autorreconocimiento del carácter del proletariado como clase revolucionaria.
Cuando la reestructuración productiva iniciada en la década de 1970, el persistente conformismo de la clase trabajadora o la complejidad de la estructura social, dejaron en evidencia la debilidad de los postulados del «marxismo ortodoxo», el proletariado no solo perdió su jerarquía ontológica, sino que vio pulverizada su relevancia en un mundo fragmentado, de identidades frágiles y hegemonías discursivas.
Las desilusiones suelen guardar simetría con la magnitud de las ilusiones. No es casualidad que los pensadores que teorizan este giro en general son exmarxistas o cercanos al marxismo: Gorz, Laclau, Castel, Touraine. Estos autores confundieron la mutación de la clase obrera (el declive relativo del empleo industrial, la masificación del sector servicios, etc.) con su desaparición como tal, recurriendo a una definición hiperrestrictiva del proletariado. Pero la historia de la clase trabajadora no se reduce al obrero metalúrgico o ferroviario de la época fordista. De hecho, fue en las lejanas luchas del trabajador artesanal y profesional, que estaba siendo arrasado por la gran industria, donde comenzó a concretarse la fusión entre el movimiento obrero y el socialismo en el siglo XIX, con hitos excepcionales como la Primera Internacional o la Comuna de París.
Despojada de su corteza metafísica, es necesario preservar el núcleo racional de la centralidad que el marxismo asigna a la clase trabajadora. Es posible formular entonces lo que podemos denominar una versión débil de la centralidad obrera, que prescinda de los compromisos metafísicos, sociológicos o antropológicos de la versión fuerte. Una concepción que se deriva más del objeto de la crítica de la economía política formulada por el Marx maduro —es decir, de la dinámica socioeconómica que tiene en su centro a la explotación del trabajo— antes que del discurso filosófico del joven Marx.
La definición débil remite al aspecto irreductible de este asunto. El capitalismo tiene en su núcleo la acumulación de valor, es decir, la explotación del trabajo. De esto se sigue una posición estructural central de la clase trabajadora. La capacidad de afectar las ganancias o detener la producción dota de un poder excepcional al proletariado, y lo convierte en un agente irremplazable en un proceso de cambio radical. El capitalismo, en último término, puede reducir prácticamente cualquier diferencia sin anularse a sí mismo, excepto la de clase. Y esta imposibilidad funda el poder estructural potencial de la clase obrera. Este es nuestro simple punto de partida.
¿Cuál es entonces la relación entre la clase y los nuevos movimientos sociales?
La centralidad de la clase no debería establecer una jerarquía respecto a lo que antes se denominaban «frentes secundarios». Las opresiones de género, raciales, nacionales o la problemática ambiental no son secundarias respecto a la explotación del trabajo; pero para atacarlas en sus fundamentos últimos es necesario articularlas transversalmente con la cuestión de clase. La unidad de las luchas la confiere en primer lugar el capital mismo, en tanto gobierna la vida social como un sujeto impersonal que mediatiza y metaboliza todas las opresiones. Tal como formuló Miliband, «en la forma que adoptan la explotación, la discriminación y la opresión a las cuales se ven sometidos los negros, las mujeres y los gays también resulta crucial que ellos sean trabajadores situados en un punto especifico del proceso de producción y la estructura social»[1].
Del mismo modo que el capital mediatiza y subordina el conjunto de las opresiones sociales, la clase trabajadora debe asumir como propias las luchas contra toda forma de dominación. No se trata de realidades exteriores a la clase, sino que la constituyen como tal: la opresión racial, de género, religiosa o nacional son instrumentos de división del proletariado. Estas opresiones se vinculan estructuralmente con el conflicto de clase, pero tampoco se reducen a él sin más: ni la opresión masculina se resuelve automáticamente por la apropiación social de los medios de producción, ni es difícil imaginar un socialismo productivista antiecológico.
Este enfoque permite diferenciar un feminismo o un antirracismo liberales, orientados a romper el «techo de cristal» en empresas e instituciones para las mujeres o personas racializadas de la élite, de un feminismo y un antirracismo marxistas que reconocen en el capital al enemigo común de los sectores subalternos. Permite distinguir entre una ecología liberal —que apuesta a los incentivos ecológicos privados o al laissez faire mercantil como correctivo del cambio climático— o incluso una ecología autoritaria —que recurriría a un despotismo ambiental neofascista— de una ecología anticapitalista que reconoce la relación estructural entre el productivismo y el capitalismo.
