Los únicos valores positivos siguen estando donde estaban, en esa izquierda social por derrotada que esté. Desde esos valores hay que volver a empezar otra vez como si hubiéramos perdido, que de hecho hemos perdido (…) lo que empezó en 1848. El lado positivo de todo esto sería que, si hay que empezar como en […]
El lado positivo de todo esto sería que, si hay que empezar como en 1847, entonces habría que empezar como si no estuviéramos divididos en las distintas corrientes del movimiento de renovación social, como si todos fuéramos socialistas, comunistas y anarquistas, sin prejuicios entre nosotros, volviendo a empezar de nuevo, a replantearnos cómo son las cosas, en qué puede consistir ahora el cambio, y, sobre todo, al servicio de qué valores, admitiendo de una vez que lo que hay en medio lo hemos perdido.
Manuel Sacristán Luzón
Eran otros tiempos y las cosas estaban más claras. En la esquina de la calle San Rafael y la Rambla del Raval, en Barcelona, una placa recuerda el lugar donde fueron asesinados por pistoleros de la patronal el dirigente anarquista Salvador Seguí y su compañero Peronas. Corría el año 1923 y los convulsos tiempos del pistolerismo se enseñoreaban de la ciudad condal, la más violenta de Europa Occidental en aquellos años. Al contrario del Chicago del hampa, la ley Seca y los clásicos hollywoodienses la Rosa de Fuego estaba inmersa en una auténtica lucha de clases de violencia inusitada. En las lóbregas y sucias calles de los barrios viejos, entre la miseria y el hacinamiento de los cuchitriles donde habitaban las clases populares, los incidentes armados y las carreras sobre los adoquines rompían repetidamente el silencio de la noche. La eclosión de una clase obrera industrial fuertemente politizada por el anarquismo hegemónico provocó la furibunda reacción de la aterrorizada burguesía catalanista y católica, aliada con lo más reaccionario de la oligarquía patria en el aplastamiento de los proletarios subversivos. El resultado fue una vorágine de asesinatos políticos cometidos por los apóstoles de la «propaganda por el hecho», superada de largo en ferocidad por la represión policial y mercenaria de requetés y somatenes en aquellos años de plomo.
En esa guerra sin cuartel de huelgas generales revolucionarias, lock outs patronales, barricadas, pistoleros y octavillas las líneas de demarcación social estaban perfectamente claras y la muy ilustrada y europeísta burguesía catalana se alineó, sin vacilar un segundo, con los defensores del statu quo y del tiro en la nuca. El odio de clase reaccionario mostró crudamente su carencia absoluta de escrúpulos morales cuando lo que está en juego es el mantenimiento de su preeminencia social. Los venerados próceres del nacionalismo catalán (encabezados por Cambó y Prat de la Riba), representantes de lo más granado de la burguesía noucentista, tan devota de las modas parisinas, los bailes de salón y la poesía medievalizante, no dudaron en echarse en brazos del criminal gobernador civil Martínez Anido para eliminar a sangre y fuego a los más significados dirigentes revolucionarios como El noi del sucre: tratándose de la defensa de sus prebendas seculares, las diferencias «identitarias» y arancelarias con los políticos centralistas madrileños sobre la llengua y la pela carecían de importancia. La ominosa y tristemente célebre Ley de Fugas fue el símbolo de la fusión entre el brazo implacable de la ley y la oligarquía para sembrar el terror y descabezar el movimiento obrero.
A esa élite social, nacionalista y retrógrada, no le dolieron prendas en reclamar mano dura al sanguinario representante del gobierno de Su Majestad y sus asesinos a sueldo infiltrados en el Sindicato Libre (sic) mientras celebraban, rodeados de sotanas y galones, las pedidas de mano de sus pubillas en sus mansiones de Pedralbes . Para completar la tarea de aniquilación política del adversario no tuvieron tampoco empacho alguno en aliarse con el Borbón para instigar el «autogolpe» de Primo de Rivera (gran aliado suyo desde su atalaya de capitán general de Barcelona) y acabar de una vez por todas con esas «hordas» subversivas que tenían la osadía de aspirar a abandonar su secular posición subalterna.
