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Cuando el tiempo devora a sus hijos, ¿qué es lo que ha sucedido?

Fuentes: Synaps.network

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.

Los últimos años nos han dejado desconcertados y abatidos: ¿Qué ha pasado con el mundo que conocíamos? ¿Cómo pudo desbaratarse todo tan rápidamente? ¿Qué desencadenó esta ola de movilización popular y liderazgo populista? La explicación más fácil es engañosamente tranquilizadora: el orden liberal se ha visto afectado por fuerzas externas, desde el pirateo ruso hasta los avances tecnológicos orwellianos, las inevitables desigualdades y una fea patriotería que desborda la extrema derecha. Una teoría menos oportunista revela cómo el liberalismo ha estado atacándose a sí mismo y erosionando sus fundamentos hasta alcanzar el punto de colapso.

El liberalismo se desarrolló originalmente en Europa y Estados Unidos a lo largo de los siglos XIX y XX como una línea dinámica de pensamiento político, pero el término, en general, se está interpretando equivocadamente en nuestra época. En EE. UU. se asocia con el Partido Demócrata. En Francia, el término evoca el llamado «ultraliberalismo», es decir, el enriquecimiento privado no regulado. El liberalismo es, de hecho, un término medio intelectual concebido como alternativa a varios extremos: el capitalismo plutocrático, el socialismo estatista, el anarquismo caótico y el fascismo regresivo. En el mejor de los casos, unía valores progresistas, crecimiento económico, un nivel de vida más alto, gobierno representativo e intervenciones estatales exigentes en un ciclo virtuoso que promovía los intereses comunes.

Prácticamente, todos los principales partidos occidentales tienen sus raíces en esta visión. A lo largo de dos siglos, el liberalismo evolucionó en varias iteraciones, ya que el debate continuo y algunas crisis existenciales, especialmente en respuesta a las guerras mundiales, fueron provocando la transformación. Sin embargo, se recuperó fehacientemente como fuerza estructuradora, precisamente porque nunca perdió su vitalidad, su diversidad interna, su capacidad de autocrítica y su sentido de propósito unificador. Como tal, moldeó gran parte de la esfera occidental y, hace apenas diez años, parecía estar a punto de definir una nueva era global, un orden mundial cada vez más democrático y «basado en reglas».

Los últimos años de la década de 2000 podrían constituir una etapa de auge liberal. EE. UU. eligió a un presidente negro que prometía poner fin al legado de su antecesor de guerras sin sentido, unilateralismo y confusa interpretación de los derechos humanos. Canadá y Australia se disculparon formalmente con sus poblaciones indígenas. Las normas progresistas continuaron cristalizando a través de instituciones multilaterales, se firmó una Convención sobre Municiones en Racimo y se produjeron avances para la justicia penal internacional en Serbia y Ruanda. Nuevas potencias brillaban bajo una luz reconfortante: Brasil se mantenía como una de las diversas historias inspiradoras de maduración política y económica, mientras que los Juegos Olímpicos de Pekín destacaban el papel global en expansión, y aparentemente cooperativo, de China. Internet y las redes sociales parecían prometer cambios positivos en una era de información democratizada.

Sin duda que el mundo no era perfecto. En muchos sentidos, el orden liberal estaba ya resquebrajándose. La economía global se tambaleaba ante una crisis pergeñada por el hombre, iluminando un sistema perfectamente en desacuerdo con el verdadero liberalismo: a medida que los bancos especulaban violentamente y los gobiernos abandonaban sus funciones regulatorias, fueron los contribuyentes comunes y corrientes los que tuvieron que cargar con los agobiantes costes. Mientras tanto, el creciente estrés ecológico exigía la revisión de los sistemas establecidos de producción y consumo. Como señal de lo que estaba por venir, los partidos tradicionales de los países occidentales luchaban contra una frustración popular cada vez mayor, una tendencia que capitalizó la campaña presidencial de Barack Obama. A nivel mundial, la promesa del liberalismo de un sistema internacional más justo aparecía fatalmente vinculada con una potente arrogancia post-Guerra Fría.

