1. Las manifestaciones como puesta-en-escena Las recientes manifestaciones estudiantiles en Chile exhiben una serie de rasgos del mayor interés, tanto político como cultural. Las nuevas generaciones han encontrado nuevos modos de protestar en un país que hasta hace poco parecía adormecido por la seducción de los medios y la publicidad en el seno de una […]
1. Las manifestaciones como puesta-en-escena
Las recientes manifestaciones estudiantiles en Chile exhiben una serie de rasgos del mayor interés, tanto político como cultural. Las nuevas generaciones han encontrado nuevos modos de protestar en un país que hasta hace poco parecía adormecido por la seducción de los medios y la publicidad en el seno de una «sociedad de consumidores». De algún modo, ha nacido en nuestro país una inédita cultura de la protesta que es, al mismo tiempo, una protesta desde la cultura.
Lo primero que se advierte en las últimas manifestaciones es su marcado acento estético. La muchedumbre se sabe protagonista de una puesta-en-escena que espera el horario estelar de los noticieros para una puesta-en-cuadro. Este carácter performativo y visual de las protestas es algo nuevo, pues, más allá de los lienzos y pancartas de marcado tono ideológico, la manifestación es animada por diversas «acciones de arte» que van desde cuerpos desnudos a escenificaciones cuasi circenses de arte callejero. Las protestas son espacios de auto expresión.
Las nuevas armas contestarias incluyen maquetas de los carros policiales, como imagen especular y degradada de la represión, rostros pintados e improvisados cánticos. Más parecido a un «carnaval», en el sentido de Bajtín, que a la clásica protesta en las calles. Las manifestaciones estudiantiles se han vuelto fotogénicas y telegénicas. Los estudiantes se saben en los medios de comunicación, hay, por decirlo así, una «consciencia mediática» arraigada en ellos. Notemos que la muchedumbre no comparece ya ante un hipotético mañana histórico sino ante las cámaras nacionales y extranjeras. Así, el éxito de la convocatoria no solo se mide por la asistencia al acto sino por el «tiempo al aire» de los diversos episodios que la constituyen en los noticieros televisivos nocturnos de ese mismo día: La acción política y la visualidad son, ahora, inseparables.
La narrativa mediática es la que garantiza la puesta-en-cuadro de las diversas secuencias de una manifestación, es ella la que construye y refiere la poética de la protesta. La construcción mediática recoge todos los rasgos formales y los convierte en referencias locales y globales. No olvidemos que existe, además, toda una construcción visual alternativa en la red que compite con los medios. Los vídeos en «Youtube» son subidos por los mismos estudiantes que se registran a sí mismos, multiplicando su presencia en el espacio y en el tiempo.
La figura emblemática de las manifestaciones estudiantiles en nuestro país ha sido, qué duda cabe, Camila Vallejos. Es interesante destacar que el liderazgo es marcado por una líder femenina. Es cierto, no es la primera, no es la única. De hecho, como se sabe, la misma ex presidente Michelle Bachelet cuenta hasta el presente con una elevada adhesión ciudadana. Sin embargo, la lucidez y el glamour de Camila Vallejos constituyen un factor que ha fortalecido la fuerza del movimiento de estudiantes. En una «sociedad de consumidores», la protesta estudiantil posee la fuerza de la seducción.
2. El baile de máscaras
La estetización de las manifestaciones estudiantiles no significa, de buenas a primeras, una despolitización de las protestas. Si observamos con atención, las protestas estudiantiles están mostrando la conjunción de dos aspectos que aparecían disociados: Convicción y Seducción. De este modo, un movimiento social y juvenil se apropia del espacio público-mediático conjugando sus demandas con la lógica del espectáculo. Los jóvenes estudiantes resultan ser, paradojalmente, los verdaderos maestros de una «clase política» carente de convicciones e incapaz de seducir a la ciudadanía.
