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Prólogo del libro "CT o la Cultura de la Transición"

Cultura de la transición: libertad y barrotes

Fuentes: Sigue Leyendo

A modo de Prólogo, Guillem Martínez abre con este capítulo el conjunto de reflexiones de distintos autores que recoge CT o la Cultura de la Transición – Crítica a 35 años de cultura española. Los destacados son de Sigueleyendo.

El concepto Cultura de la Transición (CT) es una creación muy colectiva. Arranca, inicialmente, de a) valoraciones poco edificantes ante el optimismo generalizado que suscitaban las series culturales españolas posteriores a 1975, y de b) iniciales descripciones de los nuevos roles del intelectual y la cultura, esos palabros, desde el fin del franquismo. Son puntos de vista escasos, exóticos, formulados por Gregorio Morán (El precio de la Transición, 1992), Manuel Vázquez Montalbán (El escriba sentado, 1996), Sánchez Ferlosio -un señor muy citado, por lo que veo, en este volumen y al que, por tanto, deberíamos enviar un jamón-, Juan Aranzadi (El escudo de Arquíloco, 2001), e Ignacio Echevarría en los primeros números de Lateral (1992), una revista que, en lo que es una metáfora de la vida de los mamíferos en el hábitat CT, se planteó darle para el pelo a la CT, para pasar, en breves segundos, a ser otro Love Boat de la CT. Sí, no es mucho material y no es mucho nombre propio. Lo que orienta sobre el clima de inquebrantable adhesión non-stop que supone la CT y la dificultad para emitir crítica cultural y de la otra en una sociedad en la que la CT es hegemónica.

 

Pese a ello, el concepto CT ha sido una herramienta que ha crecido, en formulación y difusión, en internet. Ha recurrido para ello a la antropología cultural, a teorías de la recepción, a la teoría de los marcos y a los culture studies. Y también -y esto, como periodista, me llena, yupi, de honda satisfacción- al método periodístico. Ya saben: el recuerdo de una disciplina nacida para someter el poder a control, y que ha visto en la cultura española de los últimos años un elemento de control del poder inusitado, violento, descomunal y único en Europa.

Con todas esas confluencias, se puede explicar, gracias al concepto CT, una cultura en su sentido más vasto, amplio, global e, incluso, gore, a través de una manera de observar la cultura como forma y fondo. Es la cultura como baile, pero también como pista de baile, vamos. La CT, así, puede explicar una novela española, pero también un artículo periodístico, un editorial, una ley, un discurso político. Es una herramienta formidable para leer la realidad y su formulación, la cultura. Amador Fernández-Savater ha ampliado mucho el concepto en esa dirección y con resultados sorprendentes. Y beligerantes.

El lector que me haya seguido hasta aquí se estará preguntando, por tanto, qué es la CT y dónde puede comprarse una, por lo que sería oportuno poner cara de romano y soltar alguna definición resultona al respecto. Ahí va. En un sistema democrático, los límites a la libertad de expresión no son las leyes. Son límites culturales. Es la cultura. Es un poco lo que apuntaba Mozart -uno de los primeros hombres libres contemporáneos codificados- cuando señalaba que la libertad solo se encuentra entre barrotes. Los barrotes -especificaba Mozart- que forman el pentagrama, esa pauta sobre la que formulaba su música/ su libertad. La CT es la observación de los pentagramas de la cultura española, de sus límites. Unos pentagramas canijos, estrechos, en los que solo es posible escribir determinadas novelas, discursos, artículos, canciones, programas, películas, declaraciones, sin salirse de la página, o ser interpretado como un borrón. Son unos pentagramas, por otra parte, formulados para que la cultura española realizara pocas formulaciones.

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Unos pentagramas canijos, estrechos, en los que solo es posible

escribir determinadas novelas, discursos, artículos, canciones,

programas, películas, declaraciones, sin salirse de la página,

o ser interpretado como un borrón.

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El informe Brodie de la CT

La génesis de la CT no se encuentra en la Guerra Civil. Se encuentra en sus quimbambas -o, glups, en su 2.0-: la Transición. Un proceso en el que las izquierdas tenían poco que aportar, por lo que su gran aportación fue a través de la cesión del único material que poseían: la cultura. En un proceso de democratización inestable, en el que al parecer primó como valor la estabilidad por encima de la democratización, las izquierdas aportaron su cuota de estabilidad: la desactivación de la cultura. Con esa desactivación, la cultura, ese campo de batalla, pasó a ser un jardín. ¿Fue una cesión espontánea? En todo caso, no fue una cesión inocente, como apunta la rapidez de la reconversión de la cosa.

