Al cuerpo hay que dejarle a su aire, no le castiguemos, no le forcemos, a causa de que tengamos cargado el cerebro de prejuicios consumistas inducidos por el marketing que necesita por encima de todo vender de todo a todos, vender lo que sea a quien sea, donde sea y a costa de lo que sea. De vender por ejemplo la pseudonecesidad del culto al cuerpo.
Y para lograrlo el productivismo-consumismo nos instala en el cerebro a modo de lobotomía la obsesión consumista y el gran imperativo dictatorial de “lo que se lleva”, que es tan sagrado e incluso muchísimo más que para un católico practicante ir a misa los domingos y las fiestas de guardar. Aunque también el catolicismo conchabado con el productivismo capitalista y comercial, en otros tiempos lanzaba a todos los vientos eslóganes subliminales a modo de publicidad católico-capitalista, como por ejemplo el refrán: “El domingo de ramos el que no estrena se queda sin manos”. De niño en plena postguerra famélica, yo estrenaba aunque sólo fueran unos calcetines, porque no hacerlo era como un verdadero pecado capital.
Dejemos que nuestros miembros reposen a su aire independientemente de rígidas órdenes del cerebro. Nunca nos despertamos en la misma postura en la que nos acostamos, porque sin la presión de las neuronas centrales, los brazos y piernas y el cuerpo se acomodan a su aire. No hagamos de nuestro cuerpo y de nuestra personalidad soberana una propiedad condicionada por el marketing comercial y el pensamiento único que enajena y te hace consumista para su beneficio.
Mi cuerpo es mío pero en él manda mi cerebro, si éste es adocenado tiende a hacer lo que el santo poder mediático nos ordena. Si seguimos religiosamente la moda nos están robando nuestra voluntad nuestra mente y nuestro cuerpo. Por lo tanto el cuerpo que creemos que es mío pasa a ser propiedad del pensamiento único y se introduce en el potentísimo, casi infalible, flujo de los mercados y las mercancías.
No admitamos que nuestro cerebro y cuerpo se dejen mandar por “lo que se lleva”, por lo que mande dictatorialmente la moda o por todo aquello que en cada momento manden el marketing y los sagrados intereses del crecimiento oligárquico. Se trata de un marketing y de unos prejuicios comerciales que hemos mamado desde la lactancia, que dominan y adocenan el cerebro. Adocenan.
El primer ataque que el marketing dispara, secretamente, es que nadie esté conforme con su cuerpo y a veces incluso con su propio sexo. Así se crean mentes con complejo de inferioridad y lo suficientemente sumisas para que sientan la necesidad de cambiar su cuerpo. Con esto es con lo que el sistema nos ha venido engañando desde éramos pequeñitos, desde la TV en casa, en la escuela, en la universidad. Toda esta información está en nuestro cerebro y nos parece una información completamente sagrada, hoy en día tan sagrada como la propiedad privada.
Por todo esto nos hacen pensar que nuestro cuerpo, como es “nuestro”, tenemos que defenderlo con uñas y dientes. Y como nuestro cuerpo lo vemos feo nos hicieron pensar que tenemos que cambiarlo.
No quiero que se interprete que yo personalmente sienta un rechazo de la estética, sólo quiero que se practique una estética mesurada, con ciertos adornos, elegantemente austeros, esto es una estética mesurada que muchas veces puede tener un cierto sentido higiénico.
Y es que al final resulta que el marketing ha ganado la partida y nos ha llenado la cabeza de prejuicios burgueses absurdos y consumistas, que son principalmente: pseudodeseos, que nos encaminan a un rechazo de nuestro cuerpo y a favor de un modelo de cuerpo prefabricado por el pensamiento único que todo lo homogeniza.
En consecuencia estamos en una situación en la que nos hacen creer que “necesitamos” anhelante e imprescindiblemente cubrir todas estas pseudonecesidades que nos dicen que necesita nuestro cuerpo: cosmética desorbitada para conseguir ser diferentes a lo feos que nos hacen ver que somos. Por ejemplo, necesitamos ropa distinta cada temporada para llevar “lo que se lleva”, gimnasios para tener un cuerpo delgado porque es lo que se lleva, intentar comer light hasta la anorexia, por el gran temor a la “feísima” gordura.
Y es que una de las características de la moda es que es continuamente cambiante por ejemplo en la época del Barroco de Rubens la moda del cuerpo femenino obligaba a que este fuera gordito incluso con michelines, lo contrario de la moda de hoy que se llevan cuerpos anoréxicos, es decir que la dictadura de la moda nos maneja infaliblemente a su capricho. En consecuencia por esto podemos caer en lo peor: la desmesura.
En una palabra, somos constantemente infelices porque no nos gusta lo que más deberíamos defender y anhelar, incluso más que nuestra propiedad privada, nuestra propia personalidad, nuestra propia persona, nuestro propio cuerpo, y tenemos que sufrir el culto al cuerpo castigándolo, no con cilicios como hacían los católicos, pero sí con ayunos y con desmesurado, constante, y monótono esfuerzo físico realizado en los gimnasios transformadores, en los “templos” del culto al cuerpo.
Pero lo peor de todo es que el marketing nos ha convencido que tener personalidad consiste precisamente en este desprecio y asesinato de nuestra propia personalidad, de nuestra propia independencia y soberanía, y la dictadura férrea de “lo que se lleva”.
Pero la realidad es que precisamente nuestra verdadera soberanía y personalidad resulta ser no admitir la sumisa personalidad que nos marca la religión del marketing porque es pecado no ir a la moda impuesta, porque es pecado no ir según las “tendencias” de la fashion, porque es pecado no ir con “lo que se lleva”, porque es pecado no ir sin “personalidad” programada. Lo que nos ordenan como correcto es ser sumisos a las órdenes del marketing.
Este concepto, de la imposición subrepticia de la moda y el consumismo puede resumirse en plan esquemático de la siguiente forma:
“La semántica de la moda
es como el pandero
del capitalista
poderoso
a cuyo son baila
el consumista
haciendo el oso”[2].
Y es que si desde niños no nos hubieran moldeado el cerebro llenándolo de pseudodeseos, de complejos y de sumisiones por parte del poder mediático, podríamos disfrutar de la felicidad de ser nosotros mismos. Porque no hay mayor felicidad que la de disfrutar de ser nosotros mismos, con nuestra personalidad con nuestra soberanía e independencia.
Y por fin la lamentable conclusión final:
¡Cuanta gente existe avergonzada de su cuerpo, y que poca gente hay avergonzada de su mente!
Notas:
[1] Este artículo puede dar impresión, si no se lee con detenimiento, que es un ataque frontal a la estética y al cuidado del cuerpo, pero no va en contra de ese admirable uso, sino del abuso desmesurado (tan en boga) y de la imposición del culto al cuerpo por encima de la persona y de la auténtica personalidad. En una palabra, va en contra de un religioso culto al cuerpo por encima del espíritu y de la independencia personal.
[2] Julio García Camarero, El Decrecimiento infeliz, La Catarata, 2015, pág. 129 Madrid