I Conviene revisar ideas que consideramos de granito aunque sólo sea para no discurrir desde el prejuicio, a menos que el prejuicio encierre un valor inequívocamente universal, como la armonía o el amor. Porque, por ejemplo, cuando en otro tiempo hablábamos de la sociedad compuesta de ricos, de acomodados y de pobres, sólo pensábamos en […]
I
Conviene revisar ideas que consideramos de granito aunque sólo sea para no discurrir desde el prejuicio, a menos que el prejuicio encierre un valor inequívocamente universal, como la armonía o el amor. Porque, por ejemplo, cuando en otro tiempo hablábamos de la sociedad compuesta de ricos, de acomodados y de pobres, sólo pensábamos en el detalle de la opulencia o del desahogo de los primeros, en el pasar de los segundos y en el drama de los terceros, no en la justicia social. Era todavía esa mentalidad que casi ha llegado hasta nosotros, que conjuga destino y fatalismo en cuya virtud pobreza y enfermedad son efecto de la voluntad divina.
Es lo que tienen las religiones intolerantes y las dictaduras: allanan traumáticamente primero la mente y luego, poco a poco, despaciosamente, la van perfilando con su doctrina o con su ideología para terminar cincelando una nueva mentalidad. Método propio de las teocracias y de los despotismos, y al fin, de las sociedades primitivas. Pues las sociedades primitivas se caracterizan por la unanimidad total. En la Edad Media, por ejemplo, parece que la sociedad haya sido casi unánime: todos, desde el príncipe al siervo o al prelado, compartían las mismas creencias y tenían una idéntica concepción del mundo y de la existencia. Hasta que la cultura del Renacimiento abrió a la sociedad los ojos.
En efecto, la mentalidad encierra un conjunto de principios rectores más allá de los políticos: desde el revoltijo de preceptos religiosos o la nómina de valores éticos, hasta el principio único que los resume a todos: «que tu pensamiento y tu conducta puedan servir de ejemplo universal», e incluso el principio odioso que repudia todo principio.
Mentalidad es un modo de pensar y de vivir de una persona, de un grupo, de un pueblo, de una comunidad o de una civilización. Su principal característica es la de ser común a los miembros del grupo y el lazo más resistente que une al individuo con el grupo. Por ello, cuando en el seno de cualquiera de esas colectividades se constatan grandes divergencias, es posible inferir de ellas que esa sociedad se halla en vías de escisión o de transformación.
Otro rasgo de la mentalidad es su extrema estabilidad. No podemos cambiar de mentalidad a voluntad. Nos puede obligar a actos contrarios a nuestras convicciones, imponernos una conducta o hacernos manifestar simulacros de una creencia. Pero no nos pueden imponer la creencia, puesto que la creencia es un hecho involuntario (relativamente). Robinson Crusoe pudo vivir veintiocho años en su isla desierta, pero su mentalidad no sufrió variación alguna y nunca dejó de poseer las creencias, los pensamientos y las preocupaciones del inglés medio de aquella época. Ni el alejamiento ni el exilio bastan para cambiar la mentalidad, ni siquiera al cabo de varias generaciones. Prueba de la solidez de una mentalidad es que hasta la «muerte de Dios» nadie discurría sin él y menos hacía público su descreimiento.
Pero una mentalidad puede ser debilitada o sofocada por los horrores de una guerra perdida, por las represalias una vez terminada y luego por la opresión continuada; e incluso, si pasa mucho tiempo, forjar otra que regresa a épocas precedentes en las que se encuentran las raíces de la propiedad y del poder, para justificar el estatuto de ambos y justificar de paso a quienes detentan la una y el otro.
Y esto es lo que sucedió, ha sucedido y está sucediendo en España. Decía que la mentalidad no cambia si no paulatinamente y con el paso de mucho tiempo cifrado en siglos gracias ordinariamente a los inventos y descubrimientos. Sin embargo, precisamente el vértigo impreso en la sociedad actual por el fortísimo impacto de las tecnologías y la comunicación, por un lado, y el paso casi subitáneo del rigor y el autoritarismo de una dictadura a una teórica tolerancia estructural que brindó el ensayo de democracia, por otro, pueden forzar cambios de mentalidad en un plazo considerablemente inferior a los habidos hasta hace un siglo. E incluso repartirlo en distintas mentalidades más o menos coincidentes o entrecruzadas con ideologías. Y siempre la religión, a la luz o en la sombra, interviniendo, interponiéndose, frenando u obstruyendo los procesos del cambio en una sociedad a pesar de todo poco evolucionada, como la española.
Pues bien, el franquismo impuso una mentalidad para perdurar, y en parte lo consiguió. Pues, una vez desaparecido y con él las adherencias y la corteza de su ideario, quedaron la pulpa o la semilla. Por ello, en una primera fase de la nueva era en España, aun a regañadientes pero por obvias razones prácticas, sus herederos contemporizan con el socialismo revisado y recién incorporado al marco político, pues necesitaban de esa mentalidad para ahormar la democracia, para causar buena impresión al mundo, para completar el marco, para contribuir al desarrollo de la vida política e incluso para impulsarla…
Un socialismo, por cierto, que consiente la transición en los términos facturados por un ministro del dictador y seis personajes más llamados padres de la Constitución pero que fueron elegidos por él y que, tras las iniciales soflamas propias de su ideología republicana, poco a poco con los años va relegando y luego abandonando. Un socialismo que, tras menos de dos decenios (1996), moralmente debilitado, permite la privatización de las energías básicas y más tarde (2008) se une al mismo proceso privatizador, con los consiguientes y nefastos efectos en las clases populares y las posteriores canonjías para sus políticos retirados de la vida institucional a cuenta de la misma privatización. Para, al cabo de las cuatro décadas que llevamos hasta hoy, terminar prácticamente abducido por el neoliberalismo devastador en Europa, y en España, también por el espíritu neofranquista renuente a la abrogación o enmienda de la Constitución, al referéndum sobre la forma de Estado, a la reforma de la ley electoral y de la ley hipotecaria, etc, etc. Todo pusilanimidad respondiendo, no a la flexibilidad que exige a menudo la política y el compromiso, sino a un alejamiento paulatino y grave de los parámetros de democracia de mínimos para una sociedad más justa e igualitaria recogidos en sus postulados.
Así es que tras cuarenta años conviviendo ambas mentalidades, la neofranquista y la socialdemócrata, aun en oposición terminan convergiendo en materias graves. También en el concierto de la Europa Comunitaria. De ahí que siga protegida en España la monarquía, de ahí que sigan las Bases, de ahí que siga el Concordato, de ahí que sigan las maniobras para que prevalezca lo confesional de la religión sobre lo laico, de ahí que siga con fuerza el poder religioso de los obispos, de ahí que siga una ley hipotecaria lamentable, de ahí que siga tal cual una Constitución que hubiera podido aprobar en el último tramo de su vida hasta el propio dictador…
Jaime Richart, Antropólogo y jurista.
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