Sin embargo, aquellos fueron tiempos de esperanza en comparación con los de hoy. A pesar de que había problemas abrumadores, se mantenía algo de fe en un conjunto de principios rectores que podrían conducir hacia posibles soluciones: políticas y economías abiertas, Estados que aseguraban una línea básica de redistribución, mayor cooperación internacional e innovación científica en beneficio de todos. Esas premisas liberales evocan ahora más escepticismo que esperanza, en parte porque los gobiernos liberales se han apresurado a eliminarlas. Los partidos tradicionales han rebajado su herencia intelectual, convirtiendo los ideales en eslóganes repetidos y raramente implementados. O peor aún, han estado contradiciéndose de forma activa, sobre todo al hacer retroceder las libertades civiles, incurrir en políticas xenófobas y forjar vínculos simbióticos con las capas más obscenamente ricas del sector privado.

Las ambiciones del liberalismo se han limitado a retocar aspectos de un statu quo agotado en lugar de articular los elementos de una nueva visión. Pero canibalizar el pasado por temor al futuro es antitético a un paradigma ideológico cuya fuerza ha brotado siempre de la imaginación y la reinvención. Revertir esta tendencia requerirá lidiar ante todo con su alcance y evolución.

El punto de inflexión

Los levantamientos árabes de 2011 marcaron un capítulo esencial -aunque suele pasarse por alto- en el autoinfligido fracaso del liberalismo. Cuando las protestas populares agitaron un mundo árabe estancado, el orden liberal dominante encontró una oportunidad excepcional. Un número impresionante de gente normal y corriente salió a las calles, desafió la represión y exigió precisamente lo que promovía originalmente el liberalismo: la redistribución económica, la representación política y el Estado de derecho. Más que un nuevo paradigma ideológico, las sociedades árabes anhelaban Estados más equitativos. El propio liberalismo surgió de aspiraciones similares a finales del siglo XVIII, cuando poblaciones impacientes en Estados Unidos y Europa impulsaron el cambio revolucionario.

Ante tal refrendo a su propia ideología, los gobiernos liberales la pifiaron. Si bien las capitales occidentales denunciaron ocasionalmente la represión, también la instigaron en nombre del contraterrorismo. Cuando no se esforzaban por derrocar a un régimen vilipendiado, se dedicaban a apoyar a otro régimen odiado, profesando una reforma cada vez más gradual en aras a la estabilidad.

 

Esas contradicciones no pueden explicarse a través de los dobles raseros tradicionales aplicados a amigos y enemigos. Los gobiernos liberales emprendieron la guerra contra un tirano libio con el que se habían reconciliado y echaron del poder a un aliado egipcio que había estado a su servicio durante mucho tiempo. Por el contrario, una Siria desafiante provocó una intromisión poco entusiasta que ayudó a destruir el país mientras preservaba al régimen. Tal aleatoriedad podría decirse que se relaciona, a algún nivel, con la miopía de los Estados occidentales bajo la fuerte influencia de los ciclos mediáticos. Pero fueron una serie de factores más profundos y más oscuros los que apuntalaron la formulación de políticas occidentales en toda la región, creando elementos de consistencia fundamentalmente en desacuerdo con la doctrina liberal.

Se mostró, ante todo, un profundo desprecio por la complejidad de las sociedades. Los políticos liberales y los comentaristas se ocuparon principalmente de los levantamientos y sus consecuencias a través de clichés básicos: una juventud confusa, islamistas al acecho, una clase baja radicalizada, minorías solidarias y élites seculares. Tal etiquetado se oponía a la concepción liberal del conflicto social como expresión natural de divisiones matizadas y significativas que la política debe regular y resolver. Haciendo caso omiso de esta premisa, los liberales contemporáneos fantasearon con un ideal pulcro e instantáneo de cambio revolucionario. Las autoridades occidentales retrocedieron ante el desorden de la lucha civil, las políticas de confrontación, la libre expresión y sus consecuencias: propagación de la violencia, partidos de oposición desunidos, narrativas en conflicto y un estallido de iniciativas cívicas demasiado incontrolables que les resultaban incómodas.