El más descarnado enfrentamiento civil ensangrentaba las calles de una ciudad convertida trece años después en escenario de la revolución libertaria más importante del siglo XX europeo durante los primeros meses de la Guerra Civil española. A pesar de la feroz resistencia de los guardianes del orden, una extraordinaria ola de ascenso de luchas populares durante la malhadada Segunda República culminó en un experimento único de transformación social. Las escuelas racionalistas, ateneos populares, dispensarios, cooperativas y demás gérmenes de autogestión obrera combinados con la masiva colectivización fabril y la creación de auténtico poder popular jalonaron este fugaz destello de efervescencia revolucionaria.
Es de imaginar la brutalidad de la respuesta de las clases dominantes alineadas con el bando franquista (jaleado entusiásticamente por el conspicuo mandamás catalanista Francesc Cambó) contra aquellos que aspiraban a expropiar a los expropiadores y a hacer añicos las junturas de las vetustas estructuras sociales. Los ilustres apellidos molt catalans con la «i» en medio pactaron con el diablo para someter a un castigo ejemplarizante a los que cometieron la intolerable insolencia, inmunes a los centenarios posos de la tradición, de profanar el sancta sanctorum de la burguesía catalana instalando comedores populares en los magnificentes salones del hotel Ritz.
La rápida extirpación de este conato de asaltar los cielos en el dramático contexto de la guerra civil contra el fascismo internacional y de las luchas intestinas dentro del bando republicano dejó enterrado injustamente en el olvido durante mucho tiempo aquel intento de dar vida a las quimeras. La crueldad de la implacable represión de la posguerra y el tupido velo de silencio posterior impuesto por aquellos que debieran haber sido sus herederos (las entreguistas y vergonzantes izquierdas de la transición) no lograron atenuar completamente los ecos inspiradores de aquellos aldabonazos de un mundo nuevo.
Trampantojos
Dicen que la patria es un fusil y una bandera.
Mi patria son mis hermanos que están labrando la tierra.
Chicho Sánchez Ferlosio
Noventa años después de que los pistoleros del Lliure segaran la vida de los dos luchadores anarquistas , aquella claridad de las cosas, trágica pero meridiana, se ha esfumado. En el gentrificado entorno del lugar del infausto crimen encontramos (amén de restaurantes exóticos de comida rápida y paseos esponjados para mejor control policial de las tribus urbanas) hoteles de pseudolujo, posmodernos equipamientos culturales y una abigarrada miscelánea de despistados turistas con su inevitable corte de raterillos.
La terciarizada y mercantilizada ciudad, convertida en lugar de esparcimiento para las riadas de visitantes ansiosos por vaciar sus faltriqueras en los comercios de la millor botiga del mon, parece haber borrado completamente cualquier rastro de su convulso pasado. Esta atmósfera urbana aséptica y despolitizada, con sus arterias convertidas en parques temáticos para bus turistics, cruceros y casinos, es el correlato simbólico de la casi total desaparición del antagonista de la escena política y social. La práctica extinción de los «monos azules» de las viejas comunidades obreras, que no hace mucho vivificaban las culturas populares de los barrios «desarrollistas», ha conllevado la aparente erradicación del conflicto de clases de su escenario natural. Los vínculos sociales y antropológicos que anudaban las conciencias de los trabajadores y catalizaban su organización y resistencia frente a un enemigo fácilmente identificable han sido destruidos por un adversario que ya no necesita pistolas ni torturas para alcanzar su cometido. El talón de hierro neoliberal con su corte de financiarización, servidumbre por deudas, precarización laboral, deslocalizaciones, pseudodemocracia formal y demás disolventes de la identidad de clase ha sido el eficacísimo enterrador de un proletariado europeo ya diezmado por el reformismo socialdemócrata y el estado de bienestar de la posguerra. Es en los inmensos océanos de miseria de los desheredados de la tierra donde sus epígonos retoman el testigo de la lucha contra el imperialismo y la explotación.
El pálido rescoldo de aquella clase obrera insurgente, materializado en la sucesión ritual de movilizaciones y marchas variopintas, no puede ocultar la casi total vacuidad de su inocua liturgia. A despecho de la legitimidad de las batallas sociales contra el tajo privatizador neoliberal y de los diques de contención que puedan poner en los atropellos perpetrados por los «descreadores de vida», las luchas sindicales no dejan de formar parte de maniobras de resistencia contra la progresiva pérdida de un estado de bienestar, muy funcional por cierto al capitalismo de los «treinta gloriosos», pero ya completamente obsoleto. El intento de voltear el orden social sin limitarse únicamente a la defensa de aspectos crematísticos, demediados servicios públicos y trincheras funcionariales parece haber sido arrumbado al baúl de los utopismos trasnochados. Las demandas ciudadanistas de frentes cívicos promoviendo farragosos procesos constituyentes, purificación democrática y regeneración de la infame casta de politicastros caen en la ingenuidad recurrente de concebir como reformable lo que no es más que el trampantojo que oculta con su retórica participativa el poder real en manos del gran capital.
