Cuando el atentado contra las torres del Centro Mundial de Comercio en New York el 11 de septiembre de 2001, más allá de lo lamentable de 3.000 muertes, muchas personas en el mundo festejaron. Algunos -como muchos musulmanes- en forma pública. Otros -recatados occidentales- alegrándose en privado. Pero sin dudas un sentimiento de satisfacción cruzó […]
Cuando el atentado contra las torres del Centro Mundial de Comercio en New York el 11 de septiembre de 2001, más allá de lo lamentable de 3.000 muertes, muchas personas en el mundo festejaron. Algunos -como muchos musulmanes- en forma pública. Otros -recatados occidentales- alegrándose en privado. Pero sin dudas un sentimiento de satisfacción cruzó el mundo, aunque las respuestas oficiales fueron de condolencias: alguien se había atrevido a «ponerle el cascabel al gato». Hoy, unos años después, va quedando cada vez más claro que el hecho fue un montaje calculado; pero eso no invalida lo dicho arriba: aunque las muertes fueron de inocentes -negros e hispanos fundamentalmente, todos trabajadores de los edificios; ningún empresario, ningún banquero, ningún general de cinco estrellas- era un golpe dado en el corazón del imperio, y para una amplia mayoría de la población mundial, eso tuvo un cierto sabor de triunfo.
¿Qué significa este hecho? ¿Por qué lo traemos a colación ahora? Cuando el presidente Bush se pregunta «¿por qué nos odian?» no está sino respondiendo esas preguntas: el mundo odia al imperialismo estadounidense. No odia a sus ciudadanos, sino lo que el imperio significa. Lo odia como siempre los más explotados han odiado a sus explotadores; lo odian en medio de una confusa mezcla de temor y admiración simultáneas, en la que, sobre todas las cosas, destaca el odio. Lo odian como cualquier subordinado, explotado, sojuzgado odia al motivo de sus penas. ¿Por qué no habría de odiarlo acaso?
Ahora bien, hay una buena noticia: el imperio no está creciendo. No está por caer en lo inmediato, pero todo indica que comenzó su curva descendente. Y eso, para la gran mayoría del mundo, no deja de ser alegre.
Después de la Segunda Guerra Mundial, a fines de los 40, como principalísima potencia capitalista occidental, con el monopolio de la energía nuclear y líder indiscutido en investigación científico-técnica, Estados Unidos se erigió en locomotora del desarrollo de la humanidad. Su economía, que venía creciendo ininterrumpidamente desde hacía 150 años, le permitió imponerse como potencia total, no sólo en lo económico sino también en lo político, militar y cultural. El «american way of life» se impuso en forma planetaria, y el mundo todo pasó a depender de Washington y del dólar. Para la década de los 60, de los 70, ese poderío -más allá del equilibrio relativo jugado por la Unión Soviética- fue total.
Para los 80, para los 90, otras potencias capitalistas -Japón, la Comunidad Europea- comienzan a hacer alguna sombra en el ámbito económico, aunque lejos de poner en jaque su supremacía. Y la caída del campo socialista acaecida en la última década del siglo XX lo deja como poder político-militar omnímodo, tanto o más que en el escenario post bélico del 45.
Pero entrado el siglo XXI vemos que su declive es indetenible. Acostumbrada a un nivel de vida sobredimensionado, habiendo hecho del hiper consumo el motivo último de su dinámica, la sociedad estadounidense desde hace décadas ha gastado muchísimo más de lo que ha producido. Dicho en otros términos: está viviendo del crédito. Y es el resto del mundo quien paga su derroche superfluo, nosotros, cada uno de los que leemos estas líneas. ¿Por qué? ¿Hasta cuándo?
En realidad la caída comienza por un sinnúmero de motivos, pero básicamente por una dinámica interna. No ha sido un ataque externo el que provoca su declive; no ha sido tampoco el odio generalizado que da vuelta al mundo -la quema de una, o muchas, banderas del imperio no alcanzan para desestabilizarlo, en modo alguno-. El declive comenzó porque el modelo capitalista llevado a su nivel absurdo de imperialismo global no tiene futuro, no puede tener futuro. No sólo no puede tener futuro, sino que es un contrasentido humano: gastar más de lo que se produce es, simplemente, un delito ético, una inmoralidad. ¿A dónde puede llevar el consumo incontrolado que generó el capitalismo en su punto cúlmine? Al descalabro, en todo sentido: humano y del planeta, nuestra casa común.