Washington, París, Londres y Bruselas parecían evidenciar un desagrado visceral ante la confusión y la incertidumbre de un espacio público verdaderamente abierto. Las elecciones democráticas, un pilar del pensamiento liberal, provocaron más temor ante sus impredecibles resultados que la confianza en su irrefutable necesidad. Los gobiernos liberales sacrificaron otros principios básicos, como el imperativo de la justicia, considerada como algo secundario ante la esquiva búsqueda de la estabilidad, y pasaron por alto la acumulación de crímenes de pesadilla por todo Oriente Medio. En términos más generales, despreciaban cada vez más la defensa y promoción de los derechos fundamentales, que pasaron a interpretarse como un lujo obsoleto o un vestigio colonial. La ferviente conmemoración en 2018 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 -una piedra angular del orden liberal posterior a la Segunda Guerra Mundial- solo acentuó la creciente irrelevancia práctica de tal documento.

Ese abandono de los valores liberales tiene un aspecto obvio: una inclinación por las soluciones no liberales. Con pocas excepciones, los partidos liberales han convergido en torno a la misma línea de pensamiento reductiva, xenófoba y centrada en la seguridad que definía previamente a sus contrapartes de extrema derecha. Aunque lamentan la represión en el mundo árabe, prefieren claramente la violencia de Estado al caos. En relación con esto, muchos políticos y comentaristas liberales muestran una nostalgia inequívoca por el statu quo anterior a 2010, consideran al régimen sirio como un mal menor y muestran moderación pragmática al criticar a otros dictadores de toda la región. Una mala situación, según su razonamiento, es mejor que otra peor; pero ese pensamiento perezoso y tautológico obstaculiza cualquier ambición de progreso y, por lo tanto, destruye la propia razón de ser del liberalismo.

Ante la falta de argumentos coherentes y consistentes con su cosmovisión original, los gobiernos liberales han recurrido a justificaciones emocionales. La más importante es que exageran, mezclan y explotan los temores ante la radicalización yihadista y la inmigración insostenible. En EE. UU. y en la mayor parte de Europa, los levantamientos árabes no sirvieron para revitalizar una agenda liberal, sino para provocar su exacto opuesto: medidas contra los migrantes (generalmente separadas de la tan necesaria reforma de la política migratoria), una postura pública que fomenta la desconfianza ante los de fuera, una vigilancia interna intensificada y una expansión rutinaria de los ataques en el extranjero que pretenden mantener a raya amenazas insidiosas. En general, los liberales parecían haber cambiado su promesa original de sociedad abierta por una ansiedad sin límites.

El modelo sirio

De todas las crisis árabes, la tragedia siria es la que mejor sintetiza una transición alejada de un orden liberal. Puede que el aspecto más sorprendente de esta catástrofe no sean sus proporciones, sufridas ya con anterioridad en otros lugares: cientos de miles de muertos, millones de seres tratados brutalmente y ciudades enteras arrasadas hasta los cimientos. En este caso -en marcado contraste con las dos Guerras Mundiales, Vietnam, Ruanda, Yugoslavia o la invasión de Iraq-, está notablemente ausente un examen de conciencia proporcional a la tragedia siria.

En lugar de llevar a cabo un autoexamen, se ha aprovechado la situación en Siria para una orgía de justificaciones y reivindicaciones. Tanto los halcones como los conciliadores, firmemente convencidos de su rectitud, se culpan mutuamente de una línea de actuación que combinó sus puntos de vista en una mezcla mal concebida y envenenada de interferencias y laissez-faire. Menos de un puñado de altos cargos han dimitido en algún momento, mientras que otros se empeñan en críticas ociosas que sirven sobre todo para exonerarse a sí mismos. En un potente testimonio del espíritu del zeitgeist , el Museo Memorial del Holocausto en EE. UU. publicaría, se retractaría y volvería a publicar en 2017 un informe que no hacía sino defender el enfoque de Obama como el único posible.

