Es una problemática irresoluta por las equivocadas políticas impuestas a contracorriente de la tozuda realidad. Es necesario discutirla de cara a ella y al margen de concepciones ortodoxas supeditadas a intereses políticos y económicos. Siendo el narcotráfico un problema de impacto mundial, no se justifica que unas élites internacionales impongan sus intereses a la comunidad […]
Es una problemática irresoluta por las equivocadas políticas impuestas a contracorriente de la tozuda realidad. Es necesario discutirla de cara a ella y al margen de concepciones ortodoxas supeditadas a intereses políticos y económicos.
Siendo el narcotráfico un problema de impacto mundial, no se justifica que unas élites internacionales impongan sus intereses a la comunidad de naciones, sobre todo a las más afectadas, mientras el fenómeno sigue en desarrollo y despliega su poder corruptor y de violencia. Surgió como muchos otros negocios y el prohibicionismo se ha establecido como ariete de acumulación. El procesamiento, el tráfico y la distribución tiene componentes violentos que lo hacen un negocio corruptor y depredador, más dañino que el mismo consumo.
Por ahora la idea es centrar el énfasis en qué pasa con el primer eslabón de esta cadena, el más marginal sobre el cual recae la explotación de la mano de obra y el peso de una guerra sin cuartel. Los campesinos productores de la hoja de coca, cannabis y amapola, por tradición y oficio son productores de alimentos, la miseria los condujo a sobrevivir de lo que el sistema opresor les ofreció a condición de su existencia.
La Mesa de Diálogo de Paz en La Habana avivó el debate del problema de la producción, tráfico y consumo de drogas ilícitas. Se han incorporado nuevos aportes académicos desde una perspectiva crítica al tratamiento que algunos Estados le dan a este asunto. Y es que pese a las grandes inversiones en la llamada guerra contra las drogas, liderada por los Estados Unidos, los resultados no compensan las inversiones, los sacrificios y las expectativas creadas. Este mundo académico, frente a la guerra contra las drogas, tiene el respaldo de una masa aún más crítica, la de los habitantes de territorios afectados, donde más impacta la llamada guerra contra las drogas, con grandes estragos socioambientales. Igualmente se respalda en las inobjetables verdades de un sistema político y económico cruzado por los dólares del narcotráfico.
Cualquier país subordinado a la política de drogas de los Estados Unidos presenta desafortunadas estadísticas de crecimiento de violencia, corrupción institucional, criminalización de las políticas de Estado, fortalecimiento de estructuras criminales ligadas a las mafias y al Establecimiento, lavado de activos, expansión de actividades económicas ligadas al narcotráfico, fortalecimiento de maquinarias políticas financiadas por los capos y, en el caso de Colombia, escalamiento del conflicto político y armado interno.
En Colombia, el impacto más grave de la «guerra contra las drogas» recae sobre los territorios, provoca el deterioro socio ambiental y grandes movilizaciones campesinas e indígenas. Estas movilizaciones pusieron al descubierto las miserables condiciones de vida de las comunidades rurales. No cuentan con una base material elemental de economía familiar, carecen de derechos económicos y sociales y cada día son más acosados por la judicialización y criminalización del Estado.
Una razón que hace que el mundo desconozca esa realidad es el cerco mediático que pretende justificar lo injustificable y ocultar un fenómeno socio histórico que tiene raíces en la dominación política de grupos económicos que se fortalecen en el despojo de tierras, las rentas por acumulación de tierras y la producción extractiva -especialmente la gran minería y programas agroforestales- que está haciendo devastaciones ambientales.
Con toda certeza, si no fuera por la condición miserable a que los gobiernos someten a las comunidades rurales, ellas jamás habrían tomado la decisión de desarrollar cultivos que se procesan para usos prohibidos. La política oficial jamás ha contemplado la economía campesina como fuente de desarrollo del país, hacerlo implicaría debatir sobre el carácter de la tenencia y uso de la tierra, esto no lo acepta el poder político de unos 15 mil propietarios que poseen algo más de 52 millones de hectáreas, la mayoría adquiridas por medio de la violencia.
Colombia llegó a tener una producción agrícola de economía campesina y familiar, en tan solo 3,7 millones de hectáreas de las 21 millones aptas para la agricultura, del 67% de la producción de alimentos. Muy superior a la participación de la producción capitalista de la tierra. El monopolio de la tenencia de la tierra es tan oneroso como el del mercado de los alimentos que, controlado por grupos empresariales, tiene márgenes de ganancia hasta de un 500% por la diferencia de precios establecidas entre el productor y el consumidor.
Los Tratados de Libre Comercio agravan aceleradamente la problemática rural. Para citar un ejemplo, las importaciones de leche se han más que triplicado, pasando de 9.727 toneladas en 2006 a 33.728 en el 2012, según cifras de la Dirección Nacional de Estadísticas, DANE. En 1994 existían 140.000 explotaciones lácteas y en el 2012 solo quedaban 23.000. El remplazo de la producción de alimentos por las importaciones genera un desplazamiento campesino hacia la economía de la coca, la amapola o la marihuana.
Otra problemática ignorada de la vida rural es el doble trabajo de la mujer y la niñez cuya participación en el trabajo no es remunerado. Así, el número de mujeres incorporadas a la producción familiar, no contabilizadas como trabajadoras, aumentó de 921.915 en 1988 a 1’119.854 en 1995. En ese periodo, unos 340.330 niños entre 6 y 9 años realizaban trabajos no domésticos, probablemente similares que realizan las mujeres en la parcela familiar [1]. Las tendencias económicas y sociales nos dan la certeza que la situación de género y de la niñez rural se torna más grave, aunque no tenga soporte estadístico por la falta de un censo agropecuario.
Estas referencias problemáticas deben ser un indicador que el hecho de no incorporar la economía campesina y familiar como activo importante en las estrategias económicas, es la causa de la marginalidad en el campo, de la precaria infraestructura rural y del origen de la producción de cultivos para usos prohibidos como la coca. Resulta obvio que en una economía capitalista que tiene como ley del mercado la oferta y la demanda, la producción se incline hacia los productos con mayor demanda que generen al menos un mínimo de renta a los productores. Es el caso de los cultivos para usos prohibidos como la coca.
Y como en todo negocio, los que tienen el monopolio del mercado se quedan con el grueso de las rentas. Razón por la cual los campesinos solo pueden lograr ingresos de supervivencia. Como valor agregado al abandono institucional tienen que soportar la llamada guerra contra las drogas, cuya esencia contrainsurgente se atraviesa en la senda de las transformaciones democráticas y de justicia social.
NOTAS:[1]
Dora Isabel Díaz Susa Doctora en Ciencias Sociales, Universidad Sorbona, París I Bogotá, diciembre de 2002 Situación de la mujer rural colombiana. Perspectiva de género(*) Rubén Zamora es miembro de la Delegación de Paz de las FARC-EP en la Mesa de Diálogos de La Habana