Las manifestaciones han dejado de ser un espacio cultural y político compacto y uniforme. Por el contrario, se trata de actos masivos abigarrados y multicolores en que diversos actores políticos y culturales se expresan. En toda manifestación encontramos un flujo de lo diverso, se trata de un movimiento en distintas direcciones que gira en torno a una demanda central: Educación pública gratuita y de calidad. La lista es larga: Estudiantes secundarios, estudiantes universitarios, padres y apoderados. Profesores secundarios, profesores universitarios. Artistas, intelectuales, representaciones de minorías étnicas y sexuales, grupos de teatro, grupos ecologistas, ciudadanos indignados y muchos otros. La marcha de lo diverso es carnavalesca y transversal. Lejos de constatar una despolitización de las protestas estudiantiles, estamos asistiendo a una nueva modalidad de la expresión política ciudadana.
Lo carnavalesco incluye en sus márgenes, la escenificación de la violencia. La estética Hard Core se nos presente como la irrupción de las fuerzas policiales, sea bajo la forma de amenaza presente, provocación intencionada o, lisa y llanamente, brutal represión. La violencia puesta-en-escena en las urbes ha sido estigmatizada desde la Comuna de París durante el siglo XIX hasta el presente. Términos tales como «terrorismo», «encapuchados», «violentistas» o «lumpen» dan buena cuenta de ello. La violencia en las manifestaciones se ejerce desde el anonimato: Hay fuerzas policiales, funcionarios anónimos que se enfrentan con medios técnicos a estudiantes anónimos. Como en un baile de máscaras se habla de «infiltrados». Contra lo que pudiera pensarse, el ejercicio de la violencia no fortalece la dosis de politicidad de una manifestación sino, más bien, proporciona un elemento de tensión dramática a la narrativa mediática que justifica, inevitablemente, la «restitución del orden».
3. Asinus asinum fricat
La imagen de un oficial de Carabineros junto a algún ministro de estado o al mismo presidente reafirma el orden constituido frente a los «actos de violencia»: «Asinus asinum fricat», solo un asno frota a otro asno, afirmaban los antiguos. El gobierno de turno celebra a sus fuerzas represivas en nombre de la ley, la moral y la paz social. Los medios de comunicación, desde luego, clausuran su relato con un «Happy Ending» en que las demandas estudiantiles son opacadas por el «vandalismo» o, en el mejor de los casos, minimizadas por promesas y placebos para que todo siga igual.
No obstante, las manifestaciones persisten obstinadas y cada cierto tiempo regresan inevitables. Hay varias razones que pueden, en principio, explicar este fenómeno. Por de pronto, el hecho notable de que el movimiento estudiantil se ha mantenido a una cierta distancia de los partidos políticos tradicionales. Esto indica que este movimiento social no se inscribe en la «racionalidad partitocrática» inherente al Chile republicano e ilustrado anterior al golpe de estado de 1973 y recreado como mero «pastiche» desde 1990. Pareciera que junto a las manifestaciones estudiantiles irrumpe una racionalidad de nuevo cuño que estaría más próxima a demandas filosófico-morales que a ideologías estrictas: «El pueblo unido avanza sin partido».
Las demandas estudiantiles exceden con mucho lo «políticamente correcto». Al igual que los surrealistas, pareciera que a los estudiantes no les basta el imperativo marxista de «Transformar el mundo». Se trata más bien de una urgencia moral y vital, menos Marx y más Rimbaud: «Cambiar la vida». En este sentido, las manifestaciones estudiantiles ponen de manifiesto no solo una enorme «brecha generacional» sino, además, una «brecha cultural y política». Las manifestaciones estudiantiles están poniendo de manifiesto un hastío profundo de las nuevas generaciones respecto a lo que es y ha sido este país.