Pertenece a la historia revisionista el debate en curso en EE. UU. sobre si ser cómplice del régimen sirio desde el primer día, o llegar hasta el final derrocándole, habría producido resultados más agradables. Sin embargo, lo que queda claro es todo lo que se ha sacrificado a la indecisión: los años de escalada destructiva e inútil, la aceptación implícita de la guerra con armas químicas y la rehabilitación gradual de una estructura de poder que ha cometido todos los crímenes de guerra imaginables.

De forma similar, ha habido muy poca introspección con respecto a los perniciosos efectos secundarios del conflicto: la vengativa reaparición rusa, la parodia hecha por el papel mediador de las Naciones Unidas, el refuerzo y expansión de políticas antiterroristas destructivas y la búsqueda de chivos expiatorios en los sirios y otros migrantes para los problemas autóctonos de Occidente. La autocrítica elude también, en su mayor parte, la expansiva industria de la ayuda humanitaria, cuyo desempeño general está sorprendentemente por debajo de sus propios presupuestos y de las necesidades de los sirios. Muchos entre ellos se muestran consternados ante lo fracturado que está el sistema, pero ven pocas posibilidades de soluciones coherentes.

En medio de todas sus vacilaciones sobre cómo manejar las consecuencias humanas del conflicto sirio, los gobiernos liberales mostraron una determinación inherente a las cuestiones que para ellos eran importantes. Aunque transigiendo en cuanto a las armas químicas, EE. UU. impuso una línea roja con respecto al suministro de misiles antiaéreos portátiles a los grupos de la oposición siria, que desde el punto de vista de Washington son más fáciles de desplegar y, por lo tanto, más amenazadores que los gases letales. Asimismo, los países europeos mostraron curiosos niveles de coordinación y eficiencia en sus abruptos cierres de fronteras en 2015 para impedir la entrada de los sirios en búsqueda de asilo. El año anterior, EE. UU. tardó pocas semanas en reunir una compleja coalición internacional para luchar contra el emergente Estado Islámico. Por cierto, este último proyecto recibió el nombre de Operación Determinación Inherente.

En otras palabras, los gobiernos liberales actuaron de manera decisiva en la búsqueda de objetivos asociados con una definición de interés nacional propia de la extrema derecha, al tiempo que reducían sus ambiciones en todo lo demás. Adornaron su dilación con diversas indumentarias: desde la esperanza en que el régimen se transformara para dar una oportunidad a las conversaciones de paz de la ONU, a contar con un cambio de actitud en Moscú. Aunque esas vías eran previsibles callejones sin salida, volvieron de nuevo a los debates políticos como extravagantes referentes para una estrategia real. (Para ser justos, Alemania apostó por una posición inusualmente consistente al negarse a aventurarse en una guerra por poderes, a acomodar al régimen, a dar credibilidad a los rusos o a dar marcha atrás en su consideración de los refugiados sirios como una fuerza laboral potencialmente valiosa).

Teniendo en cuenta las desastrosas consecuencias, sería tranquilizador pensar en Siria como una triste excepción, una chapuza que promete mejorarse la próxima vez. Pero no se ha aprendido lección alguna, no se ha emprendido ningún aggiornamento. Los gobiernos liberales tienen aún que lidiar con este desastre como algo intrínsecamente vinculado con su propia decadencia. Muchos liberales se sienten más bien tentados a desviar la mirada. Por ejemplo, cambian de enfoque ante las tácticas de Arabia Saudí para matar de inanición al Yemen y la horrenda masacre de un periodista disidente en Turquía, síntomas de un colapso moral más amplio que están dispuestos a ignorar. La perturbadora verdad es que Siria no fue un paréntesis sino que estableció una nueva norma.