Muchos individuos no hacen una clase
Los análisis marxistas sobre la clase que resultan más fértiles son aquellos que no la reducen a una «cosa» cuantificable o a un sujeto preconstituido en razón de un atributo común (cierta relación con los medios de producción); sino aquellos que vinculan el carácter objetivo de la explotación con el conflicto social y político entre las clases en los cuales el proletariado se constituye plenamente como tal. Del mismo modo en que es fácilmente perceptible que los capitalistas se constituyen en clase por mediación del Estado —en el plano meramente económico están sometidos a la competencia y la fragmentación— la clase obrera se organiza en el terreno de lucha económica y, en un sentido más cabal, en el plano político, es decir, en la lucha por el poder del Estado. En último término, en las revoluciones. No en vano, el análisis de clase surge inicialmente de los historiadores burgueses o aristocráticos que estudiaron la revolución francesa: Alexis de Tocqueville, Jules Michelet, Hippolyte Taine[2].
Las teorías sobre el fin del trabajo surgieron en momentos de una mutación drástica de la clase trabajadora, pero también de una derrota histórica del movimiento obrero. Ambos fenómenos coincidieron, y hasta cierto punto se co-constituyeron, para volver casi irreconocible a la clase trabajadora y disminuir el nivel de la combatividad en el lugar de trabajo. Si en su sentido pleno, según la célebre formula de E. P. Thompson, no hay clases sin lucha de clases, es inevitable reconocer que estamos ante el fin de una larga etapa. Durante el siglo XIX y el XX la clase obrera logró conquistas enormes: partidos y sindicatos de masas, derechos laborales, una cultura propia. Hoy, en buena medida, ese largo ciclo de dos siglos está agotado.
Durante la última década, mientras la mayor parte de la izquierda intentó «construir un pueblo contra las élites», adoptando la estrategia del populismo posmarxista, la derecha logró de manera creciente movilizar a un sector de la clase trabajadora contra los más débiles: precarios, migrantes, mujeres. Con menos escrúpulos epistemológicos, la derecha y la extrema derecha se dirigieron a la clase trabajadora y a sus valores. Esto también es un subproducto de la reestructuración capitalista y de la derrota histórica del siglo XX: si la clase se polariza entre un sector formal con derechos heredados del ciclo anterior, y una gran masa precarizada, los primeros pueden intentar retener sus conquistas en desmedro de los sectores más frágiles de la sociedad (migrantes o mujeres que compiten por el empleo o que afectan el valor de los salarios), antes que en un combate común contra los capitalistas, sobre todo si la izquierda defecciona cíclicamente de su papel. Resulta difícil encontrar una expresión más representativa de un fin de ciclo histórico que la imagen que ofrece el movimiento obrero tradicional cada vez más cerca de los Trump, Le Pen o Salvini que de los partidos obreros históricos o de las nuevas formaciones de izquierda.
Recuperar una política de clase —en lugar de sublimar la derrota renunciando a ella— debe ser el punto de partida para la izquierda socialista. Pese a todo, la clase obrera está aquí para quedarse. Estamos ante un nuevo comienzo, que se parece al que enfrentaron aquellos artesanos y obreros de oficio que pusieron los primeros cimientos del proletariado moderno. Pese a su fragilidad, diversidad y falta de claridad política, ellos sentaron las bases de lo que años después fueron partidos de masas y revoluciones obreras que definieron un siglo entero. ¿Tendremos hoy la oportunidad de fusionar nuevamente el movimiento obrero —multifacético, feminizado, racializado, migrante, precarizado— y el socialismo?
Notas
[1] Miliband, R. (1985), El nuevo revisionismo en Gran Bretaña, Cuadernos Políticos, México: Editorial Era.
[2] Piva, A. (2011), ¿Fin de la clase obrera o desorganización de clase?, en A. Bonnet (Comp.), El país invisible : Debates sobre la Argentina reciente. Buenos Aires, Peña Lillo-Continente.
Martín Mosquera es licenciado en filosofía, docente en la Universidad de Buenos Aires y editor principal de Jacobin América Latina.
Fuente: https://jacobinlat.com/2021/11/23/cuando-desperto-el-proletariado-todavia-estaba-alli-2/