Hace un año un compañero nos preguntaba por qué la gente en Cuba asumía posturas reaccionarias.
Intentó evadir todos los tópicos groseros que simplifican el modo en que se constituyen las subjetividades colectivas: ya fuera el economicismo ramplón, que resuelve con facilidad que los asalariados piensan «como obreros», y son de izquierdas, y los dueños de dulcerías piensan «como burgueses», y son de derechas; también desechó esa suerte de idealismo que entiende que las ideas se alojan en las mentes por contagio de los centros de (re)producción ideológica del imperialismo, que profanan nuestras vírgenes mentes y nos vuelven contrarrevolucionarios, como suele explicar la teoría de la «penetración» cultural.
La respuesta definitiva a la pregunta del compañero es inabarcable en el espacio de un artículo. Requiere aproximaciones sucesivas a la sociología política de la Cuba realmente existente. No obstante, la realidad nos obliga a ensayar alguna de esas aproximaciones en aras de contribuir a las urgencias del contexto y a las comprensiones que exige para el campo de la Revolución.
El malestar antiestatal: una hipótesis de trabajo
La idea marxiana de que el ser social determina la conciencia social puede hacer estragos al análisis social cuando se presupone que existe una relación determinista, inmediata, entre el ser social de los individuos, entendido como condiciones materiales de vida, y la manera en que se representan el mundo. Eso puede llevar a las desviaciones obreristas que se verifican en múltiples partidos comunistas del siglo pasado que miraban con recelo a los no proletarios, lo cual excluyó a valiosos revolucionarios. La otra cara de este mismo fenómeno fue la romantización del haber «nacido en el seno de una familia humilde», lo cual para muchos sigue siendo carta de validación ideológica.
Si bien existe el exceso economicista en el análisis sociológico e histórico, también existen, como señalábamos antes, idealismos de los que conviene escapar si nos interesa algo más que no sea jugar con las apariencias sociales como en un teatro de sombras. Las condiciones materiales de vida o, más bien, el modo en que las personas reproducen materialmente su vida no solo media la manera en la que se apropian y se representan la realidad, sino que es un momento crucial de esa apropiación y esa representación.
Cuba comparte con los antiguos países socialistas de Europa del Este una economía política de transición socialista en la que el Estado era el centro estructurador de las distintas dimensiones de la sociedad. Si en el capitalismo el funcionamiento social gira en torno al mercado, en el modelo de socialismo implementado en Cuba, el Estado ha funcionado como una campana bajo cuyo domo se desarrollaban la casi totalidad de los procesos sociales.
Si bien la centralidad del Estado es un rasgo común al modelo socialista inspirado en la URSS, su fortalecimiento en el caso de la Revolución cubana tiene además otras causales tan o más importantes que simplemente la importación de un modelo. En primer lugar, el desarrollo del Estado cubano desde el surgimiento de la república en 1902 registra una expansión ininterrumpida. Esta transformación se aprecia si comparamos, por ejemplo, las funciones atribuibles al Estado según la Constitución de 1901 y la de 1940. Durante toda la República burguesa flota la idea del Estado como la herramienta indicada para cumplir las tareas históricas de la nación; de ahí la obsesión por la conquista del Estado y su transformación en un Estado «verdadero» y «mejor».
Una vez que triunfa la Revolución de 1959, el nuevo Estado se encuentra no solo ante las tareas de justicia históricas, sino también ante los problemas de la modernización y el desarrollo. La Revolución cubana fue, en efecto, una modernización de la sociedad, ideal imposible sin un poder capilar y totalizador como el que asegura un Estado fuerte y extenso. A la vez, ese Estado tiene que convertirse en instrumento de protección del pueblo de Cuba y su voluntad de ser libre frente a la agresividad del imperialismo, lo cual va a reforzar progresivamente su necesidad de solidez y fortaleza, además de su importancia en el sistema político como tal.
Durante la época de máximo esplendor y despliegue del modelo socialista cubano, la llamada «época de oro», el Estado logró articular un andamiaje de mecanismos y relaciones sociales de producción y consumo dentro de los cuales transcurría todo lo necesario para la vida social: acceso a bienes, puestos de trabajo, reconocimiento público, realización personal… A este espacio de reproducción social podemos llamarle circuito estatal socialista. Y si bien siempre convivió con un circuito no estatal asociado al mercado negro y la exigua economía informal, el primero tenía el peso determinante en la vida de la población.
