-I-
No es ni será la última vez que nos topemos con la atrocidad de la guerra en su terrible materialidad. Una vez desencadenada, se interna en una zona incierta donde solo unas elites obtienen ingentes beneficios y los demás pierden, con la única incógnita referente al saldo final de muertes militares y civiles de cada bando. Aun si luego se proclaman victorias, se restaura el orden y la autoridad, se reparten los botines de guerra y el orgullo nacional impide ver el desastre en el campo de batalla. La pérdida incontable de vidas. El arrase de las ciudades y de los sueños que las habitan. La injusticia perpetuada y la estafa moral oculta en la proclamación de la victoria.
No es cuestión de diluir responsabilidades. Hay que señalar, en primer término, a líderes autócratas habituados a imponer su voluntad no a fuerza de ley sino sobre la base de la ley de la fuerza. Es sabido: si el mundo no se doblega, tanto peor para él. La realpolitik que suelen practicar los estados imperiales, como una especie de pesadilla que se repite, se mueve en la trastienda del derecho internacional. Aun cuando se busque una justificación ad hoc y una metralla de eufemismos –comenzando por el concepto de “operación especial” para designar una invasión militar en toda regla- pretendan agujerear la verdad del horror de la guerra. Muchos son los antecedentes: Irak, Afganistán, Libia, Siria, Yemen… y ahora Ucrania. La enumeración no es exhaustiva y, desde luego, habría que incluir otros conflictos armados –de baja intensidad, aunque prolongados en el tiempo- de los que ni siquiera se habla, desde el Congo o Mali a Palestina. Nada de eso altera un ápice el dictamen moral de esta guerra en curso: la atrocidad, por más repetida que sea, no pierde su condición. La condena no puede ser más inequívoca. La decisión unilateral de iniciar una guerra acusa como un boomerang a quienes la lanzan.
El problema, sin embargo, no se agota ahí. No están exentos de razón los críticos que señalan que también las potencias occidentales podrían haber hecho muchísimo más para evitar esta confrontación bélica. Apostar por una vía diplomática más efectiva, evitar movimientos militares que pudieran ser interpretados como provocaciones manifiestas, cumplir los compromisos asumidos de forma bilateral y buscar, en suma, una salida negociada a un conflicto del que, en términos generales, no conocemos más que sus efectos. Al fin de cuentas, ¿de qué se sorprenden esas potencias que, históricamente, han procedido del mismo modo imperial?
La continuidad de la guerra es un nuevo fracaso sonoro de una política de diálogo mínimamente efectiva. Dicho esto, anticipémoslo de una vez: por más aciertos de análisis que hagamos, quienes ponen los muertos son los otros. No las jerarquías gubernamentales ni las oligarquías locales ni los diplomáticos de Bruselas ni los demócratas atlánticos que tampoco renunciaron a buscar el talón de Aquiles de un megalómano empecinado en consolidar su posición geoestratégica. En este sentido, no resulta sorprendente que la historia se empecine en seguir su curso sangrante, indiferente a nuestros preceptos morales. Por lo demás, ¿desde cuándo la política se ha movido sobre el fundamento del derecho, incluso en el llamado «estado de derecho»? ¿En qué momento la guerra dejó de ser la continuación de la política por otros medios como sostenía el teórico de la guerra Clausewitz?
Llegados a este punto, lo fundamental reenvía a las víctimas que solemos olvidar. Las que quedan en las cunetas o las que logran sobrevivir a fuerza de huir. Lo que hermana a las personas ucranianas con tantas otras víctimas de guerra. Aquellos seres humanos que llamamos genéricamente «personas refugiadas» aunque, en términos estrictos, sean en su mayoría desplazadas forzosas, sin ningún tipo de protección internacional. Ya superan los cien millones, tengan o no su estatuto de refugiado. Seres humanos que no encontrarán refugio y que proseguirán su diáspora desesperada ante los muros que no cesan de erigirse, según de quiénes se trate. A diferencia de otros casos, en efecto, a la población ucraniana se le ha concedido una forma de protección temporal, con permiso de trabajo y residencia desde el primer día de estancia. Aunque es mucho más de lo que disponen otras personas desplazadas, no es suficiente. Como la amplia mayoría, seguirán con dificultades en casi todos los ámbitos de su vida: para alquilar una vivienda, obtener un empleo digno, acceder a una cuenta bancaria, gestionar un empadronamiento o acceder a una tarjeta sanitaria, por referirnos a lo más básico. Es cierto que, en términos comparativos, esta guerra que está teniendo lugar en Europa ha abierto algunas puertas que han permanecido cerradas con anterioridad. Pero sería un error inculpar a las víctimas. La responsabilidad de esa desigualdad de trato recae en los estados europeos y es su obligación hacer extensivos los derechos reconocidos a esta población específica.