El relato sobre el sacrificio humano y la impotencia política en Siria resulta aleccionador, encarnando la era de forma macabra. El conflicto lo destruyó todo y no resolvió nada. El régimen sigue estando ahí, aunque sea como una cáscara vacía, esperándose que reprima a su pueblo y que les falle en todo lo demás. El país ha renunciado a un futuro incierto para rescatar un pasado estéril, en una sombría ilustración de la tendencia de la época a autodevorarse. Se deja que los más vulnerables diseñen sus propias soluciones frente a múltiples actores depredadores. Mientras tanto, los sistemas de apoyo externo son poco más que juegos de fantasía, con un frenesí de «procesos de consolidación de la paz» que sirven a la justicia de un vencedor y de «programas de empoderamiento» que con demasiada frecuencia atribuyen la responsabilidad de todo a los débiles.

Una nueva gramática política

En las primeras etapas de los levantamientos árabes, los foráneos tendían a descartar los niveles surrealistas y las formas de violencia que afectaban como una aberración a Oriente Medio; las particularidades de una región comprometida con las enemistades eternas entre sectas, tribus y sus patrocinadores externos. Desde entonces, ha quedado claro que esas tendencias no fueron la excepción sino posiblemente la regla. Las políticas autoritarias están reapareciendo en lugares en los que parecían haber disminuido, como es el caso de Rusia, China, Filipinas y Brasil. En Myanmar se está produciendo una masacre que bordea el genocidio. Y las propias democracias occidentales son cada vez más vulnerables ante la ira amorfa e inarticulada. La esfera liberal está lejos del recurso del mundo árabe a las bombas de barril y a los serruchos para huesos. Pero estos supuestos opuestos comparten inquietantemente la misma gramática política, que gira en torno a un pequeño conjunto de reglas oportunistas.

La más importante de esas reglas consiste en reducir la política a una falsa alternativa: statu quo o caos total. Los regímenes árabes han llevado esta lógica a su extremo. Cuando comenzó el levantamiento sirio, las fuerzas de seguridad locales pintaron los muros con una amenaza apropiada: «Asad o quemamos el país». Un equivalente tácito dio forma a los resultados de la crisis financiera: los gobiernos liberales rescataron casi incondicionalmente un sistema bancario encanallado, renunciaron a su derecho a buscar una reparación significativa y reanimaron las destrozadas economías a costa de una deuda pública abismal, todo en nombre de un establishment demasiado indispensable para hacerle rendir cuentas.

Las elecciones presidenciales de Estados Unidos de 2016 ilustraron de otra forma el argumento de «no hay alternativa». Hillary Clinton, acosada por su asociación con un establishment plutocrático, no llegó a articular una agenda convincente de progreso, en cambio se presentó ante los votantes con la opción de elegir entre normalidad y locura. En 2018, el presidente francés, Emmanuel Macron, se reunió con los chalecos amarillos con un argumento similar acompañado de concesiones menores que evitaran la cuestión fundamental en juego: austeridad para todos, excepto para los ricos. La respuesta de la Unión Europea al brexit del Reino Unido fue otro ejemplo: confiando en que las consecuencias del brexit disuadirían a otros países de recorrer el mismo camino, Bruselas nunca consideró la necesidad de reformarse para persuadirlos de que no se fueran.

Hay dos corolarios a las falsas alternativas políticas. El primero es el constante alarmismo para mantener la sensación de inseguridad necesaria para reunir apoyos. Los regímenes árabes han perfeccionado durante mucho tiempo este arte cultivando enfrentamientos sectarios y étnicos, socavando la ciudadanía y resaltando el espectro del terrorismo. Los gobiernos liberales han comenzado a imitarlos a través de una guerra sin fronteras contra el terrorismo que alimenta la xenofobia en casa. Así pues, Obama reunió una coalición absurdamente enorme para luchar contra el Estado Islámico y, mientras tanto, ordenó estrictas restricciones a la inmigración. En el Reino Unido, el primer ministro David Cameron intimó con el nativismo británico, hasta que el brexit lo puso en su contra. Los Estados de la UE endurecieron su postura antimigración, obstaculizando las operaciones de salvamento de vidas mientras transformaban el Mediterráneo en un foso gigante unido a África; un equivalente líquido del fantaseado muro de Trump con México.

