Ciudad Bolívar y los Altos de Cazuca forman un paisaje infinito, de humildes viviendas al costado de calles y aceras de tierra o cemento, sobre las colinas yermas al sur de la capital colombiana. El andar tranquilo de personas y autobuses no puede disimular que aquí la guerra continúa. Bajo otras formas, María Clemencia Alvarado, […]
Ciudad Bolívar y los Altos de Cazuca forman un paisaje infinito, de humildes viviendas al costado de calles y aceras de tierra o cemento, sobre las colinas yermas al sur de la capital colombiana. El andar tranquilo de personas y autobuses no puede disimular que aquí la guerra continúa.
Bajo otras formas, María Clemencia Alvarado, de 30 años y con cinco hijos, el mayor de 15 y el más chico en sus brazos, huyó hace un año de los choques entre ejército y la guerrilla en el occidental departamento del Tolima. Ahora sólo quiere un «subsidio, como el almuerzo diario» que espera junto a otras 30 madres con decenas de niños en la sede de la asociación de familias desplazadas.
También por esas calles transita E.L., presidente de la junta comunal en uno de los 38 barrios de Cazuca, habitado casi íntegramente por desplazados ex militante de la izquierdista Unión Patriótica, quien denuncia que fue asaltado por individuos, lo apuñalaron y le advirtieron que debía escoger entre marcharse o perder la vida.
Ellos son apenas dos ejemplos del hambre, el desempleo y la exclusión que golpean a las decenas de miles de desplazados de sus hogares por el conflicto interno que afronta Colombia desde hace medio siglo.
Pero los desplazados del interior del país no son los únicos que llegan al más populoso suburbio de la capital.
Lo mismo hacen los llamados «actores armados», en este caso los paramilitares de derecha, cuyas redes en Cazuca, por ejemplo, han mutado en pandillas de delincuentes que cobran viejas facturas, roban o cobran «vacuna» (pago forzoso) a pequeños comerciantes, conductores de autobuses y a taxistas.
Esa realidad pudo ser observada por un grupo de periodistas de países andinos que participaron en un taller organizado por la agencia internacional de noticias IPS (Inter Press Service) con el auspicio del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, para hacer un seguimiento de las llamadas metas del milenio, aprobadas en 2000 por la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
Unos 20 periodistas de Bolivia, Colombia, Ecuador, Perú y Venezuela participaron el jueves y el viernes en Bogotá del taller titulado «Buscando en las noticias: pobreza, desarrollo y ambiente. Los Objetivos de Desarrollo del Milenio en la cobertura periodística de la región andina».
La oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) estima que alrededor de 2,5 millones permanecen fuera de sus zonas originarias de residencia a causa de la guerra civil en Colombia.
Los desplazados que llegan a Ciudad Bolívar, donde se hacinan casi un millón de los ocho millones de habitantes de la capital colombiana, y Altos de Cazuca, en el municipio adyacente de Soacha, cargan casi todos los indicadores de pobreza, porque para salvar la vida debieron dejar atrás casa, cultivos, terruño y afectos.
«Yo no regreso. Cualquiera añora su tierra, pero el gobierno no da garantías para regresar. Allá en Montes de María, Sucre (en el noroeste del país) asesinaron a mi esposa, y por eso me vine con mis dos hijos», relató Germán Luna, de 40 años, zapatero a ratos y presidente de la asociación de desplazados «Semillas de Esperanza».
«El gobierno no nos apoya y si una persona declara que es desplazado la ayuda de urgencia se demora dos meses», añadió Luna.
Su vecino, Miguel Saogal, de la junta comunal, deplora que no puedan acceder a servicios de agua potable, alcantarillados o teléfono, porque el sector, Santa Viviana, habitado desde hace 13 años, «no se ha legalizado», es decir que no existe reconocimiento oficial de la ocupación de los terrenos.
El Programa Mundial de Alimentos colabora con «Semillas de Esperanza» a través del Departamento de Bienestar Social de la Alcaldía Mayor de Bogotá. Les envía suministros para una comida diaria a 417 niños, que los colaboradores de Luna entre las 350 familias de la asociación cuecen en una cocina de tres hornillas.
Mientras esperan la llegada de los alimentos en un local de paredes sin friso con una vista panorámica que casi alcanza el pujante centro de Bogotá, Luna, Alvarado y otros llegados de distantes departamentos desgranan historias cercanas de tan parecidas: familiares muertos, el hijo reclutado a la fuerza, la decisión de huir y la finca abandonada.
