El concepto de utilidad, o de cultura como recurso en medio del embate de la industria cultural,1 responde más a la realista circunstancia de enfrentar el ejercicio global de dominación mercantilista que a un desarrollo de posibilidades culturales auténticas de la población. Realista. Pragmática. Insuficiente. Un conformista acto de autofagia progresiva, irreversible y lenta. Del […]
El concepto de utilidad, o de cultura como recurso en medio del embate de la industria cultural,1 responde más a la realista circunstancia de enfrentar el ejercicio global de dominación mercantilista que a un desarrollo de posibilidades culturales auténticas de la población. Realista. Pragmática. Insuficiente. Un conformista acto de autofagia progresiva, irreversible y lenta. Del mismo modo en que vamos depredando los recursos naturales del planeta para satisfacer las necesidades inmediatas de la larga cadena de sus usufructuarios, una visión del producto cultural como recurso predice su posible agotamiento. Se produce y se reproduce en función de una utilidad mercantilista, fetichista y filistea, aún cuando esas características se correspondan con una necesidad de vida o muerte, pues, si bien pudiera ser en utopía posible que el creador decida su suicidio en virtud de conservar los valores tradicionales de la cultura, no lo es, de ningún modo, en relación con los consumidores en general y menos en el caso de los niveles que atañen a lo popular.
Más que a una nueva división del trabajo, la cultura se enfrenta a un reordenamiento, de disyuntiva forzosa, que altera la incidencia de sus productores legítimos en el marco de socialización de su legado. Sometidos por la norma universal y degradante del mercado, y agobiados por la necesidad elemental de la sobrevivencia, los creadores reclaman para sí la lamentable condición de capital humano. De este modo, el universo simbólico se halla cada vez más a merced de esas normas impuestas por las transnacionales del gusto, preocupadas mucho más por el entretenimiento autosuficiente, que por desarrollar cualquier independencia de percepción ética o estética. El creador, dominado por la máquina de la industria mercantil, no sólo renuncia a su condición de individuo, sino además a su posibilidad de convertirse en sujeto portador de una cultura capaz de contribuir al bien común. Tanto como una industria, la cultura del capitalismo global es, a cada instante de su ejecución, una empresa. En ella entran en juego los mecanismos del empleo, las relaciones de trabajo marcadas por una eficiencia que responde a una lógica de acción que sobre todas las cosas jerarquiza el dominio de la instancia gerente. Tanto las minorías económicamente desplazadas, asociadas o no por rasgos redundantes, como los profesionales sin una línea de marketing preestablecida, recurren a la más humilde condición de fuerza de trabajo. No hay novedad en esa relación mercantil a la que se ve forzada la cultura, sino una decidida recuperación del estatuto que Marx describió en El Capital.2 La creatividad cultural, la experimentación estética, el riesgo ético, son suplantados por el sacrosanto lema de la eficiencia económica, es decir, por el fin legitimado de la obtención de ganancia. En tanto la economía de la cultura dependa de gestiones negociadas con instituciones financieras o políticas, los valores intrínsecos en la producción simbólica se verán relegados y no dejarán de ser a fin de cuenta espurios. Si bien es cierto que la crítica desconstructiva, o el proceso crítico de acción comunicativa desarrollado por ciertas hegemonías del valor cultural desde sus tradiciones no consigue el dinero necesario para promover y desarrollar proyectos culturales, sí está llamado a buscar, alternativamente y desde fuera, esos procesos de negociación mediatizada en que los productores de cultura se verán sin más insertos.
La crítica de la acción cultural, aun cuando también dependa de ciertos focos de sostén económico, necesita verse orientada hacia un uso consciente de los datos de justificación para el financiamiento. Una actitud ingenua, acrítica además, en relación con las nuevas tendencias que los medios imponen a sus consumidores, deberá convertirse, primero, en una renuncia al proceso cultural, y luego, en un sometimiento al deterioro irreversible. Lo que las minorías aportan se ve rápidamente procesado. El jazz, que arrebató a las mayorías, perdió su fuerza agresiva en los salones y regresó a esas mismas mayorías, si bien con partituras más elaboradas, o hasta con partituras, sin nuevos escalones para el riesgo ético y estético.