En todo caso, esta tendencia general parece estar empeorando. En su enfrentamiento con los chalecos amarillos, Macron utilizó tácticas que recordaban extrañamente los instintos iniciales de los regímenes árabes para lidiar con los levantamientos antes de recurrir a una represión total: su gobierno menospreciaba la movilización como un fenómeno periférico, concentrado en una minoría de alborotadores violentos; advirtiendo contra los disturbios civiles, multiplicaron los arrestos arbitrarios, negaron el acceso a los puntos de manifestación, se quejaron de la ausencia de representantes legítimos (a quienes las autoridades francesas habían ignorado en rondas anteriores de protestas sociales), criticaron la subjetividad de los medios de comunicación y apelaron al visible trasfondo racista en partes del movimiento. Si la estrategia tenía una coherencia general, equivalía a enfrentar a la sociedad francesa contra sí misma.

El segundo corolario es una comprensión del poder como algo divorciado de la responsabilidad. Cuando las personas salieron a las calles, Macron desapareció durante semanas antes de aparecer resignadamente. Después se retiró prometiendo mantener intacto su programa: Francia sería su ya prevista «nación inicial» si tan solo su empobrecida clase media arreglara sus cosas. Cameron nunca reconoció su papel en el brexit, como tampoco la UE confesó su alienante y tecnocrática indiferencia. Asimismo, el legado de Obama habría sido excelente si los bancos se hubieran comportado como debían, si la tragedia siria no hubiera tenido lugar y si los republicanos no le hubieran bloqueado cuando perdió su mayoría en el Congreso.

Por supuesto, los regímenes árabes se toman el trabajo duro con autocomplacencia. En el caso de Bashar Asad, todo hubiera salido bien si todos los demás hubieran cumplido con sus responsabilidades: el régimen que construyó siendo más eficiente, su gente más tolerante y sus enemigos más complacientes. Pero su petulancia utiliza la misma fuente que la justificación liberal: Cuando se supone que un sistema es el mejor concebible a pesar de todos sus defectos, ¿por qué deberían sus líderes perseguir un cambio fundamental? Las reformas menores se convierten en logros importantes, mientras que el fracaso en la reinvención de sistemas rotos se atribuye a socios y opositores pocos cooperativos. Los gobiernos liberales sostienen ahora rutinariamente que tienen buenas intenciones, pero que las difíciles realidades son las que mandan. Al actuar así, renuncian a la política considerada originalmente por el liberalismo: el arte de superar pacíficamente los inevitables obstáculos en el camino hacia el progreso.

Apparátchiks liberales

La nueva gramática política incluye otros aspectos en perfecta contradicción con la concepción original del liberalismo. El primero es un espectacular replanteamiento del Estado. Los pensadores liberales consideraron inicialmente que este último cumplía una función simple pero esencial: garantizar que la riqueza económica contribuyera lo suficiente a un bienestar social que garantizara la estabilidad. Varias escuelas de pensamiento debatieron el tamaño óptimo y los poderes reguladores del Estado, pero estuvieron de acuerdo con esta clara raison d’être. Hoy en día, los gobiernos liberales adoptan una lógica más conservadora: como regla, priorizan la promoción de las grandes empresas, a la vez que reducen las políticas públicas para que coincidan con presupuestos cada vez más escasos, mientras intensifican la represión.