No hay ninguna duda que el imperialismo estadounidense ya llegó a su punto máximo de desarrollo -algunos dicen que para la década del 70, coincidiendo con su techo de producción petrolera- y que ahora va para abajo. Sigue siendo una potencia invencible en lo militar, pero eso mismo marca que perdió su llama inventiva, su potencia como avanzada de la ciencia y la técnica. Lo único que puede seguir haciendo como sociedad es forzar a no bajar su nivel de vida -hedonista y vacío-, pero manteniéndolo a través de un crédito impagable y de un deterioro medioambiental criminal.
¿Son tontos o demasiado crueles quienes dirigen esa sociedad? Quizá una mezcla de todo eso; como lo somos todos los humanos en definitiva. Pero la respuesta habría que buscarla en algo más que una característica propia de los estadounidenses: los sistemas sociales que nos trascienden nos imponen sus matrices. Una sociedad agraria tradicional del neolítico no podría vivir del crédito ni depredar su propio ambiente como se hace en Estados Unidos; no podría porque la matriz social en que se desenvuelve no se lo permite. Pero el capitalismo hiper desarrollado, en su fase de voracidad imperialista global donde lo único que rige la vida es la obtención inmediata de ganancia y el hedonismo simplista, no puede dejar de ser una maquinaria loca que se cava su propia fosa.
Estados Unidos de América desarrolló en forma suprema ese modelo de pobreza humana disfrazado de riqueza material absoluta. Pero ahora comienzan a verse los pies de barro sobre los que estaba asentado. Mientras pudieron imponer su moneda como patrón de cambio universal, todo el mundo les financió su voracidad. Ahora comienzan a cambiar las reglas de juego. La economía estadounidense vive del crédito, tanto los ciudadanos como el Estado. Eso no es sostenible. Sólo la guerra puede intentar demorar la caída. Demorar, pero no impedir. La economía ha perdido pujanza, va perdiendo competitividad ante otros nuevos actores, la media cultural del ciudadano común es cada vez más baja, la brecha en la diferencia de la apropiación de la riqueza nacional se agranda (ricos cada vez más ricos y en cantidad cada vez más reducida y pobreza en aumento), la violencia interna y externa en niveles siempre ascendentes, créditos impagables basados en un dólar artificialmente mantenido, dependencia del petróleo -que ya no tienen- cada vez más absoluta, un parque industrial envejecido; en otros términos: el escenario es caótico, aunque siga siendo líder en muchos aspectos aún.
En la actualidad alrededor de un 25 % de los gastos públicos del gobierno federal se destinan a la guerra. Su maquinaria bélica es fabulosa, aparentemente invencible en el ámbito de la contienda convencional. Pero aunque sean la hiper potencia militar sin contrincantes a la vista, esa bravuconada no es sostenible como auténtico proyecto de desarrollo armónico.
Las guerras actuales, las que están en curso (Afganistán, Irak) o las que puedan venir (Irán, Venezuela), no son sino la expresión de una voracidad irrefrenable que intenta acometer contra todo lo que se oponga a su supremacía pretendidamente «divina». Pero «el sueño de la razón produce monstruos», y ya ha llegado la hora de terminar con tanta locura.
Un país que en su momento fue locomotora del desarrollo capitalista, desde hace ya varias décadas vive del crédito, recibiendo capitales frescos día a día que el resto del mundo le paga sólo por miedo a sus criminales armas. ¿Es eso éticamente sostenible?
Como todo tirano, como toda clase dirigente enferma de poder, como todo imperio en la historia, sentirse dios irremediablemente conduce a la decadencia. Eso ya está sucediendo en la clase dirigente de Estados Unidos. ¿Qué hacer entonces? Apurar la caída de una buena vez por todas. Eso no terminará con el sistema capitalista, pero es una forma, como mínimo, de preservar el planeta y de permitir vías alternas a un consumismo psicótico. Hoy día levantar la voz contra el imperialismo estadounidense es una medida revolucionaria. Si esa loca maquinaria -hoy día en manos de fanáticos perfectamente equiparables a Hitler y su delirio de raza superior- empieza a estar contra las cuerdas, de todos nosotros depende apurar la caída. La lucha antiimperialista nos llama.