No obstante, a partir de los 90 hay un cambio en ese funcionamiento social. La crisis contrae dramáticamente las capacidades materiales del Estado para garantizar la reproducción social. Al mismo tiempo, como respuesta al colapso de la economía y de un modelo económico concreto, hemos asistido a reformas sucesivas que fortalecen el papel del mercado en la sociedad, el cual pasa a ocupar espacios antes garantizados por el Estado. En ese escenario de escasez acentuada que ha sido el llamado «Período Especial» ocurre un ensanchamiento de la economía mercantil no socialista, fuera o dentro del Estado, pero con unas reglas claramente distintas a las que hasta entonces primaban en el circuito estatal socialista. Que esto ocurriera y ocurra al amparo de la legalidad o no es irrelevante para este análisis: los efectos sobre la subjetividad colectiva de los merolicos no son muy diferentes a los de las tiendas en divisas, en tanto reafirmadores del poder del dinero como medida de todas las cosas, en detrimento de los valores que premiaba y privilegiaba la otra lógica social. Por supuesto que ninguno de estos cambios económicos produce mecánicamente ni por sí mismo conciencia política alguna: son meras condiciones de posibilidad. Lo que sí, a partir de los 90 y de la contracción del protagonismo del Estado socialista en la reproducción material directa de la vida, cada vez más personas encuentran que el circuito no estatal es el espacio donde reproducir, total o parcialmente, sus vidas.
Pudiéramos señalar una gama de posiciones con respecto al circuito estatal.[1] En un extremo, estarían aquellas personas ―y familias― que completan la mayor parte de la reproducción de su vida «dentro» del Estado. Un caso muy descriptivo podría ser un oficial activo de las Fuerzas Armadas que prácticamente vive en una unidad militar donde come, recibe vestuario, aseo, atención médica, y duerme. Otro ejemplo podría ser el dirigente del Estado en determinados niveles que también permanece mucho tiempo dentro del espacio laboral y este le asegura, casi a plenitud, su reproducción individual y familiar.
De camino al otro extremo de esta escala se encuentra la mayor parte de la población que continúa participando y dependiendo del circuito estatal socialista, pero que, en mayor o menor medida, debe «salirse» de él para completar la satisfacción de sus necesidades y las de su familia. La tendencia observable desde la reforma de 2011 es al incremento del papel del mercado, oficial o informal, en este proceso, y a la disminución del peso de los viejos mecanismos del circuito estatal socialista. Es decir, nos hemos movido de un Estado benefactor hacia un escenario en que la responsabilidad recae más en el individuo.
Lo que habita en el otro extremo, es una franja que se ensancha también por día, y que está ocupada por los que ni trabajan para el Estado ni necesitan ―o así lo perciben― de él para vivir y echar a andar sus planes de vida. Ahí están desde empresarios, trabajadores privados y beneficiarios de remesas hasta artistas y deportistas conectados con sus industrias internacionales que dejaron de necesitar ya del concurso o el auxilio de las instituciones estatales. También ocupan esta franja personas marginalizadas a las que en otro momento llamamos «no integrados» e, incluso, «elementos antisociales», y que viven, en el entendido común, «del invento (mercantil)».
La idea de no necesitar del Estado puede ser en rigor entrecomillada, debido a que, por una parte, hay todo un conjunto de funciones de reproducción social imprescindibles para todos y que descansan en los hombros estatales: desde la salud y la educación públicas hasta la cuota de la bodega, la seguridad ciudadana o los servicios de agua y energía subvencionados. Nadie escapa de esa dependencia; no obstante, todo este conjunto de funciones conforma el suelo de dignificación que produjo la Revolución cubana y, como suelo, están naturalizadas y permanecen inconscientes e invisibles para el grueso de la población. Por eso, en la manera en que se representa el mundo el sector de los «autónomos» tiene perfecto sentido pensar que son autosuficientes y no necesitan del Estado. Aunque no deja de ser curioso ―cuando menos― que se eluda la comprensión de que muchos negocios solo pueden existir en el marco de este Estado específico, debido a que funcionan a costa de deficiencias como, por ejemplo, el desvío de recursos.