Los liberales también han transferido la noción misma de progreso, conferida originalmente al Estado, al sector privado a través de la creación de empleos, la innovación y la filantropía que supuestamente sirven al interés común de manera más eficiente que los impuestos redistributivos. Aunque el Estado sigue soportando los costes de hacer que las sociedades sean productivas a través de una infraestructura esencial, los servicios básicos, la vivienda social, los subsidios (no solo para la educación y la innovación) y la seguridad nacional, es cada vez más ridiculizado como intermediario engorroso entre la sociedad y las empresas. Las grandes corporaciones deben mucho a los impuestos que tanto detestan, en un contexto cada vez más marcado por una transferencia de riquezas del sector público al privado a través de exenciones fiscales, rescates bancarios, «asociaciones público-privadas» desequilibradas y la venta de activos estatales infravalorados.

En segundo lugar, los políticos liberales han tomado la iniciativa de devaluar palancas democráticas clave del poder. Obama inauguró la tendencia actual de política hiperpersonalizada en lugar de los partidos tradicionales. El brexit se produjo cuando Cameron utilizó un mecanismo esencial de consulta pública -un referéndum- como mero instrumento de politiqueo mezquino. Mientras que los sindicatos -otro intermediario esencial entre el pueblo y el Estado- se marchitaban por la desafección popular, los gobiernos liberales optaron por rechazar o reprimir también las protestas espontáneas. El movimiento antiglobalización de la década de 1990, Occupy Wall Street, los indignados españoles y el antepasado de los chalecos amarillos, Nuit Debout , fueron recibidos con el desprecio político, junto con despliegues policiales extravagantes.

En tercer lugar, y en consecuencia, los políticos liberales han compensado la reducción del espacio asignado a la política genuina invirtiendo excesivamente en la pompa del poder. Obama, Cameron, Macron y el primer ministro canadiense, Justin Trudeau, hicieron un amplio uso del carisma personal derivado de su fotogénica juventud, de discursos conmovedores y de un aire de cosmopolitismo. Dichas cualidades consiguieron elogios extrañamente desconectados de progresos concretos: Obama recibió el premio Nobel de la Paz a los pocos meses de asumir el cargo, y a Macron, la ONU le nombró «campeón de la Tierra», aunque su propio ministro de Ecología dimitió ante la falta de acción.

A medida que las políticas liberales se quedan cortas en temas tan urgentes como el cambio climático y las desigualdades, se pasa a diseñar toda una explosión de conceptos, conferencias y procesos para compensar el retraso en las actuaciones. Los «objetivos de desarrollo sostenible» y otros marcos similares han producido una cohorte expansiva de «mantenedores de objetivos», «líderes jóvenes», «modeladores globales» y «creadores de cambios» que vuelan alrededor del mundo a un ritmo totalmente divorciado de resultados tangibles. La inflación de iniciativas para sentirse bien impulsa todo tipo de instituciones (sucursales gubernamentales, organizaciones internacionales y fundaciones administradas por multimillonarios, por nombrar algunas) para crear trabajos cómodos con mandatos y resultados enigmáticos. Las grandes ONG han desarrollado la norma de pagar a sus líderes más de medio millón de dólares por año mientras se esfuerzan a menudo por demostrar su impacto.

En cuarto lugar, y quizás lo más importante, el liberalismo se ha convertido en una mentalidad estrecha y poco imaginativa en general, abandonando su propio historial de fértil debate. Los liberales del establishment en EE. UU. se permiten atacar a Trump como parte de la rutina y consenso, dejando que una incipiente extrema izquierda aborde las causas de su ascenso. Mientras tanto, Obama pretende dar forma al debate sobre las desigualdades, incluso cuando entretiene al sector bancario con discursos facturados en cientos de miles de dólares. De manera similar, los liberales de Europa no consiguen lidiar con lo que amenaza con desgarrar su continente. En lugar de luchar, se rinden al mito del ataque masivo de migrantes. En lugar de reformar lo que una vez fue una UE visionaria, la defienden dócilmente como «mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer». Allá donde se necesita un nuevo pacto social, promueven la austeridad, atenuada solo por el desprestigiado efecto de «goteo hacia abajo» del enriquecimiento privado.