Lo que procede, por tanto, es exigir la universalización de algunos derechos concedidos de forma selectiva (al punto de convertirlos en privilegios). Entretanto, nuevas personas damnificadas reafirman lo que tememos: con cada guerra que se produce, en esta rutina de industrializar la muerte, el bien supremo supuestamente buscado se paga con la propagación de un daño inmensurable y la multiplicación indetenible de víctimas que no tienen otra opción que huir o sucumbir. Ante ese daño frente al cual nos sentimos impotentes, ¿qué otra cosa podría resultarnos más prioritario que blindar el derecho de asilo y garantizar su ejercicio efectivo?
-II-
No hablamos como personas expertas sino como parte de una ciudadanía que no se conforma con ser espectadora de una nueva guerra. De hecho, si la ciudadanía se implicara más allá de los titulares, probablemente, exigiría otra calidad informativa, otro tratamiento de la actualidad. Llamaría a eludir la propaganda difundida como verdad indiscutible. Pero ¿no es la discusión, acaso, condición de la verdad? En medio de tanta polarización, es sabido, la verdad sufre como las víctimas. En la lógica binaria que prima en los medios masivos de comunicación cualquier matiz, cualquier contextualización histórica, es interpretada como legitimación. Pero no. No se trata de justificar nada sino de comprender por qué. Aunque haya que referirse a aquello que no nos hacemos cargo. Entre otras cuestiones: que no es posible un mundo pacífico si la industria bélica y el billonario gasto militar no cesan de aumentar cada año en nombre de las guerras que vienen. No es posible la paz si el crecimiento económico mundial depende en una medida relevante en dar salida al armamento que acumulan los estados nacionales o de participar en una carrera bélica interminable. De forma similar, no es posible defender la vida mediante una política de muerte (lo que Achille Dbembe llama «necropolítica»). No deja de ser extraña la teoría que sostiene que la paz solo puede conseguirse armando hasta los dientes a todo el mundo, en una suerte de equilibrio inestable. Paradójica teoría del equilibrio (nuclear): jugar con el abismo –el miedo recíproco- para mantener la paz. Cierto que cualquier desarme unilateral podría llevar al desastre. Pero más nos valdría pensar cómo evitar la proliferación armamentística, cambiar un sistema económico que lucra con los muertos y fortalecer organismos internacionales auténticamente multilaterales que respalden de forma creíble el derecho internacional. La apuesta por la paz no puede hacerse de forma válida si no denuncia la indecencia de la venta y tráfico de armas con los que lucran de forma extraordinaria grandes corporaciones trasnacionales y los propios estados, a menudo estrechamente vinculados a esos intereses corporativos. Necesitamos desplazar el eje del «desarrollo», en términos cualitativos, así como transformar una cultura hegemónica que no solo no ha evitado la barbarie sino que la ha incitado históricamente construyendo categorías desiguales de seres humanos, muchos de ellos condenados a ser parias sociales.
Quizás tendríamos que insistir en que medios violentos no pueden procurar un fin pacífico. No hay paz posible si no reconocemos al otro como sujeto pleno de derecho y si ese otro no nos reconoce asimismo la misma condición. Mucho tendría que cambiar para que este mutuo reconocimiento –presupuesto irrenunciable de cualquier proyecto intercultural- sea algo más que un sueño. Por lo pronto, tomarse en serio la universalidad no solo de ciertos derechos (humanos) sino del derecho internacional en tanto regulación democrática de los conflictos entre naciones. Exactamente, lo que no ha ocurrido (otra vez) en esta nueva guerra.
-III-
Distinguir entre las guerras que nos afectan de las que afectan a los demás es parte de la trampa. Como lo es el juicio condicionado según la identidad del estado agresor. Hay que acabar con los dobles raseros que restan credibilidad a la política internacional. ¿Cuándo una guerra es justa? ¿Es posible una guerra justa? Aunque cualquier guerra siempre es una forma de fracaso, inmediatamente, tenemos que distinguir entre una guerra «ofensiva» (que viola la soberanía nacional de un país) de una «defensiva» (que más bien tiende a proteger dicha soberanía). La distinción parece clara, a menos que introduzcamos doctrinas enrevesadas sobre la legitimidad de la guerra preventiva. Exactamente lo que ocurrió tras el atentado del 11-S en 2001, abriendo un paraguas que pretendía legitimar la acción unilateral de quien se autoproclamó “eje del bien”. En un plano interrelacionado, semejante doctrina ha sido usada en la “guerra contra el terror”, en tanto escudo ideológico que permitió vulnerar los derechos humanos de miles de personas consideradas sospechosas para la seguridad nacional. El caso de Guantánamo es suficientemente gráfico para dar cuenta de este nuevo paradigma securitario. Secuestros preventivos sin cargos imputados por vía judicial, torturas reiteradas e incluso asesinatos selectivos han formado parte de la mecánica habitual de este paradigma. De hecho, fueron escasas las voces críticas -descalificadas de forma regular por laxas o permisivas- que advirtieron sobre la brecha en materia de derechos que abrió este cambio paradigmático.
