¡Canta, oh diosa, la cólera del pélida Aquiles! Cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchísimas almas valerosas de héroes, que fueron presa de perros y pasto de aves de rapiña -cumplíase así la voluntad de Zeus- cuando se separaron, enfrentados, El Átrida, rey de hombres, y el divino […]
Si ha habido una constante a lo largo de la historia de la humanidad han sido las guerras (siempre provocadas por los hombres y siempre odiadas por las mujeres) y las alabanzas a héroes y guerreros que exterminaron pueblos, saquearon sus riquezas y esclavizaron, mataron o violaron a las madres, esposas e hijas de los vencidos.
Luego, las escuelas nos transmitieron una admiración enfermiza por «aquellos semidioses» que realizaron proezas insuperables. Ahí están, Aquiles, el matador de hombres; Julio César, paradigma del conquistador elegante y seductor; Aníbal y sus terribles elefantes; Gengis Khan, que cortaba cabezas como un loco; Mahoma y la Guerra Santa; los Reyes Católicos y la Santa Inquisición; Hernán Cortés, siempre bañado en sangre, y un largo e interminable etcétera. Las hazañas bélicas llegaron a su apogeo en la Segunda Guerra Mundial. Su resplandor lo puso EEUU con el arcoiris de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. Y, todavía seguimos dando cuerda al mismo reloj.
Otro gallo hubiera cantado a la humanidad si sus jefes, en vez de dejarse llevar por la cólera de Aquiles y del sanguinario Marte, hubieran dedicado sus vidas a aprender de Thot, el dios de la sabiduría, y de su esposa Maat, encarnación de la verdad, la justicia y la armonía universal. ¿Alguien puede imaginar dónde estaríamos ahora si hubiéramos desarrollado nuestro potencial por la vía correcta, en vez de seguir a los guerreros que buscaron gloria y poder expandiendo sus dominios hasta en el mismísimo infierno?
La historia oficial, cierta literatura de consumo masivo, el cine y la televisión, etc., están salpicados de héroes (ahora se han incluido heroínas en un guiño hipócrita al feminismo) que son máquinas de matar. En esos relatos «el enemigo» no es un ser humano (primera regla del lavado de cerebro), sino ratas, cucarachas, a las que hay que exterminar, aplastar, ya que son repugnantes. Para completar esa tarea son necesarios muchos soldados y soldadas dispuestos a dar la vida por «la bandera, la patria, Dios, y la democracia». Aquí se premian con medallas «los dos dedos de frente» y obedecer órdenes sin rechistar, sin cuestionar. La inteligencia y la metralleta son excluyentes.
La diosa egipcia Maat (la mujer de siempre) nunca ha querido igualarse al hombre demostrando su ferocidad en el campo de batalla y humillando al enemigo de turno (tipo la joven de Abu Ghraib). Ella es «la última esperanza». Es decir, el relevo necesario. Está diciendo NO a la construcción errónea del planeta. Intenta acallar los tambores de la guerra y retomar la cordura, esa que se traduce en sabiduría, verdad, justicia. La revolución no ha hecho más que comenzar. Llegará a todas, también a las mujeres del mundo musulmán, porque la libertad vuela a la velocidad de la luz y produce un efecto devastador en «el macho enjaulador» (expresión acuñada por Eduardo Galeano).
El sistema no teme a la mujer competitiva que acepta las leyes del mercado y se fija como objetivos el éxito y el poder. Ellas pueden ser excelentes compañeras de viaje. Lo que teme es a «la mujer sabia» que rompe la baraja porque el tablero está podrido y hace un llamamiento global para darle la vuelta a todo y crear una nueva sociedad con valores humanos (no monetarios), lo que es urgente para dar el salto comunal.
Mientras Thot y Maat (el hombre y la mujer sabios) no venzan a Aquiles y a Marte no podremos contemplar el milagro de un vuelo colectivo hacia la luz.
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