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Cuando el arte flamenco se rebeló

Fuentes: Viento Sur

A finales del franquismo, los espectáculos flamencos estaban domesticados y reducidos a la juerga del tablao. Con la irrupción del fenómeno Quejío llegó una nueva etapa.

En la madrugada del 15 de febrero de 1972, un grupo de seis artistas andaluces estrenó una innovadora versión del tablao flamenco que reflejaba rebeldía. A la tenue luz de candiles, se dramatizaban bailes y cantes dentro de una opresiva atmósfera de la que sólo se podía escapar luchando por la dignidad (Véanse fotos de esta representación aquí). Tras impresionar a la crítica y público madrileños, a los dos meses actuaron en La Sorbona parisina, cuyo éxito les llevó a participar en 16 festivales internacionales de teatro de 11 países. Entre 1972-75 Quejío tuvo 748 representaciones, en su mayoría con aforo lleno. Poco antes de morir Franco se disolvió el grupo, siendo luego reestructurado por Salvador Távora como La Cuadra para montar una docena de espectáculos de similares características, que recorrieron 35 países ante más de tres millones de espectadores, consagrados como uno de los máximos exponentes del flamenco teatral. Repuesta Quejío en 2017, actualmente se sigue representando una vez al mes en Sevilla.

Todo comenzó en 1971, cuando un grupo teatral de estudiantes de Lebrija reformaban su montaje de la obra de denuncia Oratorio, cuyo autor era Alfonso Jiménez, profesor del instituto de El Arahal, donde había desarrollado con sus alumnos varias experiencias dramáticas con flamenco. El director del Teatro Lebrijano aceptó incorporar algunos cantes y llamó a La Cuadra, bar de Sevilla que aglutinaba a nuevos artistas flamencos, y le enviaron a un antiguo novillero sevillano que cantaba en tablaos, Salvador Távora. Esta obra de teatro ritual tuvo fugaz éxito internacional antes de ser prohibida por el régimen, debido a su denuncia simbólica de los crímenes del franquismo.

El autor teatral y el cantaor decidieron montar un espectáculo dramático basado en cantes y bailes andaluces, con la colaboración de La Cuadra, que prestó su local y aportó otros intérpretes: el guitarrista Joaquín Campos, vendedor ambulante; el también gitano Juan Romero, espigado bailaor de familia dedicada a la venta de antigüedades; el cantaor José Suero que había aprendido a tocar la flauta en la mili; y el campesino de Aznalcóllar José Domínguez, quien trataba de sobrevivir en la capital, atesorando un cante jondo que aquí tuvo por primera vez salida profesional, llegando luego a grabar 17 discos y ser considerado un maestro del flamenco bajo su apodo de El Cabrero, su ocupación ideal y actual.

Culminados los ensayos, en una vieja furgoneta cedida por el grupo Las madres del cordero llegan a Madrid, y consiguen que el grupo TEI les ceda -a taquilla- su pequeño local en Chamberí, tras la última sesión teatral. Así, cada madrugada durante dos meses llenan el recinto de cien espectadores, con su denuncia de las penosas condiciones de vida del pueblo andaluz. Debido al formato de sucesivos cantes y bailes flamencos típico de los tablaos, y al horario nocturno, los censores no se preocuparon por la protesta de letras como: “Salí de mi tierra, marché con dolor, si hay quien reparta justicia, de mí se olvidó”; “¡Qué más da muerto que vivo, si te tienes que callar!”; “El mulo que me lleva, es el del amo, y se viene conmigo, cuando lo llamo. Viene conmigo, porque juntos sudamos, cargando el trigo. Y por la tarde, al dar de mano, duerme el mulo en la cuadra, y yo en el grano… ¡Y no he dormío yo veces sobre los sacos de pienso! Y he sudao, cargando marojo, tanto como el mulo”.

Con escasa iluminación, la escenografía se basaba en elementos simples y usuales en la vida cotidiana andaluza como eran los candiles, el olor de la alhucema, los aperos de labranza, y el botijo. Allí, los intérpretes expresan ante el espectador sus emociones ante las dificultades de esa cueva pobre y oscura en la que alegóricamente se encontraban. Para que trasmita veracidad una representación basada en intérpretes sin preparación técnica, es necesario que se entreguen totalmente, psíquica y físicamente, doloridos por los objetos que los oprimen y agotados por los esfuerzos que se ven obligados a realizar. El clima de tinieblas, sudor y derrota provocaba un ritmo lento, casi ceremonial. El dolor de la flauta, el rasgueo triste de la guitarra, el baile desatado y los cantes angustiosos surgen como impulsos de protesta y combatividad, como correspondía al flamenco inicial surgido en la comunidad gitana y propagado a los payos sometidos al mismo sufrimiento y ansiando la misma liberación.

El desarrollo de la acción es simple: sobre la escena oscura unos hombres encadenados se enfrentan contra un destino ante el que no caben concesiones, sometidos a una lucha desesperada por arrastrar un enorme bidón lleno de piedras reales (y de muchos conceptos abstractos) que les impide escapar. O logran mover la pesada estructura, o las cuerdas se convertirán en prolongación indeseable de su cuerpo. Pero siempre subsiste la esperanza interior: “Campanita que no suena, algún día sonará” y el deseo de lucha: “Caenitas que tienen mis manos, caenas que quiero arrancar”. Según El Cabrero, “Quejío era un grito de disconformidad, aquello salía de las tripas y levantó muchas liebres y a Francia y otros países llevó una imagen de Andalucía y del flamenco con olor a choza y a rebeldía”.

Finalmente, resulta destacable la comprensión de la obra por parte de públicos desconocedores de la cultura española y que sólo por las imágenes, movimientos y maneras de cantar llegaban a asimilar su discurso.En la disección que Quejío realizó del flamenco comercial para desvelar las raíces orgánicas del flamenco liberador, puede que se encuentre su mayor legado. Aunque en este medio siglo transcurrido Andalucía haya experimentado cambios, sigue teniendo más de un 20% de paro, que se eleva al 39% en las personas menores de 25 años. Motivos para seguir quejándose parecen existir.

Demetrio E. Brisset es catedrático jubilado de Antropología de la Universidad de Málaga.