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Cuestión de principios (II)

Fuentes: Rebelión

El último rasgo de la mentalidad restringida a un grupo, a un pueblo o a una comunidad es ser una condensación interiorizada de la vida social. Difícilmente destructible desde fuera y difícil de empañar desde dentro… El caso es que, así las cosas, en la actualidad podemos distinguir en España las siguientes mentalidades yuxtapuestas: La primera […]

El último rasgo de la mentalidad restringida a un grupo, a un pueblo o a una comunidad es ser una condensación interiorizada de la vida social. Difícilmente destructible desde fuera y difícil de empañar desde dentro…
 
El caso es que, así las cosas, en la actualidad podemos distinguir en España las siguientes mentalidades yuxtapuestas:

La primera es la de los «viejos conservadores» que profesan a ojos vista el residual del ideario dictatorial (léase autoritarismo, militarismo, fanfarronería, confrontación, ventajismo), eso sí, actualizado, que quedó larvado entre altas dosis de pensamiento católico genuino hispano, adusto e intolerante. La otra mentalidad es la que irrumpe a caballo de ese socialismo gradualmente rebajado que colaboró con ellos para «fabricar» la transición. La tercera es la que hace acto de presencia, dificultosamente, a lomos del comunismo democrático que, desde los comienzos y por su exigua representación parlamentaria, vino desempeñando un papel testimonial de la conciencia humanista hasta ayer.

La mentalidad de los «conservadores» es la de todos cuantos permaneciendo al final de la dictadura en el poder provisional, elaboraron la Constitución y prepararon otras leyes encubiertamente protectoras de sus intereses, tanto de los ya adquiridos históricamente como los usurpados durante el franquismo, y cocinaron así el modelo político. De ese modo y luego a través del partido político en torno al que se organizaron, se aseguraban a sí mismos y a los de su clase social su estatuto privilegiado de siempre; lo que significaba que no perderían nunca demasiado poder político ni de facto. Aquel insólito tránsito a la democracia, después de una guerra civil y de una tiranía de cuarenta años, no fue si no una variante de pacto social, más bien «una concesión» a la española, de los poderes de facto. Un pacto que, a diferencia del habido en otros países europeos en otro tiempo entre el pueblo, la nobleza y el rey en el que estaban presentes las clases más o menos populares, en el caso español fue vertical. Pues un ministro del dictador y seis acomodados que se prestaron a ello (los padres de la Constitución) elegidos por él mismo, los albaceas del franquismo, fueron quienes prepararon una Constitución para que el pueblo, que sentía en su nuca la amenaza de un ejército más franquista que Franco y el riesgo de un nuevo golpe militar, la refrendase cuanto antes, y así, deprisa y corriendo, se pasase página a la dictadura y tuviese lugar el cambio del marco político.  Y así sucedió. Lo que en cierto modo explicaría posteriormente (de no haber estado reiteradamente amañados) el alto número de sus fieles en los procesos electorales subsiguientes, más por los tics autoritarios y de blandengue religiosidad que encierran los principios de esa mentalidad que les resultaba familiares, que por una ideología difusa, desprovista de otro contenido que no fuesen aspavientos catolicistas y patrióticos para mejor encubrir a lo largo de los años sus artes en el sa-queo de los caudales públicos.

En cuanto a la mentalidad de una parte de los recién llegados, los socialdemócratas españoles, podemos decir que la base de su mentalidad estaba en la adhesión incondicional a la república. Sin embargo, pronto renunciaron a promover un referéndum sobre la forma de Estado y renegaron de la forma republicana de gobierno. Hasta tal el extremo eso es así, que han terminado siendo más fervorosos de la monarquía que los mismísimos conservadores postfranquistas que habían propiciado la ley de sucesión.

Y por lo que se refiere a la mentalidad de los otros recién llegados, los eurocomunistas, hemos decir que su protagonismo siempre estuvo en sus llamadas a la conciencia social y a los derechos humanos. Pero el miserable argumento de su menor representación númerica en las urnas y por consiguiente en las instituciones, ha bastado para ser ninguneada por un bipartidismo virtual al que convenía eliminar a un adversario. Y eso hicieron las dos mentalidades preponderantes. Nunca la escucharon ni plasmaron iniciativa suya legislativa alguna. Ni la del franquismo disfrazado, ni la de los socialdemócratas que ayudaron a abrir las puertas a lo que luego, poco a poco, se ha ido revelando como farsa democrática en buena medida por todas estas maniobras y por haber cerrado en falso la honda herida dejada por la guerra civil.

Es por todo ello por lo que, con un aggiornamiento del lenguaje de los valores universales y de la justicia social de siempre, reaccionan los espíritus de la nueva mentalidad, la «joven»; mentalidad dotada del ímpetu de quienes se saben poseedores de razones poderosas para empujar los cambios imprescindibles por todos los motivos expuestos, fundiéndose en lo esencial con la eurocomunista que había estado prácticamente silenciada.
   
Pero la distancia entre esas mentalidades (aparte las coincidencias bipartidistas apuntadas) no sólo se detecta en el parlamento y entre las distintas generaciones. También entre individuos de la última generación, que dudan. Que dudan entre adherirse a quienes exhiben inclinación hacia los viejos valores aun desfigurados de la dictadura, o abrazar los nuevos; «nuevos», pero realmente muchos más viejos que los otros al estar fundamentados en el humanismo y en los ideales de igualdad y de justicia social republicanos. Dos opciones igualmente reaccionarias, pero respondiendo la primera a la nostalgia de la vida, pública y privada, tutelada por la religión y por la disciplina cuartelera del autoritarismo, con el añadido ahora de ribetes pseudo democráticos, y la segunda, atendiendo a la vieja aspiración de hacer de la igualdad, de la justicia social y del humanismo el eje de la vida política y pública que, salvo brevísimos períodos en España, por unas causas o por otras nunca ha acabado de cuajar.

La cosa es que, no ya la ideología difusa de un partido político sino la mentalidad ultraconservadora, vuelve a imponerse. Vuelve a imponerse, más allá del recuento de los votos y del juego de las mayorías electorales, que es otro cantar. La consecuencia, pues, no puede ser otra que el inmovilismo, y recientemente una involución; un inmovilismo fustigado sólo por la lucidez de la joven mentalidad que intenta abrirse paso como savia nueva, y que denuncia una y otra vez la sentina al descubierto en cualquier rincón de la sociedad española.
 
Por eso la sociedad española hierve, pues aunque la entusiasta mentalidad del nuevo partido no se ha asentado todavía, aunque dificultosamente va reflejándose su espíritu en una gobernanza aún secuestrada por las usuales maniobras reaccionarias de un poder eclesiástico español que hurta las nuevas orientaciones del papa,  y de quienes retienen el poder político hasta donde éste alcanza, en ambos casos reforzado con argucias legales de burdo o fino encaje a cargo de las instancias judiciales.

 
Jaime Richart, Antropólogo y jurista.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.