Los cambios antes descritos en la economía política de la sociedad cubana han implicado de un modo u otro una divergencia entre el pacto social revolucionario y la realidad de la sociedad, entre las expectativas de la gente sobre el Estado y lo que ese Estado está en condiciones de darle a la mayoría. Y recalcamos que el reto siempre es cumplir el pacto para la mayoría porque se trata de un Estado que pretende sostenerse mediante el consenso y no la coerción.
A pesar de esto, el Estado cubano, al menos discursivamente, no ha renegado del pacto social, muy a pesar del debilitamiento de sus capacidades materiales y de los cambios socioeconómicos de los últimos años. Y en ese sentido ha conservado casi intacto el modo de relacionarse políticamente con la sociedad: los mecanismos de ejercicio y legitimación del poder, de producción de consenso, de coerción, todos propios del pacto social vigente y comprendidos y aceptados en él. Esto último, el funcionamiento político del Estado, ha comenzado a variar poco a poco de manera reciente a partir de la Constitución de 2019 y también de los conflictos políticos ocurridos al calor de la pandemia.
Ahora bien: como señala Leyner Ortiz en su texto «Las masas en julio», el sector social que vive con relativa autonomía con respecto al Estado «pareciera un sector ausente», y concluye: «El horizonte de visibilidad de este sector social tiene que ver con las distancias y exclusiones que le impone el Estado y sus sectores sociales validados, pero también con la manera en que el circuito mismo, es decir, sus gentes en interrelación social logran autopercibirse».[2] El espacio de lo público, de lo político y de lo visible en Cuba está copado por el Estado. Lo no estatal, que se percibe generalmente como lo no político, se recluye al espacio de lo privado, algo que se refuerza por las condiciones que atraviesan los derroteros del circuito no estatal: vínculos con lo ilegal, punto de partida familiar de los negocios, recelo y sospecha desde zonas del Estado, marco jurídico insuficiente y restrictivo.
Lo privado existe como en «otra Cuba»: una Cuba «fuera», «libre», del Estado. No son empresas estatales, no hay política de cuadros, no hay subvenciones o racionamientos… Ellos son «otra cosa». Ocurre entonces que desde el lugar de sujeto[3] de quien está fuera del Estado, se está también fuera del pacto social socialista y, por tanto, hay una renuncia a determinadas obligaciones con el Estado y, puede que también, aunque no necesariamente, a los derechos que el pacto garantiza.
¿Cuántas personas antes de la pandemia, e incluso hoy, han renunciado a los mandados de la bodega, o participan del escandaloso fenómeno de la salud privada informal? Los ejemplos anteriores remiten a la zona más enriquecida de ese sector «autónomo», pero la percepción de autosuficiencia con respecto al Estado no es exclusiva de ellos.
Esta situación hace que la frontera entre el Estado y el mundo de lo privado y las gentes que en él habitan, sea un sitio conflictivo. ¿Cómo el Estado se presenta en ese conflicto ante los ojos de las personas? Solo puede hacerlo de un modo: como estorbo. No vale la pena esgrimir aquí las múltiples razones ya mencionadas sobre por qué el Estado es necesario también para quien vive en el mundo de los privados: eso simplemente queda fuera de su horizonte de visibilidad[4]. Lo evidente para esas personas es la intrusión del Estado en el «normal» funcionamiento de sus vidas y actividades específicas. Esta intervención puede darse de diversas maneras: el inspector que viene a controlar el negocio; el jefe de sector que «me tiene puesto el dedo»; el oficial que hace la citación para el SMA y «me saca al chiquito de la casa»; el maestro que pretende «imponer» una disciplina y unos valores distintos a los de la casa; el del CDR que me llama para votar: todas estas son figuras que encarnan al Estado cuando cumplen las funciones mencionadas. Para los grupos que habitan «fuera del Estado», o que así se perciben, estas funciones se les presentan como una perturbación de su plácida «paz sin Estado».
