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Cuarenta años no son nada

Fuentes: Bohemia/Rebelión

Mientras miríadas de políticos intentan a la desesperada conjurar la debacle lo mismo en la Grecia de posible default (impago) que en unos Estados Unidos pertrechados apenas con las ventajas comparativas de su armamento -en desarrollo tecnológico y productividad ceden cada vez más terreno -… Mientras la derecha insiste en un ideario en que se […]

Mientras miríadas de políticos intentan a la desesperada conjurar la debacle lo mismo en la Grecia de posible default (impago) que en unos Estados Unidos pertrechados apenas con las ventajas comparativas de su armamento -en desarrollo tecnológico y productividad ceden cada vez más terreno -… Mientras la derecha insiste en un ideario en que se entroncan la cacareada «mano invisible del mercado» y las falacias de una democracia en nada maculada o coartada por la propiedad privada… Mientras ciertos revolucionarios transfigurados en reformistas, la gran negación, asumen como absoluta la verdad parcial de que el capitalismo se autorregula en cualquier circunstancia, pues incluso la cíclica destrucción de sus fuerzas productivas le sirve de envión para una mayor expansión…

En tanto todo eso ocurre, un señor llamado Inmanuel Wallerstein llega al ruedo profiriendo a voz en cuello algo lesivo para oídos como de vestales, de vírgenes inhallables: pudorosos en grado sumo. Que el capitalismo moderno no puede sobrevivir en calidad de sistema, y por ello atraviesa la etapa postrera de una crisis estructural de larga duración. «No es una crisis de corto plazo, sino un despliegue estructural de grandes proporciones» (alrededor de 40 años), afirma lapidariamente el «entrometido» de marras, conocido sociólogo norteamericano, citado por el colega Gastón Pardo.

Y, dado el fracaso del paradigma llamado socialismo real, cualquiera subestimaría la consideración de que el mundo se encuentra en una fase de transición, y de que la batalla se libra por una alternativa a la formación socioeconómica actuante y sonante (mejor: disonante). Solo que este hombre con estirpe de augur acertó anteriormente al pronosticar el fin del modelo neoliberal. Así que ojo con la profecía actual.

Profecía, o diagnóstico que, por cierto, resulta nuevo si acaso con respecto a la cota temporal del suceso. Porque ya el marxismo clásico columbró que el capitalismo lleva en su seno el germen de su propia destrucción. Germen, que no signo obligatorio, teleológico o predeterminado; y posibilidad fallida sin la actuación de la vanguardia proclamada desde el Manifiesto Comunista… o sin la vanguardia en general, pues a estas alturas del «juego», con la reconfiguración de la estructura socioclasista a nivel mundial, han triunfado revoluciones inicialmente exentas de la centralidad del proletariado -una fuerza más, a la postre decisiva-. Eso sí: no ha faltado nunca en ellas un grupo concienciador, organizador, dirigente, encargado de los «trabajos de Hércules».

Por supuesto, el profeta «maldito» no queda ahí. Para él constituye un hecho la imposibilidad de continuar el principio básico de la acumulación de capital. Principio que ha terminado por deshacerse a sí mismo, entre otras razones porque la clase dominante y las élites de poder son incapaces de resolver el «problema de incertidumbre» en que se han adentrado. Cuando el sistema es relativamente estable, explica, existe un relativamente limitado libre juego. Pero cuando se torna inestable y entra en crisis estructural, tal la presente, irrumpe el libro albedrío y los actos individuales importan de una manera inédita en medio milenio, algo peligroso por impredecible en un plazo mayor, como lo expresa la «ciencia de la incertidumbre», sobre la que también se basan conjeturas de parálisis, dado que los inversores han dejado de confiar en el mercado para reinvertir sus excedentes monetarios.

De modo que la batalla en marcha no se asentaría sobre el destino de la formación en sí, sino de lo que va a suplirla. Ahora, de sobra sabemos que al capitalismo lo puede sustituir un sistema postcapitalista no genuinamente socialista, aunque se autoperciba de esa guisa; un sistema donde, alertaba Engels, a la explotación «inventada» por el capital se le uniría (se le ha unido) el despotismo de un Estado con vocación de justicia mas negado a preparar las condiciones para su propia destrucción -necesidad histórica- y dejar su fuero a la autogestión social, abroquelado en el ejército de filas cerradas e intereses «sagrados» en que se erige la burocracia.

¿Llevará razón Immanuel Wallerstein? ¿Estaremos situados en el vórtice de la transición a otro sistema y la lucha política desatada en el orbe -el repudio del indignado 99 por ciento de la humanidad al1 por ciento poseedor- no se libra en aras de un revivificado curso del capitalismo, sino de su reemplazo?

Quizás. Y se me permitirá calzar la titubeante respuesta con el argumento de que el despliegue de la praxis social aún no nos permite asegurar nada. Ojalá todo dependa de que el «libre albedrío» y los «actos individuales» resulten canalizados por una vanguardia que obre el «milagro» de que el socialismo no quede en mera autoapreciación. Y que se generalice aunque sea dentro de los próximos, benditos cuarenta años.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.