Las protestas de los estudiantes no admiten una lectura política tradicional. Nuestra «caja de herramientas» resulta obsoleta ante este tipo de fenómenos. Apenas podemos barruntar algunos aspectos que están orientando este proceso acelerado de cambios. Sabemos que estamos ante síntomas locales de una «mutación antropológica» de gran escala asociada a una «Cultura Global» o «Cultura Internacional Popular». Las demandas de las nuevas generaciones a escala mundial entran en constelación con aquella «contra-cultura» del siglo XX, ya no como «Psicodelia» sino como aquello que se ha dado en llamar «Ciberdelia».
4. Las Redes y el fantasma de Salvador Allende
Desde un punto de vista más amplio, se hace indispensable considerar dos ejes centrales que están situando a los actores políticos y culturales en este tiempo: Las comunicaciones y el consumo. En la era de la «cibercultura», el movimiento estudiantil se desarrolla y se gestiona en el espacio virtual como una expansión del espacio público. Las «redes sociales» son habitadas por estos «cibernautas» que conversan, discuten y coordinan sus propias acciones. Ya no estamos ante modelos de comunicación centralizados, verticales y masivos al estilo «Broadcast» sino a modelos horizontales, no jerarquizados y personalizados, el estilo «Podcast». Esta impronta comunicacional constituye una suerte de matriz que se proyecta en las relaciones sociales y sus modos de organización. Los estudiantes adscritos a estructuras partidarias estrictas y burocráticas son una minoría, su actuar IRL (in real life) sigue siendo «Podcast»: el asambleismo, la autonomía y la acción parecen seducir a los jóvenes de hoy.
Si las nuevas tecnologías y las redes sociales amplían la noción de espacio público, es el consumo el que sitúa a los sujetos en un nuevo imaginario histórico y social. La «sociedad de consumidores», en tanto diseño socio cultural, crea las condiciones de posibilidad para formas inéditas de socialización, permitiendo la emergencia de un nuevo «carácter social». Es en esta dimensión donde se ha acuñado el concepto de «narcisismo sociogenético», para explicar cómo las relaciones de seducción redefinen el individualismo en las sociedades democráticas del siglo XXI. Cualquier consideración sobre los movimientos sociales contemporáneos no puede dejar de lado esta cuestión, pues, en rigor, estamos asistiendo -precisamente- a la confrontación de una cultura secularizada y una «polis» anquilosada. Las instituciones sociales, y muy especialmente la educación, aparecen extemporáneas y vetustas ante una cultura «mediatizada». Las burocracias educacionales, secundarias y universitarias, están muy distantes del mundo rutilante que destellan las pantallas y los escaparates. Una clase magistral no puede competir con un grupo de Rock.
En este nuevo mundo, empero, la historia sigue presente. Las manifestaciones estudiantiles no solo se apropian del espacio mediático sino que ocupan un espacio urbano lleno de historia, los monumentos y la arquitectura prescriben, todavía, los desplazamientos y el espacio de circulación. Sin embargo, el tiempo histórico también se hace presente como un «ahora» que se conecta con un «otrora», otro ahora, un presente diferido que vuelve. Entre medio de los estudiantes que se desplazan aparece la imagen, un doble, del presidente Salvador Allende que alienta a los jóvenes y repite incansable su discurso. Esta «simulación» es significativa, pues instala en el imaginario actual una figura que más de tres décadas de silencio han querido desterrar. No se trata de una vindicación circunscrita a lo político e ideológico, más bien se enarbola su estatura moral frente a la miseria del presente. Las manifestaciones estudiantiles en nuestro país representan mucho más que una demanda sectorial, pareciera más bien que se trata, casi literalmente, de un lento despertar después de una larga noche de pesadillas y olvidos.
Álvaro Cuadra es investigador y docente de la Escuela Latinoamericana de Postgrados, ELAP, Universidad ARCIS.
URL de este artículo: http://alainet.org/active/5711
* Artículo publicado en la revista América Latina en Movimiento Nº 477, Juventudes en escena, julio de 2012 – http://alainet.org/publica/477