Lo que se entiende como un intento del Estado de «forzar» la participación en el pacto social de sujetos que no lo comparten; esa perturbación, esa «invasión» del Estado en la vida de gente que creía vivir al margen de él, produce un malestar antiestatal.
No obstante, este tipo de interacción entre el Estado y los sujetos fuera de su pacto, no es la única fuente de malestar antiestatal. Quizá sea la principal en esos sujetos específicamente. No obstante, ellos no son los únicos capaces de sentir ese malestar: aquellos que existen dentro del pacto, que no han renunciado a él y que son la mayor parte de la población, también pueden experimentarlo; pero en este caso la causa es diferente.
En los últimos tres años de crisis, profundizada por el recrudecimiento del bloqueo y agravada dramáticamente por la pandemia de Covid-19, se nos abre un escenario de contracción aún mayor de la capacidad estatal de garantizar el pacto social socialista, con el correspondiente ensanchamiento de los bolsones de capitalismo existentes y de su capacidad de colonizar espacios impensados y de poner en peligro los fundamentos mismos del socialismo en Cuba.
Quizá el caso más dramático es la ya mencionada mercantilización de servicios médicos que ocurre corrupción mediante y que es un secreto a voces que escandaliza al país. Una compañera nos decía hace semanas mientras padecía de un fuerte dolor de muelas que, si ya en Cuba no se podía garantizar material para empastarse una muela, qué le quedaba a ella para defender el socialismo o para argumentar por qué no emigrar. Esa anécdota, que captura una experiencia repetida con respecto a los servicios de salud en los últimos años, ya sea para obtener antibióticos, material de cirugía o, efectivamente, para empastarse una muela, entraña otra de las fuentes más importantes del malestar antiestatal: el progresivo incumplimiento del pacto social vigente.
De hecho, la escasa resistencia de la población ante la reducción de la cobertura social en la década pasada y el crecimiento de las cuotas de desigualdad en Cuba, tenía mucho que ver con la promesa implícita en los intentos de recomposición del pacto social socialista por parte del gobierno del General de Ejército Raúl Castro: el fin de las gratuidades «indebidas», la racionalización del mercado laboral, la reestructuración de la matriz económica y sus prioridades de inversión… todo eso tenía como correlato social, de beneficio para todos, el logro de un socialismo próspero, democrático y sostenible. Una década después una buena parte de la población puede haber perdido su entusiasmo y confianza por una reforma que efectivamente disminuyó de manera sensible el peso del Estado como garante y protector de la vida de las familias, pero que no ha podido realizar de la misma manera la prosperidad prometida.
Podemos saber y comprender que existen limitaciones materiales objetivas para el cumplimiento del pacto por parte del Estado. Sin embargo, mientras tal pacto sea vigente ―y nadie ha dicho lo contrario aún― continúa operando como paradigma social, como «deber ser», y como medida de muchas cosas. Y hace a la gente reaccionar ante un modo de ser del Estado, de relacionarse con ella, de exigirle, el cual no encuentra correspondencia con la parte que en ese contrato es entendida como lo que al Estado «le toca».
El deseo capitalista como clausura
Para un proyecto socialista el malestar antiestatal no es per se una amenaza, incluso cuando ese proyecto tiene en el Estado su cuartel general. La rebeldía antiestatal puede servir en la transición socialista como combustible de un gesto político de perfeccionamiento o transformación revolucionaria del Estado.
El problema comienza cuando ese sentimiento antiestatal no tiene salidas dentro de la Revolución, sino que adopta la forma de un deseo capitalista. ¿Por qué esa rebeldía antiestatal que hemos descrito adopta en Cuba mayoritariamente la forma de un deseo capitalista? Esa es una pregunta fundamental que los revolucionarios cubanos necesitamos enfrentar.
Un malestar político puede tener muchas salidas. Esas salidas tienen que ver con la textura de ese malestar, pero también con las alternativas que logran construir un lugar en el horizonte de lo posible. Los revolucionarios y los comunistas cubanos podríamos coincidir en que es posible un socialismo cubano donde los problemas y condiciones que producen malestar antiestatal a mucha gente hoy en día, estén ausentes: diríamos como el David de Fresa y chocolate que esos problemas son «la parte de la Revolución que no es la Revolución». Sin embargo, una franja no despreciable de la población cubana desea vivir en el capitalismo como solución a los problemas que le atormentan. Hay todo un conjunto de factores que favorecen que, para mucha gente en Cuba, la salida de su malestar antiestatal sea reaccionaria, sea el capitalismo.