La cultura, de hecho, está notoriamente desactivada como tal en 1977, cuando, ante el silencio de la cultura y sin mecanismos culturales de crítica, se producen los Pactos de la Moncloa, primer pacto oficial del franquismo con la oposición, que supuso la eliminación de los movimientos sociales y el abandono de propuestas democráticas más amplias -como, snif, la democracia económica-. El abandono, vamos, de lo que había sido la izquierda del interior en los últimos años del franquismo.

Puede ser una metáfora, pero los inmediatos choques del franquismo con la cultura -choques cotidianos, con impresionantes puntas de violencia, como pasó con la bomba de El Papus (1977), el consejo de guerra a Els Joglars (1978), y el prealquitranado y preemplumado de La benemérita a Pilar Miró por El crimen de Cuenca (1979) – se producen sin ningún partido que defienda a las víctimas, es decir, que defienda el oficio de las víctimas. En 1981 la desactivación de la cultura es tan grande que ya no se dispone de otra lectura del 23-F que la facilitada por el Estado y por su más alto representante, situación en la que, por otra parte, seguimos esta mañana a primera hora. El proceso de desactivación está finalizado y equipado de serie para el referéndum de la OTAN (1986), cuando aquel oficio que se enfrentaba al poder sin defensa desde 1977, ya ha cambiado de oficio, de manera que ya está completamente alineado con el poder. El paradigma cultural, para entonces, es otro. La cultura, sea lo que sea, consiste en su desactivación, es decir, en crear estabilidad política y cohesión social. Trabaja, en fin, para el Estado, el único gestor de la estabilidad y de la desestabilidad desde 1978.

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Una cultura vertical

Básicamente, la relación del Estado con la cultura en la CT es la siguiente: la cultura no se mete en política -salvo para darle la razón al Estado- y el Estado no se mete en cultura -salvo para subvencionarla, premiarla o darle honores-. Parece una relación civilizada, de padres divorciados pero enrollados. Pero es, básicamente, una relación intrínsecamente violenta. Veámoslo por partes:

a) La parte de la cultura. Un objeto cultural es reconocido como tal, y no como marginalidad, siempre y cuando no colisione con el Estado. Aquí es preciso señalar que la zona de no colisión es amplísima, mientras que la zona de colisión es reducida. Lamentablemente, esa zona de colisión consiste en lo problemático, el punto en el que se ha producido la cultura europea de los últimos trescientos años. Por eso mismo, en la CT desaparecen todos los productos culturales problemáticos. El resultado es la producción de miles y miles de productos aproblemáticos -en todas sus modalidades: social, política, sí, pero también formal y estética; la belleza, si se fijan, es absolutamente, snif, problemática en muchos de sus tramos; concretamente, en los más bellos, si me fuerzan.

b) La parte del Estado es complementaria a esa brutalidad. Con su dinero, sus premios, sus honores, facilita la cosa y ahorra tiempo, al decidir lo que es cultura o no. Curiosamente, en ese trance, el Estado y la cultura coinciden de nuevo en que no es cultura lo problemático. El castigo a la persona que apuesta por lo problemático es diferente al que recibiría en Corea del Norte, otro país cuya cultura y Estado coinciden. Consiste en la marginalidad. Ese castigo, por otra parte, no lo ejerce el Estado, lo ejerce la cultura. Por ejemplo, en los medios, que evitan hablar de productos no considerados culturales bajo esa perspectiva/ no premiados /no subvencionados /no cohesionadores /problemáticos.

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El castigo a la persona que apuesta por lo problemático

es diferente al que recibiría en Corea del Norte, otro país cuya cultura

y Estado coinciden. Consiste en la marginalidad. Ese castigo,

por otra parte, no lo ejerce el Estado, lo ejerce la cultura.

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Otra similitud entre Corea del Norte y España, ahora que caigo, es el rol propagandístico de la cultura. La cultura, así descrita, es una gigantesca máquina propagandística -de manera activa, o piando; de manera pasiva, o hablando sobre la nada- de un sistema político: el sistema democrático español, único receptor de cero críticas en la CT. El más y mejor del mundo mundial, que ha sabido sortear con responsabilidad y madurez un difícil reto que bla, bla, bla. La CT es, pues, una cultura vertical, emitida de arriba hacia abajo y que modula toda la cultura española que quiera serlo. El carácter propagandístico de la cultura española actual es tal que, de hecho, la CT es la gran cultura europea que carece de crítica. No hay posibilidad de criticar -es decir, de someter a problematización un objeto, nacido, por otra parte y comúnmente, con la esperanza de no problematizar nada, pero es que nada-. De la misma manera que no hay posibilidad de someter a crítica una novela sobre la Guerra Civil con falangistas buenos, una novela repleta de sentimientos buenos y cohesionadores, una película de Almodóvar o un disco de un cantautor chachi, se carece de herramientas para emitir crítica ante un discurso político o un fenómeno social. O, lo que es lo mismo, el único ideal crítico posible en la CT es su aproximación o lejanía a la CT. Cerca es bueno; lejos no es cultura.

