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Un estudio de los acontecimientos españoles

Cuestión de principios (III)

Fuentes: Rebelión

Terminada la guerra civil, por un lado la Iglesia se en­carga de impartir una moral de nervio castrense pero al mismo tiempo relamida y ñoña propia de la teocracia más o menos directa que desde hace siglos se enseñoreó de este país con alguna breve interrupción. Por otro lado, puesto que en el cooperativismo y […]

Terminada la guerra civil, por un lado la Iglesia se en­carga de impartir una moral de nervio castrense pero al mismo tiempo relamida y ñoña propia de la teocracia más o menos directa que desde hace siglos se enseñoreó de este país con alguna breve interrupción. Por otro lado, puesto que en el cooperativismo y el colectivismo, a los que tanto valor da el espíritu republicano, el Régimen veía el germen comunista, el sentido de lo público y de lo comunal desa­parece. Todo debía ser propiedad privada, de sus protegi­dos, de la aristocracia o de la Iglesia. Así es que, con mano de hierro que ponía la Falange y guante de terciopelo que ponía la Iglesia, la enseñanza, la moral y el talante tomaron unos derroteros anómalos y caricaturescos, visto el asunto con los ojos de hoy, pro­pios de la vida pública sometida a la represión. Ir o no ir por fuerza a misa, haber hecho o no la mili o el servicio social, haber roto o no la virtud de la virginidad, eran da­tos que configuraron el carácter de ni­ños y jóvenes de aquel entonces, tanto o más que la edu­cación recibida en cada hogar que, en general no podía ser muy diferente sin graves consecuencias… Pues bien, todo eso iría poco a poco influyendo en la psique y en el carác­ter de aquellas generaciones de las que proceden los hom­bre y mujeres pensionistas y jóvenes entre treinta y cin­cuenta años que, más que la implantación de una ideolo­gía lo que están forzando es un cambio de mentalidad…
 
Pues las generaciones de postguerra recibíamos en es­cuelas y colegios una educación obligada, a base de prin­cipios rectores de conciencia entre amenazadores, meli­fluos y ridículos, por un lado, y castrenses de un naciona­lismo exacerbado, por otro. Si la familia era adicta al ré­gi­men, miel sobre hojuelas, y si no lo era, aunque tratase de inculcar al hijo o a la hija ética civil, aquellas prédicas tre­mendistas de curas y asimilados persistentes eran lo que acaban más o menos en el ánimo, como todo lo que es in­troyectado en el espíritu a edad temprana.
 
Así es cómo se talló psicológicamente a millones de per­sonas, muchas de las cuales seguimos aun con vida y, aun­que corregido para no chocar abruptamente con el clima psicológico imperante, casi no tuvimos más reme­dio que aprobar algo de aquellos principios a nuestros descen­dientes; hombres y mujeres que vivieron el tramo final del régimen y protagonizan ahora puestos represen­tativos de la vida pública y política. Nosotros, es cierto que vivíamos aquellos valores inconsciente y conduc­tualmente más para burlarlos que para asumirlos. Pero eso ha pasado siempre hasta ayer. Es cierto también, que los otros, los «valores» políticos de una política que pro­piamente no existía, no podían ser el referente de lo que habríamos de desear en el futuro en el que ya nos encon­tramos, aunque sólo fuese por el vivo contraste entre la forma de Estado y vida de país y la de los países que es­tudiábamos. Y es cierto que la mayoría (al menos la no favorecida), no los quería para nuestra sociedad. Y es cierto que si esto debían asumir millones de familias que procedían de la zona de­rrotada, las que por una guerra ominosa se encaramaron a las distintas formas de poder y de riqueza de aquella so­ciedad que quedó en pie tras su victoria, después de ha­berse acomodado divinamente durante la dictadura, tu­vieron ocasión de prepararse concienzudamente cuando preveían el tránsito a otra co­sa, para mantener sus preben­das y su estatuto intacto. Pero en todo caso, bastante de aquellos principios nos quedó a todos como de la calum­nia queda siempre una sospecha tenebrosa.
 
Así es cómo en quienes no había ni la más leve señal de franquismo, los principios morales escuetos dejaron en no­sotros las huellas del amor por el rigor, por el respeto a los demás, por el compromiso, por la honradez y por la ho­nestidad. Pero a los ganadores, es decir, a quienes se ador­naban con golpes de pecho y mojigatería, o con jac­tancia, bravuconería y prepotencia y siempre con afecta­ción o hipocresía, aquellos principios les sirvieron para seguir tratando a todo el país como si fuese exclusiva­mente suyo. De ahí vino, con el paso de los años, esa conducta ruinosa para este país por parte de casi miles de políticos, de ban­queros y de empresarios corruptos y esa miserable con­signa de que lo que es de todos es del pri­mero que se lo apropia, así como la idea de que lo públi­co y el funciona­riado son estamentos a liquidar. Espíritu destructor de lo público que contaba, por si fuese poca su potencia, con la colaboración e instigación de la ideología neoliberal con la que convergió, al enlazar los que habían sido propietarios del poder, con el entramado de la nue­va democracia.
 