El socialismo cubano se bate como isla con el capitalismo mundial que nos rodea y cuyos tentáculos materiales y culturales atraviesan nuestra frontera misma y viven con nosotros.
Estamos en la época del realismo capitalista resumido en aquella lúcida y terrible sentencia de Fredric Jameson, «es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo». La sofisticación de los dispositivos culturales del capitalismo mundial integrado para clausurar la posibilidad de imaginar alternativas al capitalismo realmente existente, es un hecho de cuya influencia los cubanos no estamos exentos ni protegidos. Eso hace que, ante la crisis de un modelo o de un intento de socialismo dado, la única puerta visible sea «lo normal», «lo que se ha hecho siempre», «lo que hace todo el mundo».
Además, la resistencia a esa marejada cultural no ocurre tampoco en terreno regular, sino en las condiciones que el otro tipo de agresividad capitalista, la guerra económica, le impone a la transición socialista en Cuba. Y esto adopta una importancia particular en relación al problema del consumo y el deseo, precisamente porque el subconsumo es una de las consecuencias ―y objetivos― directas de la asfixia económica, y la mezcla de ese subconsumo con la maquinaria cultural capitalista produce un consumismo reprimido, desesperado y voraz que refuerza aún más las condiciones para el crecimiento de un deseo capitalista.
Una más de las condiciones que favorecen esta salida reaccionaria es el deterioro del pacto social socialista que señalábamos antes. Hay personas que, para su supervivencia y la de sus familias, se encuentran a merced de la reglas ―capitalistas― del mercado informal. Hay quien, para garantizar la calidad de la educación de sus hijos, debe pagar profesores privados llamados eufemísticamente «repasadores». Hay quien, para curarse o curar a un pariente, tiene que gastar miles de pesos en el mercado negro de medicamentos o pagar «por el dos» a un profesional de la salud. Hay muchos que trabajan para un privado en condiciones extremas de explotación sin derechos laborales algunos. Ante esto cabe preguntarse: ¿por qué esa persona no iba a desear el capitalismo si esa persona, de facto, ya vive en el capitalismo? La reacción a los bolsones de capitalismo que crecen en nuestra sociedad no necesariamente tiene que ser la añoranza o el deseo de un socialismo mejor: antes bien puede ser la aspiración a un capitalismo «mejor», más desarrollado, más eficiente, más «libre» y «democrático». Dicho sea de paso, en el deseo capitalista también podemos buscar causas de la migración.
También contribuye a la ventaja del deseo capitalista sobre la alternativa revolucionaria lo que podríamos llamar como el problema de los deslindes. En Cuba hay un esfuerzo marcado por casi todos los actores de la contrarrevolución por confundir y convertir en una misma cosa la Revolución, el socialismo, el Estado, el gobierno, el partido y los dirigentes. Pero, la contrarrevolución no está sola en ese nefasto juego discursivo. El discurso burocrático contribuye a reforzar esa confusión y a impedir todo deslinde: reproduce y refuerza la percepción de unidad de todo lo mencionado, con lo cual liga el destino de todos los elementos al destino de los otros. Si la Revolución o el socialismo son idénticos a tal modo de funcionamiento del Estado, o a tal política de gobierno, o a tal dirigente, entonces el desprecio por uno de esos elementos, por ejemplo, un mal dirigente o una política impopular, se amplía al resto. Por eso atar el destino de la Patria, la Revolución o el socialismo a políticas de gobierno específicas, a modos de ejercer el poder, a problemas de la sociedad conocidos por todos, o a dirigentes individuales, es un juego oportunista con fines estratégicos por parte de la contrarrevolución, pero por parte del propio Estado ―o de determinadas zonas de él―, es directamente una irresponsabilidad.