También se lamentan de estar en la ciudad de los servicios sin casa ni comida y sin empleo.
En la zona ha irrumpido el programa de la alcaldía mayor «Bogotá sin hambre», que pretende «llevar un suplemento nutricional a 625.000 de los 1,1 millones de bogotanos que padecen hambre, y que sumado al esfuerzo del gobierno nacional y de entidades privadas puede totalizar 925.000 atendidos el año próximo», explicó el coordinador del proyecto, Eduardo Díaz.
En otro sector de Ciudad Bolívar, un comedor popular hecho por la comunidad hace 15 años y que cocinaba con leña fue transformado por «Bogotá sin hambre» en establecimiento sumamente pulcro, al punto de los periodistas no pudieron acceder a la cocina por carecer de las batas, mascarillas y guantes higiénicos correspondientes.
Este comedor entrega 200 desayunos y 300 almuerzos a escolares, madres lactantes o gestantes, y a personas discapacitadas.
«Las listas de beneficiarios son parte de una discusión pública en ‘Mesas de Alimentación’ con las comunidades, y entre los atendidos con preferencia están las personas más vulnerables y los desplazados», informó Díaz.
Los comedores, unos 220 en toda la ciudad, acompañados de otros programas de educación y salud, «lograrán entregar a cada persona del segmento más necesitado 40 por ciento de sus requerimientos nutricionales diarios. El resto dependerá de complementos que puedan alcanzarse en el hogar», señaló.
Consuelo Corredor, directora de Bienestar Social de la alcaldía, dijo que todas las fuentes concuerdan en la imposibilidad de calcular en qué proporción los problemas de alimentación, salud o educación de la ciudad se agravan con la presencia de los desplazados en la urbe y, cambio, sostienen que su peso es innegable.
Menos dudas aún hay en materia de seguridad y derecho a la vida, pues «los desplazados en primer lugar no llegan a una zona precisamente tranquila y las redes de informantes de los actores armados del conflicto devienen en pandillas de delincuentes», indicó Michael Jordan, de la organización humanitaria Diakonie, de iglesias alemanas, que trabaja con comunidades afectadas por la guerra.
Como dijo Jordan en una rueda de prensa junto a responsables de la Unión Europea, «a pesar del supuesto fin del paramilitarismo en Colombia, presenciamos cada día el aumento de su actividad en el sur de Bogotá».
«Están reclutando masivamente jóvenes para las filas de las AUC (las paramilitares Autodefensas Unidas de Colombia), que acordaron con el gobierno oficialmente hacer la paz», aseguró.
Jordan agregó que las AUC «pagan mensualmente 100.000 pesos (unos 40 dólares al cambio actual) al niño que se convierte en informante y 400.000 a los que participan en las operaciones de la llamada limpieza social». «Somos testigos de esta realidad», apuntó.
Colaboradores en Cazuca de casas establecidas allí por entidades de la ONU y la Defensoría del Pueblo de Colombia dijeron que en la zona actúan hasta ocho redes armadas ilegales, de las cuales tres serían «hijas» o divisiones del llamado Bloque Central-Santander, de las AUC.
«En una ocasión, dos mujeres denunciaron que fueron violadas por individuos de piel negra. Pocos días después aparecieron los cadáveres de dos afrodescendientes en un callejón. Es una de las maneras que tienen todos estos grupos de marcar sus territorios», dijo una de las fuentes.
Pero a diferencia de lo que ocurre en los escenarios rurales del conflicto, aquí el reclutamiento no es forzoso, sino más bien voluntario. Jóvenes desocupados, sin perspectivas de empleo o de adquirir estudios superiores, sin programas deportivos, culturales o de interés comunitario, fácilmente entran a las redes de violencia.
«Es una manera de tener plata, una novia bonita y un aparato de música», indicaron jóvenes que dialogaron con los periodistas en la frontera invisible entre los municipios de Bogotá y Soacha. «Pero lo peor es decirle a un empleador que vives en Altos de Cazuca: no tienes ninguna oportunidad, eres basura, nadie te quiere», indicaron.
Para Jordan, «el asesino ilegal que mata donde el Estado no lo hace, los paramilitares, se está reorganizando». «También la guerrilla vuelve a mostrar que no está derrotada en regiones como Caquetá y Cauca (en el sur de Colombia). Ninguno respeta la neutralidad de la población civil y el conflicto, en realidad, está muy lejos de un final.