En términos retrospectivos, pues, resulta atinado sostener que la introducción de la doctrina de la guerra preventiva no solo ha difuminado la distinción entre guerra ofensiva y defensiva, sino que ha dado pábulo a una política internacional belicista amparada en el presunto derecho a atacar a quienes resultan sospechosos de una posible agresión. Si Irak todavía suscitó en Europa algunas protestas enérgicas, las guerras que le sucedieron (Afganistán, Libia o Siria, entre las más destacadas) apenas si contaron con protestas sociales localizadas y, en cualquier caso, de carácter minoritario. En pocos años, en un giro radical, aceptamos –entre la resignación y el miedo- que teníamos que renunciar a una parte de nuestra libertad en nombre de la seguridad. Ni siquiera nos inmutamos demasiado mientras visualizamos el asesinato de personas completamente indefensas, la vejación de aquellos que eran tratados como prisioneros de guerra e incluso la persecución del periodismo independiente, no plegado al bloque ideológico dominante. (El caso emblemático de Julian Assange, aunque no haya sido único, ilustra con especial crueldad lo que significa desafiar con información contrastada el ejercicio del poder de estado).
En este contexto, resulta razonable preguntarse si esos acontecimientos precedentes y la falta de respuestas colectivas rotundas no han creado las condiciones para una nueva forma de impunidad: aquella que gozan las potencias mundiales, comportándose como dueñas del mundo, al margen del derecho internacional. Ciertamente, a diferencia de otras ocasiones, en la guerra de Ucrania se han articulado algunas sanciones económicas y políticas europeas contra la potencia invasora y se han desplegado medios militares y técnicos para apoyar al país agredido. Nada de ello niega los antecedentes históricos señalados. Como si en el mundo bipolar que nos movemos, cualquier acción unilateral habilitara al otro contendiente a replicar con la misma unilateralidad. Si no fuera por los billones que mueve la guerra y una geopolítica de bloques, ¿cómo se explica que una potencia imperial que de forma reiterada ha lanzado guerras ilegítimas en nombre del derecho a la autodefensa, lidere sin ruborizarse una alianza militar contra una guerra de agresión? A la inversa, ¿cómo se explica que un estado antagónico se haya sentido legitimado para lanzar una nueva guerra en pleno siglo XXI sin esos otros precedentes nada lejanos? Mientras tanto, la propagación de las víctimas, como esquirlas tendidas en el campo de batalla, parece indetenible.
-IV-
¿Relativizar entonces esta guerra en función de una serie histórica? En absoluto. Por el contrario, se trata de recordar las claudicaciones normativas que hemos aceptado de forma tácita y que explican, en cierta medida, cómo desembocamos en la situación actual, es decir, en la repetición de otra guerra ofensiva que, de forma cínica, pretende justificarse en la autodefensa. Detrás de esa retórica, inverosímil por lo demás, lo que se quiere tapar es la vulneración del derecho internacional y, en particular, la violación de derechos humanos fundamentales.
En síntesis, identificar las raíces históricas de este mal doctrinal, que arrasa literalmente con el otro, no justifica nada. Reafirma la idea de que la responsabilidad de la guerra es directamente proporcional al grado de unilateralidad de quien la lanza. Un estado es tanto más responsable en cuanto se siente eximido de cumplir con las obligaciones que le exige a los demás. No hay ninguna razón, sin embargo, para suponer que situarse en un lugar de excepcionalidad sea algo históricamente excepcional. Al contrario: el recurso a la excepcionalidad constituye una regularidad histórica por parte de las grandes potencias mundiales. Como el soberano de Hobbes, se sienten eximidos de cumplir la Ley que prescriben (para la ciudadanía pensada como súbdita).
Dicho lo cual, ¿no es ante estos casos donde la exigencia de universalidad se torna más imperiosa y necesaria? ¿No es precisamente la situación dramática de las víctimas –de cualquier víctima- la que una vez más nos debería empujar a la defensa de un universalismo concreto, capaz de trascender las particularidades antagónicas? Para preguntarlo de otro modo: la repetición de la guerra, ¿no es otro argumento decisivo para buscar regulaciones internacionales donde el otro sea tratado como semejante, sin excepción, con independencia a su raza, etnia, nacionalidad, religión, opinión política o grupo social específico? ¿Qué podría enseñarnos esta guerra sino la necesidad (política y ética) de hacer valer de forma universal aquellas normas que construimos históricamente como condición de nuestra convivencia social? ¿No son esas normas, necesariamente cambiantes, producto de un diálogo nunca asegurado, siempre difícil, que tendría que partir de la conflictividad que nos atraviesa y de un verdadero equilibrio de poder en la toma de decisiones? Y, finalmente, ¿no necesitamos para ello instituciones internacionales, verdaderamente multilaterales y democráticas en sus acuerdos, capaces de encarnar de forma creíble una promesa de justicia?
En medio de una crítica ofuscada por polémicas estériles, más nos valdría buscar lo común: aquello que nos permite reconocernos como parte de una comunidad humana plural y pacífica. Iguales y diferentes de forma simultánea. Exactamente lo que cada guerra, como diálogo fracasado, posterga de forma invariable: que la «humanidad» sea algo distinto al interés espurio de una nación erigida en dueña del mundo.
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