Mientras tanto, las legiones de turistas que desfilan hacia la Sagrada Familia en aborregada procesión observan las manifestaciones a su paso como un espectáculo más, una suerte de performance situacionista de la realidad virtual empaquetada que se les ofrece. Las algaradas callejeras y las quemas de contenedores son el aparatoso colofón de toda la parafernalia. Son, asimismo, la prueba en negativo en su anómica inanidad de que la posibilidad de un enfrentamiento político real que haga siquiera tambalearse al entramado dominante parece haber sido tiempo ha excluida del campo de lo factible.
En este río revuelto de confusión y pérdida de referentes sociales otra vieja ideología de masas, también decimonónica, ha venido a ocupar el vacío dejado por la práctica desaparición de las organizaciones de trabajadores y sus aspiraciones socialistas. Presto a captar la difusa insatisfacción ciudadana para encauzarla hacia el proyecto de sociedad más funcional actualmente a los intereses de la burguesía catalana, el nacionalismo esencialista parece haber tomado el relevo del papel de elemento aglutinador de pasiones sociales que en su momento tuvo el movimiento obrero.
Por arte de birlibirloque, la sucesora directa de aquella filofascista burguesía de los años de plomo, que entonces fracasaba en su intento de embaucar a los proletarios con su paternalismo corporativista de colaboración de clases, logra por fin unir bajo su égida, con la demagógica cháchara de la opresión nacional, a una parte importante de la clase trabajadora catalana. La nítida y racional línea de demarcación que enfrenta objetivamente al obrero y el patrón en la sociedad capitalista trasunta en la irracional concepción idealista y romántica del pueblo oprimido por la despótica bota centralista. Una parte importante de la colectividad social transforma su conciencia de la realidad en la que vive hasta llegar a hacerla contradictoria con lo que debería esperarse de su objetiva condición subalterna. Los Fainès, Laportas, Godós y demás capitostes de la muy clasista y desigual sociedad catalana se ven incluidos, en virtud de su pertenencia al cuerpo místico de la patria de Verdaguer, en el mismo conjunto socio-político que las legiones de trabajadores precarios por ellos explotados. El éxito inicial obtenido en esta fenomenal maniobra mistificadora de creación de molinos de viento para el desahogo de la ira y las frustraciones populares demuestra la casi total pérdida de la sabiduría político-antropológica de la clase obrera, inerme ante la última embestida de la alienación burguesa.
Sin embargo, y a pesar de todo el aparato de propaganda mítico-patriotera puesto en marcha para movilizar a la ciudadanía hacia un supuesto destino manifiesto de la milenaria nación de Wifredo el Belloso, libre al fin del yugo y el expolio de la opresora Castilla, los gigantescos y cosmopolitas cruceros que vomitan enjambres de turistas en el puerto de Barcelona pueden tener mucho más que ver con la fiebre soberanista que los constantes atropellos cometidos por los herederos del abominable Felipe V.
La terciarización de la estructura productiva de Cataluña y la consiguiente pérdida acelerada de su tejido industrial, histórica locomotora del endeble capitalismo español, han provocado un cambio sustancial en la maraña de ligaduras que engarzaban la prosperidad catalana con las políticas económicas del gobierno central. La desaparición progresiva del flujo circular consistente en la recepción masiva de mano de obra barata de la estepa mesetaria preservando simultáneamente un mercado cautivo para los productos de la, otrora pujante, industria catalana ha ocasionado la pérdida de interés de una parte significativa de la élite dirigente hacia la pertenencia al Estado español. La comunión de intereses entre los prebostes de la Catalunya com cal y la casta madrileña comienza a diluirse en los años posteriores a la transición-transacción posfranquista. Es entonces cuando desaparece (vía draconianas reconversiones industriales realizadas a mayor gloria del capital transnacional por el primer gobierno «socialista»de Felipe González) la estructura económica fordista que imbricaba la economía catalana con la capitalina forjando las típicas relaciones de intercambio desigual con las zonas atrasadas de la península. La unidad de mercado, que en el tardofranquismo fraguó una argamasa socioeconómica altamente funcional para preservar la hegemonía del mayor polo de desarrollo histórico de la atrasada economía patria, termina por saltar por los aires con la integración europea y la radical transformación de la estructura productiva del capitalismo globalizado.