El informe de utilidad para la búsqueda de financiamiento presupone hasta qué punto podrán desarrollarse los proyectos culturales subvencionados. Y es igualmente ingenuo, por demás, aceptar que los proyectos que se ponen en marcha van a funcionar de acuerdo con los estatutos ideales de la justificación; la dinámica que las relaciones de aprehensión y/-o interpretación imponen en cualquier acto de cultura sobrepasa el conjunto de las normas reglamentarias cuyo fundamento se basa en fabricar la eficiencia contable de un producto de puro resultado económico. No basta, desde luego, con añorar un mundo cultural para que éste se realice ni, tampoco, con decretar constitucionalmente que la cultura representa un valor nacional y universal a resguardar, pues también en esos casos la dinámica de acción directa de los fenómenos culturales recompone los preceptos teóricos y convoca a conflictos no siempre previsibles y, en tantas ocasiones, reacios a aceptar las soluciones disponibles. Como sistema proyectivo, el socialismo parte de un punto más allá, de positiva evolución, al no fundamentar como «recurso» a la cultura, sino como un patrimonio de valor intrínseco. Como sistema de proyecto real, en ejecución constante, se enfrenta a la contradicción elemental de sufragar la producción cultural sin una dependencia forzosa de la ganancia que dejan sus productos, para lo cual necesita -irrenunciablemente- de mediaciones políticas, ideológicas y sociales. No se trata de determinar si un producto cultural concede o no ganancia, o si, como sería necesario, retribuye la inversión, sino de entender, asimilar significacionalmente, que tanto los agentes productores como los que integran las redes de consumo necesitan de la justa retribución por su trabajo, aquella que los desaliene y les permita descolgarse de cualquiera de los sistemas que intenten depredar sus creaciones. Por sublime que llegue a ser el concepto cultural de un ciudadano, por elevados que sean sus índices de conocimiento y definido que esté su universo espiritual, no deja por ello de acceder a las necesidades vitales de sus semejantes ni, mucho menos, de sentir la imperiosa voluntad del deseo tanto como esas proyecciones simbólicas de su imaginario potencial.
La política cultural del socialismo no debe actuar, entonces, del mismo modo en que lo hacen las instituciones globales de financiamiento, para no someter la espontaneidad y la profundidad creativas de lo cultural a un paquete de normas de conducta. Sus normativas, orientadas en efecto hacia el bien común y la socialización horizontal de producción y recursos, requieren de un intercambio constante con el análisis crítico que en el proceso cultural se forma, y al mismo tiempo, de una orientación lo más exacta posible en relación con el mantenimiento de los espacios de poder que le permitirían continuar subvencionando la proyección cultural sin un criterio último de plusvalía resultante. Asimismo, la ideología socialista debe tener en cuenta el carácter autónomo con que se habrán de formar las manifestaciones culturales, más cuanto más se promuevan, así como el libre concurso de la asimilación legítima de las tradiciones populares e intelectuales, para tomarlas para sí, en lugar de invertir el proceso y, como se hiciera en el llamado socialismo real, cortar el sayo ideológico con el que la cultura debería vestirse. Para un sistema social que sostenga aún la idea de un mundo equitativo y justo, capaz de premiar la magnitud de cada esfuerzo humano, esto no se presenta siquiera como una condición alternativa, sino como una acción imprescindible en la cual se compromete la permanencia misma del sistema.
La socialización de la cultura no debe representar un paquete elemental de reducciones en la perspectiva humana de la creación, sino una puesta en riesgo de los valores que se creen imprescindibles para la permanencia misma de lo cultural. Por más que perduren, los valores de la creación humana no son esencialmente eternos; ellos deben ser sometidos a prueba en todas y cada una de las etapas del proceso civilizatorio. Detrás de la muerte de idiolectos, idiolectemas, concatenaciones étnicas, prácticas rituales y ejes de zonas restringidas a dominios que no sobrepasan las comunidades, se halla la puesta en marcha de relaciones de intercambio desigual que llevan de inmediato a un ejercicio de tergiversación indiscriminada, continua, apto para cesar sólo en el momento en que la producción cultural olvida ese origen para declararse reconstituida, es decir, nueva.
¿Cómo enfrentar, en tales circunstancias, los riesgos del corso sin hundir la cabeza ni exponer las plumas del trasero?
Se necesita comprender que no estamos sembrando cultura para el futuro oponiendo a la globalización despiadada del mercado mecanismos que, al polarizarse, impongan una globalización otra -defensora de criterios alternativos de reconocimiento alternativo, en peligro constante de perecer por autofagia, pero de globalizador dominio en tanto reconstruye las normas de la alternatividad- sino socializando los valores humanos, científicos, éticos, estéticos, de la obra de esos cada vez más escasos creadores que se niegan a expurgar su producto de problemas. Tampoco es el caso de establecer una República de creadores al margen de los conflictos inmediatos ni indiferentes a los niveles posibles de recepción e interpretación en los que puede sumergirse su obra.