A lo anterior, se suma la ausencia o invisibilidad de alternativas a lo realmente existente dentro del campo de la Revolución. Dentro de la Revolución no son visibles sujetos, movimientos, individuos o programas alternativos y revolucionarios a las políticas estatales. Desde dentro del Estado y sus organizaciones políticas y de masas esto es impedido por la pretensión de monolitismo, proclive a extraer del espacio público el conflicto, lo cual otorga opacidad a su funcionamiento. Ello se evidencia, por ejemplo, en los resúmenes que se divulgan de espacios deliberativos en los que en realidad ocurren calurosos debates, pero de los que se suele proyectar una imagen de unanimidad, consenso y conciliación. También se manifiesta este comportamiento opaco a la hora de comunicar e implementar políticas, de las cuales casi nunca se conocen los derroteros de debates, las alternativas discutidas, las posiciones enfrentadas que llevaron a producirla. Todo esto impide a la gente identificar las tendencias existentes en el poder ―que nunca es homogéneo, aunque así se proyecte―, y también reconocerse en alguna de ellas como horizonte político.
En cuanto al activismo revolucionario que existe fuera de los espacios tradicionales y que ha ido emergiendo, hay un problema de escala en cuanto al acceso a las grandes masas: hablamos de grupos pequeños de personas que hacen activismo en condiciones precarias. Hay un límite material a sus condiciones de masificación.
También hay un límite sociológico que tiene que ver con lo que mencionamos al inicio sobre lo estatal y lo no estatal y sus horizontes de visibilidad. A estos actores les ocurre como a los otros no estatales: de cara a la gente lo público, lo estatal, sigue siendo lo «normal», lo «legítimo», y si bien eso no afecta el acceso a lo económico, sí se traduce en sospecha generalizada frente a lo político: «¿y esto qué institución lo convocó?», «si no hay una institución de por medio yo no me meto en eso» … Dicho límite afecta a la contrarrevolución también, pues responde a una cultura política asentada. Aunque esa cultura política está cambiando.
Un último aspecto que abre paso al deseo capitalista es la decepción. El pacto social entraña no solo un intercambio de obediencias y bienes entre los dirigentes y los dirigidos, sino que también contiene una ética que toma cuerpo en la conducta de la burocracia. La impunidad en torno a la corrupción, la no correspondencia entre el discurso y la realidad, las injusticias, la falta de sensibilidad, la indiferencia, el cinismo, la incapacidad para reconocer los errores, la intolerancia, la doble moral, entre otras, son conductas despreciables para la sociedad que, portadas por los dirigentes, laceran la sensibilidad y el compromiso socialista de las personas del pueblo. Por eso la complacencia con estos desvíos de la ética de la Revolución, a cualquier nivel y en cualquier escenario, es suicida.
La rebeldía antiestatal y el deseo capitalista son dos fenómenos verificables en la vida diaria de nuestra sociedad y observables en múltiples escenarios. Comprender por qué sectores del pueblo se sienten de esta manera con respecto al Estado cubano y a su proyecto socialista es fundamental para revertir esa tendencia y salvar la Revolución. En el malestar antiestatal y el deseo capitalista no hay fatalismo o inevitabilidad. Qué polo gana a la mayoría del pueblo es una disputa histórica que la decidirá quien sepa librarla con mayor «audacia, inteligencia y realismo».
Desde 1959 ha sido la política revolucionaria al frente del Estado la que se ha llevado a la gente con ella. Es inadmisible la perspectiva de que eso cambie, pues sí hay un destino ligado al de la Revolución: el destino del pueblo.
Notas
[1] Para leer un análisis más detallado de este asunto ver «Las masas en julio» de Leyner Ortiz Betancourt, en La Tizza (https://medium.com/la-tiza/las-masas-en-julio-2902cc3af2d1).
[2] Leyner Ortiz Betancourt: «Las masas en julio», en La Tizza, 11 de julio de 2022.
[3] Llamamos «lugar de sujeto» o «posición de sujeto» al conjunto de determinaciones concretas (situación socioclasista, relación con el poder, zonas de confort, capital cultural, entre otras) que median el modo en que los sujetos se apropian, se representan la realidad y los objetos de ella.
[4] La noción de «horizonte de visibilidad» usada en este texto refiere a la porción de una realidad fragmentaria, imposible de captar como totalidad, que le es accesible de manera consciente, conocible, a un sujeto social determinado.
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