La dependencia creciente del maná turístico y de los ingresos procedentes de los caudalosos flujos financieros exteriores conforman un nuevo andamiaje de economía rentista para la cual el corsé del Estado español ha devenido progresivamente contraproducente. El muy civilizado y democrático emirato qatarí y su «generosísimo» sostén al sacrosanto BarÇa, los congresos de móviles que colman la abundante oferta hotelera de la ciudad condal y las ferias inmobiliarias en las que los nuevos ricos y mafiosos ruso-asiáticos adquieren a golpe de talonario señoriales y modernistas mansiones son algunos botones de muestra de esa metamorfosis. El intento en curso de la decadente burguesía catalana de forzar las costuras de la piel de toro ha captado asimismo importantes apoyos entre esas clases medias pequeñoburguesas que ya no obtienen réditos de la explotación del extremeño sino del alquiler de pisos turísticos para solaz de los ruidosos y rubicundos jovenzuelos centroeuropeos. La reducción, en tiempos de penurias, de las transferencias estatales y europeas que generosamente financiaban aves, autovías y terminales aeroportuarias supone la guinda del pastel del aumento de incentivos hacia la ruptura del statu quo.
En la confluencia coyuntural entre las tiranteces de los politicastros por un «quítame allá» esos cupos y balanzas fiscales, la mencionada fractura creciente entre la nueva burguesía especuladora y rentista catalana y el núcleo madrileño y el impacto brutal de la crisis actual en unas clases medias y populares tiempo ha desgajadas de la tradición del movimiento obrero están pues las claves del delirio soberanista.
En una regresión de dos siglos al romanticismo irracionalista decimonónico, previo a la irrupción de la clase obrera internacionalista, se pretende ocultar al pueblo la identidad esencial entre los intereses de las distintas fracciones de la burguesía en su lucha por la tarta creciente de la riqueza extraída a los trabajadores para ofrecerle el hueso de una supuesta tierra prometida en la constitución de un Estado igual de neoliberal y explotador que el actual. Todo el ampuloso y sumamente cursi aparato de propaganda del poder comunicacional encabezado por TV3 y la decisiva herramienta del monopolio educativo en la formación del espíritu nacional-catalán se ponen al servicio de esta fenomenal mistificación que culmina el proceso de pérdida de los referentes fundamentales de las luchas históricas de las clases populares.
Eppur si muove
Para rebelarse y luchar no son necesarios ni líderes ni caudillos ni mesías ni salvadores. Para luchar sólo se necesitan un poco de vergüenza, un tanto de dignidad y mucha organización.
Subcomandante Marcos
Sin embargo, esta ciudad terciarizada, banalizada, forrada de banderitas y convertida en lugar de desfogue para las oleadas de horteras consumidores de Ryanair y piedras modernistas conserva en sus entrañas los atisbos de que la resistencia popular ante el régimen vigente mantiene cierta vitalidad larvada pugnando por resurgir de sus cenizas.
En los intersticios de la marca Barcelona, desnaturalizada y empaquetada para el shopping de los cruceristas, y lejos de los vacuos rituales de la política espectáculo prosiguen los arduos esfuerzos de creación de moléculas de vida comunitaria. De una forma silenciosa, más allá del activismo exclusivamente institucional, los farragosos procesos constituyentes y el electoralismo oportunista la construcción de nuevo tejido social se lleva a cabo en los márgenes de la mercantilizada realidad circundante.
La retirada de las personas a su reducto laboral, familiar, alejadas de la construcción de focos de resistencia y autonomía que permitan trascender el ámbito privado y establecer vínculos entre los distintos colectivos populares es la esencia de la alienación social y la gran victoria ideológica del orden vigente. Desde esa escisión artificial de aspectos indivisibles de la vida humana el ciudadano-mónada queda inerme ante las maniobras manipuladoras de los think tanks que diseñan las estrategias de la farsa política al servicio de los intereses espurios de las élites. Es en esa incapacidad inducida para aunar esfuerzos capilares de transformación de las condiciones de vida donde reside la enorme vulnerabilidad de las clases populares ante las falsas panaceas libertadoras pergeñadas por los distintos poderes sociales para engatusar a la ciudadanía.