Cuando se adopta a la cultura como generadora de empleos y otros paliativos, se está dando paso a la aceptación de la contradicción antagónica entre capital y trabajo. El trabajo -empleo cultural- queda subordinado a la producción de capital y, en el mejor de los casos, a la producción de bienes mercantiles. Tampoco es, a mi entender, sólo el problema que plantea la convencional rajadura entre la élite y las masas, sino además un sello al servicio de la canalización, complaciente, capaz incluso de conceder certificado de calidad a un subproducto camuflado con astucia. Donde información significa aceptar como estables e inamovibles los tópicos hegemónicos del gusto mediatizado así como los constructos de manipulación falsamente dinámicos, en tanto entretenimiento conlleva a una complacida ebriedad en la redundancia de arquetipos de probada superficialidad, es difícil que no se desarraiguen los valores culturales y es imposible que la cultura de las mayorías consiga un desarrollo.
La fascinación por el mercado, con su arrastre de códigos de superficial complacencia, no es sólo responsabilidad de las industrias que con la cultura especulan, sino también, y esencialmente, de los creadores que sienten su producto como algo más que un estable valor de cambio o que una llave al bienestar que merecen y que de otro modo no consiguen. La cultura, justo gracias a su tradición de sostenerse a partir de los niveles simbólicos del pensamiento, las sensaciones, y todo su arsenal innumerable, tiene vencido un camino para insertarse en las pantallas de millones de usuarios. En tanto el consumo de aventuras de juego, sexo, simulación de éxito empresarial, etcétera, ocurre en este medio de manera virtual, es decir, mediante la facilitación de fantasías en el pensamiento, la lectura, por ejemplo, no es un acto virtual sino una acción similar a aquella que emprendemos ante el libro impreso, y puede ser fácilmente mejorada por los recursos que el adelanto tecnológico brinda.
En las alienantes condiciones de globalización neoliberal, en las cuales se exige resignarse a aceptar que la cultura es recurso de la industria, esa «Santísima Trinidad de libertades que desean y necesitan las empresas transnacionales y los directores financieros: libertad de inversión, libertad de circulación de capital y libertad para comprar y vender bienes y servicios con independencia de las fronteras y sin obstáculos»,3 apabulla a la santísima trinidad de aquellos que dependen del flujo salarial, pues si se supone que el trabajador es libre de decidir donde emplearse como fuerza laboral, libre de elegir las condiciones específicas para su puesto de trabajo y además libre de conceder un destino al salario obtenido, no es necesario esforzarse demasiado para vislumbrar el resultado de las comparaciones, sobre todo en lo relacionado con el efecto social de las retribuciones. No obstante, y desde un punto de vista simbólico, ambos sectores se hallan asociados a las presiones del contexto, a la expresión natural del capital. Ambos resultan, de un modo irónicamente similar, víctimas del sistema. Quienes dependen del salario, en la medida en que, como sector, marchan hacia un grado de crecimiento que agudiza sin cesar la competencia, y con ello la disposición a ceder en concesiones contractuales inmediatas, reconstituyen el valor simbólico de sus libertades y lo supeditan a su propia competitividad para conseguir el empleo, aun cuando no cesen de buscar colocaciones mejores. Los altos empresarios son de algún modo empleados del lujo, dependientes del crecimiento de su explotación, asalariados de la acumulación de su propio capital. Muchos de los inversionistas, en tanto seres humanos con una psicología básicamente humana, podrían estar inclinados a invertir en investigaciones científicas a largo plazo, con descubrimiento de lenta aplicación en la circulación monetaria y con menor ingreso en el orden de la plusvalía, sin embargo, la competencia interna que el sistema plantea como regulador, obliga a hacer esto dependiente de la ganancia líquida, en tanto los malos pasos pueden conducir a decadencia o ruina.
En tanto el proletariado intelectual se muestra en crecimiento, y con él los ámbitos de creación cultural, artística y literaria, disminuye la posibilidad del proletariado universal, y de la propia burguesía dependiente de la expresión natural del capital, de dedicar una parte importante de sus remuneraciones y ganancias a un sector de la vida que en general se considera prescindible, de lujo en la medida que es más alto el nivel de lo ofrecido. Esta paradoja natural, que del espíritu mismo del capitalismo se nutre, no es un proceso que apunte a desarrollo, ni siquiera en carácter de espiral, sino, por el contrario, a un cierre de las necesidades de tipo cultural que no estén directamente determinadas tanto por la obtención del salario como por la acumulación continua de los altos sectores de inversión.
¿Qué significa, en consecuencia global, el proceso de proletarización del sector intelectual?4 ¿No se trata, dadas las condiciones de mezcla condicionada entre economía y mercado, de un regreso acelerado a la condición alienada de aquel que necesita, puesto que no le queda otra solución, vender, no su trabajo en sí, sino su primaria condición de fuerza de trabajo?