El encogimiento del horizonte intelectual del liberalismo se pone también de manifiesto en la política exterior. Normas globales por las que se había luchado duramente, otrora tótem del orden liberal, fueron siempre cuestionadas por populistas y autoritarios. Pero solo perdieron terreno cuando sus campeones originales renunciaron a ellas: los gobiernos liberales establecen ahora acuerdos convenientes con cualquier socio que crean que puede ayudarles a acorralar a yihadistas o migrantes. En su mayor parte, la era de las alianzas duraderas se acabó, al igual que la creencia en que la reforma política y el desarrollo económico ofrecen las mejores oportunidades de estabilidad. Más que nunca, son los espías quienes están en la vanguardia de la diplomacia. Los puestos de avanzada militares, los ataques con aviones no tripulados, el tráfico de armas y el «desarrollo de capacidades» en el sector de la seguridad se han convertido en elementos primordiales en la caja de herramientas de la política exterior.

* * *

La gobernabilidad liberal evoca cada vez más todas las imágenes contra las que fue concebida y contra las que luchó: burocracias infladas y kafkianas, élites por derecho y desapegadas, palabras vacías que ocultan la falta de visión e impotencia política frente a la economía depredadora. El liberalismo es difícil de identificar como escuela de pensamiento precisamente porque surgió como una alternativa dinámica ante paradigmas más rígidos, como el arte de equilibrar la empresa capitalista y el bienestar social, la intervención estatal y las libertades civiles, el orden público y el liderazgo democrático. Tales malabarismos siempre implicaban concesiones difíciles y ambiguas, pero la crisis de hoy es mucho más profunda. Lo mejor que los liberales tienen actualmente en oferta es una defensa de retaguardia de algunos aspectos del pasado, una postura reaccionaria que contradice su propósito original. Un establishment liberal no es una promesa de renovación, una llamada de concentración o una voz de moderación: es un oxímoron.

A falta de una nueva visión, el continuado canibalismo de lo que era deja al mundo paralizado entre dos proposiciones igualmente aterradoras para el futuro. Por un lado, hay quienes temen el caos y se oponen al cambio tan necesario a cualquier coste, confiando en abordar pactos nacionales y globales cada vez más disfuncionales con soluciones convencionales poco ambiciosas. Por otro lado, hay quienes temen la inercia y defienden la transformación a cualquier precio, resucitando una mezcla complicada de líneas de pensamiento fascistas, socialistas y anarquistas. En el siglo XIX, una división similar entre conservadores incondicionales y radicales pendencieros fue la razón por la que surgió ante todo el liberalismo.

Hoy en día, lo que solía ser un punto intermedio se encuentra de lleno en un bando, retirándose de un campo de juego donde los movimientos marginales son libres para capitalizar las frustraciones generales y moverse hacia el centro. La creatividad, el dinamismo y la audacia se encuentran casi por completo al otro lado de esta peligrosa división, ya sea en manos de políticos agitadores o en iniciativas multiplicadoras de base popular y movilizaciones populares. Los liberales, en lugar de desconfiar y tratar con condescendencia a sus propias sociedades, deben adherirse a su causa y reconocer que el antielititismo y la xenofobia se derivan de la ausencia de respuestas adecuadas ante la inequidad. Hasta que el liberalismo tome la indignación popular como oportunidad y no como enemiga, la política está de verdad ahí, a disposición de quien se decida a utilizarla.

Peter fundó Synaps para volcar casi veinte años de experiencia trabajando en y sobre el mundo árabe. Durante este itinerario, que le llevó de Iraq al Líbano, después a Siria, Egipto, Arabia Saudí y de regreso de nuevo al Líbano, combinó el mundo académico con el periodismo de larga duración, las consultorías y un mandato de diez años en el International Crisis Group. Ciudadano francés nacido en Inglaterra, estudió biología antes de cambiarse a ciencias políticas y sociología, y vivió feliz para siempre.

Fuente: http://www.synaps.network/what-just-happened

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