A pesar de ello, como demostró la sorprendente e intencionadamente olvidada (entre otras molestas cosas, por poco patriótica y escasamente identitaria) erupción social provocada por el 15-M, la posibilidad de un enfrentamiento contra los enemigos reales de los de abajo no está erradicada del imaginario colectivo. En aquella breve explosión de descontento masivo contra el establishment quedó de manifiesto que, por debajo de los trillados y banalizados cauces de canalización de la expresión popular marcados por el poder político y mediático, existen pequeñas áreas de libertad fuera del control del entramado dominante.
Pese a su fugacidad como movimiento de masas el 15-M dejó su poso en toda una constelación de focos de resistencia que porfían por expandir, sin el efectismo inicial, las cuñas socializantes en la realidad opresora que las envuelve. Esa progresiva decantación desde las estériles demandas regeneracionistas dirigidas a «los de arriba» hasta el trabajo cotidiano impregnando las luchas concretas de las organizaciones de base es lo que garantiza su preservación. Evitando el enfrentamiento frontal con una mezcla de creatividad y resistencia civil y yendo más allá de pueriles asaltos al Congreso y demás muestras de infantilismo ideológico se logra, lenta pero eficazmente, la sedimentación de procesos de creación de nuevas formas de vida cotidiana. Más allá de los clarines y cornetas de los pomposos rituales de la democracia formal y de la irracional golosina de la Tierra Prometida del nacionalismo burgués, se tejen infraestructuras autónomas que pugnan por ampliar su ámbito de actuación.
En tiempos, como brillante pero amargamente describe la cita inicial de Sacristán, de derrota y reflujo del proyecto de renovación social radical que dio sentido a las luchas históricas de los trabajadores se debe hacer retornar la política a la base material del vivir de las personas. Cuando los grandes poderes financieros con un click de ratón pueden postrar en la miseria con sus apuestas de casino a millones de agricultores dependientes de unos céntimos de variación del precio de su producto, resulta estéril cualquier intento de transformación de la carcasa pseudodemocrática a través de la participación en los circos electorales. Precisamente, ese envoltorio aparentemente participativo está destinado a mantener incólume y a salvo de cualquier injerencia realmente democrática al bloque hegemónico de poder corporativo-financiero del capitalismo actual.
En este escenario de gran debilidad de las luchas populares en la vieja Europa la eficacia del activismo es muy superior cuando, eludiendo entrar en la arena mediática de los discursos y las campañas, se generan estructuras comunitarias que desarrollan actividades concretas. Los guardianes del orden, como los aparatosos desalojos de centros sociales okupados demuestran, manifiestan toda su agresividad represiva ante los intentos de eludir el enfrentamiento directo según las reglas del poder, para implantar directamente el tejido social regenerado confiando en su expansión en el organismo enfermo. Aunque parezcan minúsculas gotas en el inhóspito océano circundante, estos ámbitos colectivizados tienen mucho más calado político que las operaciones de marketing electoral que se quieren vender como la panacea de la resurrección de la izquierda. Esas maniobras cupulares que pretenden movilizar a las masas desorientadas que esperan a su Mesías redentor, venido a salvarlas de la opresión y el sufrimiento, tienen el deletéreo efecto de provocar, cuando la euforia inicial se desinfla, más desánimo y frustración ante la imposibilidad de llegar siquiera a rozar la coraza del monstruo.
Bien al contrario; es en la implicación en los problemas de los barrios, en los cuidados a distintos colectivos, en los ateneos populares e incluso en transformaciones de la base económica a través de ocupaciones de fábricas y creación de verdaderas cooperativas de producción al margen del mercado como se puede saltar la barrera entre lo privado y la verdadera política. Como sabiamente dice Marcos, para rebelarse y luchar no son necesarios ni líderes ni caudillos ni mesías ni salvadores, sólo el trabajo diario y tenaz de gente anónima comprometida con la desmercantilización radical de las reglas del juego.
Todos estos procesos en curso permiten mantener la esperanza de hacer justicia a aquellas inmarcesibles utopías de los viejos luchadores, para que puedan iluminar de nuevo los procelosos caminos de la emancipación humana en este mundo cada vez más grande y terrible.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.