En la carrera por la eficiencia y la competitividad, la ética se reconstituye a partir de los resortes pragmáticos que pudieran hacerla valedera, es decir, de los objetivos eficientes y competitivos; por tanto, astucias y subterfugios que sirven para esquivar regulaciones sociales y ecológicas conseguidas en luchas de desgaste humano, social y hasta ecológico, pasan a ser consideradas de modo positivo. Así también, lo que inicialmente fue un fenómeno general concerniente a los delitos comunes, a las contravenciones relacionadas con el prójimo, es decir, la manipulación de la ley, se convierte en una operación de efectividad global por medio de la influencia de quienes a toda costa defienden el papel preponderante de las inversiones. Susan George reclamaba medidas de saldo legal sobre el creciente grupo de culpables por la contaminación planetaria, o sea, que se les aplicara el mismo correctivo que a los tutores de un menor encargados de su custodia y con la responsabilidad sobre sus actos. Es una operación que, si bien aparece más claramente delimitada en los códigos penales para el caso de los seres humanos como personas jurídicas, es sólo niebla a la hora de determinar ese grado de personalidad jurídica en la relación entre empresas a las cuales interesa muy relativamente la conservación del medio ambiente y las ideas que enfocan el peligro de destrucción a largo plazo. Con mucha mayor impunidad, y en apariencia con menos resultados negativos, se produce el flujo de información manipuladora, centrada en objetivos de política media, a través de medios de comunicación masiva cuyo espectro ideológico se basa en la defensa de la expansión monopolista de la cual forman parte. La prensa que falsea la información no está siquiera avocada al peligro de ser demandada legalmente, pues la sola invocación de la libertad de expresión, bien sazonada con instruidas apariencias de diversidad, permite calzar campañas de crédito y descrédito (soldadas de buen crédito) sobre los focos de atención previstos. Para la vertiginosa aclimatación del curso depredador capitalista cualquier idea relacionada con grados de responsabilidad carece de sentido. No por gusto, el estado-nación ha tenido que cargar con las pocas culpas que se han intentado reclamar y, una vez que sobreviene el descalabro ineludible de la economía financiera, asumir el insigne papel del boy scout de rescate.
O sea, para un depredador de tal nivel de eficiencia, las cosas han ido quedando a la medida, pues, como lo reconoce Susan George, pedimos al mercado, no sólo de manera implícita, como ella misma lo señala, sino además de modo apremiante, considerando que debe responder a una secuencia ética distinta de la suya propia, que nos alerte y proteja a su debido tiempo acerca de la catástrofe ecológica que habrá de reducirnos.5 Y por si fuese poco, le pedimos además que nos convierta en una de sus valiosos recursos para sostener la capacidad del orden cultural.
A diferencia de la oposición economía-ecología, que se basa en la explotación indiscriminada de recursos finitos, irreversibles, o recuperables a una distancia de larga duración histórica, la oposición economía-cultura se fundamenta en el control de los propios recursos culturales, regulado al mayor estándar posible, de acuerdo con las específicas circunstancias de inversión y de financiamiento a las que ha de ceder la economía, y por consiguiente, adocenado por la legitimación de esa siempre manipulada demanda.
La alternativa, que más que alternativa es solución ineludible, radica en asumir como norma el principio socialista, y responsabilizarse con las indagaciones y el flujo de opinión interno que evite no sólo las conocidas soluciones dogmáticas que nos legara la experiencia europea, sino saltos de desarrollo en el sentido simbólico de sus construcciones y en el sentido dialéctico de sus contradicciones. Los grados de extensión y libertad que ha conseguido la expresión artística y literaria en Cuba -no por ello exenta de arbitrarias restricciones, desde luego- muestran que, una vez en marcha el mecanismo, a la provocación desestabilizadora no le queda otro remedio que el terror, y el histérico escándalo, cuyo terreno más fértil se halla en los sistemas de propaganda cultural mercantilista. La responsabilidad de asumir la ética de la conducta intelectual como un valor de la cultura que se produce y se recibe, insisto, no sólo aquello que bajo autoridad entregamos sino lo más numeroso y hasta determinante que a diario recibimos con tranquilidad indolente, adquiere en este paso un valor que se ha ido quedando en orfandad.
Una cuarteta folclórica cubana condensa, con un análisis que opone a la sabiduría tradicional del refrán la consecución de la experiencia práctica, la esencia de a qué nos atenemos cuando, sitiados, en efecto, levantamos las manos, acariciamos tranquilos la pared y aceptamos como natural el atraco de convertir en recurso a la cultura:
El que a buen árbol se arrima
y se esconde bajo su hoja,
buena sombra lo cobija,
pero dos veces se moja.
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