Pues bien, por todo esto, aquellos y aquellas que veni­mos de entonces y nuestros descendientes somos de dos clases: la de los que fueron toda su vida aventajados del fran­quismo, y los que tuvieron que abrirse paso en la vi­da en desventaja. Y si decía antes que a nosotros nos quedaron los principios éticos escuetos, y por eso quizá desconfiábamos de las ideologías aunque acabásemos su­cumbiendo al votar a «la otra», los herederos del fran­quismo tampoco profesaron ni profesan ideología algu­na. Porque no se puede llamar así al conjunto de incon­gruen­cias que desde el comienzo de la aventura democrática responden soterradamente a los principios de «Movi­miento», o a aquella doctrina nacionalcatolicista que luego, como se enganchan dos vagones, uno de clase popular y otro de clase preferente, han conectado con ese modo de­primente de gobernar llamada la ideología neo­liberal. Otra nefasta ideología nacida a finales de los 70 del capi­talismo más salvaje; promotora del enriqueci­miento sin es­fuerzo a costa del desmantelamiento de los bienes y de las arcas públicas pagado por millones de personas a comien­zos del corriente siglo. Lo mismo que sucedió en los pri­meros años del anterior, en lo años 30, cuando otra «crisis» financiera se llevó por delante a gran parte de la sociedad occidental, enriqueciendo hasta la náusea a unos cuantos puñados de individuos. La dife­rencia, en este sentido, en­tre los descendientes de los ga­nadores de la guerra civil y los descendientes de los per­dedores está en que si a noso­tros nos quedó la sustancia de la ética universal, los otros se sirvieron sólo de su apa­riencia de para seguir domi­nando a este país…
 
Y, si todos llevamos inconscientemente más o menos dentro a un déspota o un fascista en potencia que la in­mensa mayoría reprimimos naturalmente, imaginemos a unas generaciones formadas en el fascismo que no han sido reeducadas a la fuerza en otra cosa, como lo han si­do los alemanes perdedores de la guerra, por ejemplo. Y se­cuelas de eso es lo que durante estos últimos cuarenta años ha estado sucediendo en España. Ellos, los ganado­res, ni habían aprendido a vivir en democracia, ni han aprendido después al seguir detentando cómodamente y de distintos modos las claves del poder y del dinero; ra­zón por la que ni saben ni quieren dialogar. Sólo saben gobernar, aunque pésimamente, desde el absolutismo que les den las urnas. Y es porque aquel espíritu de la pretendida superioridad moral, del caciquismo y de la prepotencia que habia lle­vado a la «cruzada», permaneció en las almas a lo largo de la dictadura y ha seguido hasta hoy en multitud de apelli­dos dominantes. Y ese espíritu se ha mantenido en el estilo de la gobernanza y con más fuerza ha vuelto a rebrotar últimamente. Porque si bien la mentalidad socialista, bási­camente compuesta de per­dedores, le puso bridas en el transcurso de esta parodia democrática, las torpezas, la progresiva debilidad y la reacción de muchos de sus ex di­rigentes en momentos críticos como los que vivimos, transmiten la idea de que más bien ese partido y sus per­sonajes, aun amortizados, convergen por razones de edad con la mentalidad invo­lucionista de los otros. El enrique­cimiento personal de muchos de ellos y el gran acomodo de otros después de abandonar la política activa, funcio­nan como impulso que les lleva a preferir el orden viejo aunque predomine en él lo que combatieron, al espíritu grandioso que encie­rra la república. Por ello ni se plantean a fondo un nuevo modelo de Estado. Se limitan a proponer sólo remiendos, parches y cambios formales, a pesar de sa­ber que lo que importa es la mentalidad que maneje el nuevo amanecer que necesita este país, y no cambios for­males ni leyes nuevas si a la postre van a ser interpretadas por la misma mentalidad reaccionaria o involucionista de siempre. Y es, porque así, con continuidad, con más de lo mismo, es cómo pueden poner ellos a buen recaudo las prebendas y ventajas logradas a lo largo del cansino pro­ceso democrá­tico que en gran parte comparten con los otros. Ellos, los viejos «socialistas» es cierto que no están. Pero están, pues son demasiado influyentes como para que no atraigan con fuerza centrípeta a los más jóvenes al centro de su personal interés…

Jaime Richart, Antropólogo y jurista.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.