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Sí, pero

El lector avispado, no obstante, puede tener algún reparo ante la descripción plis-plas de la CT que les he facilitado en el anterior apartado. No se vayan, que intentaré pelarme todos sus reparos. Reparo 1: «Lo que usted dice no es más que el concepto de superestructura, pasado por Adorno y a lo largo·. No. Las estructuras políticas y económicas intentan modular la cultura para eliminar la explicitación de contradicciones. Pero esa modulación es menos activa y acostumbra a tener menos participación política de instituciones que en la CT. La CT es una aberración política y definitivamente española. Reparo 2: «Lo que usted dice es lo que ha ocurrido en Occidente desde 1968: la desactivación de la cultura y su conversión en ocio y mercado». No. En Francia, pongamos, la cultura, en efecto, fue desactivada con posterioridad al mayo francés. Fue una desactivación interna. La cultura decidió ser lúdica y ver en ello un éxito evolutivo. Aquí, la desactivación sucedió fuera de la cultura. En el Estado. Aquí el Estado realizó la meditación, y no la cultura. El punto fundacional de la CT es, precisamente, el momento en el que la cultura deja de emitir meditaciones sobre sí misma. Reparo 3: «Lo que usted describe es la suplantación progresiva de la cultura por el mercado, un fenómeno mundial». No. La cultura de mercado ha supuesto siempre una posibilidad cultural en la cultura de masas. En la CT, si se fijan, se produce, en cierta manera, aún poca cultura de mercado, es decir, poca cultura internacional, exportable, atenta a los gustos internacionales del mercado. Se produce, en todo caso, una gran cantidad de productos CT, que -y ahora pienso en la serie literaria- intensifican la adhesión, la estabilidad y la desproblematización -conceptos políticos absolutamente locales e inexportables-, por encima de los criterios de mercado al uso. Los grandes éxitos de la literatura CT, por ejemplo, son inexportables. Su única función y su única vida es local. No es lo mismo Cercas o Muñoz Molina -CT- que Ruiz Zafón o Pérez-Reverte -el mercado-. Un consumidor de libros de mercado internacional se quedaría pajarito con unos y satisfaría la inversión de su compra con los otros. Reparo 4: «Usted de lo que habla es de la muerte del compromiso». No. Hablo de la muerte de la problemática y de una cultura cuyos intelectuales están absolutamente comprometidos, contra lo problemático y con el Estado, de manera que en la cultura solo optan por los temas que el Estado propone. Hablo, en fin, de la posibilidad de hablar sobre ese compromiso. Muy vivo, por otra parte. Reparo 5: «Usted habla de teorías conspirativas». No. Hablo de todo lo contrario. De algo que se ve por todas partes y en régimen de cotidianidad, no de excepcionalidad. Hablo, vamos, de cultura. Incluso las culturas verticales, como la CT, carecen de un despacho del Doctor No que lo centralice todo. Una cultura, en ese sentido, es un despacho al aire libre. Hablo de la posibilidad de describir ese despacho. Hablo de la posibilidad de hablar de lo que ocurre cotidianamente, en un día normal formulado por la CT.

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Descripción de un día normal según la CT

El 11-M de 2004 fue, de hecho, un día normal para la CT. Su originalidad es que, a través del funcionamiento de la cultura a lo largo de ese día y los siguientes, se puede observar cómo funciona una cultura vertical, cuya razón de ser es la creación de cohesión y propaganda. Ese día, antes de las 8.00, explotaron varias bombas en la estación de Atocha. La autoría del atentado fue, en un principio, confusa. Los medios y corresponsales extranjeros, usuarios de otra cultura, acabaron con esa confusión sobre las 12.00, hora en la que, amparados en sus respectivas culturas y en el método periodístico (observación de la realidad + control del poder), atribuyeron el atentado a una firma diferente a la propuesta por el Estado. Los medios españoles mantuvieron la opinión gubernamental al respecto no solo a lo largo de ese día -una opción que orienta hacia una aberración cultural-, sino a lo largo de tres días más. Sí, en aquella ocasión hubo despacho del Doctor No. El presidente español llamó personalmente a varios directores de diario para intensificar su propia tesis frente a los atentados. Pero también recibieron ese tipo de llamadas diversos corresponsales extranjeros, que no dieron ningún crédito a las consignas recibidas. Sus culturas y sus códigos profesionales estaban equipados para desactivar ese tipo de llamadas, para no participar en ningún ejercicio de cohesión. El hecho de que un presidente de Gobierno llame a un diario, por otra parte, es algo impensable en el resto de las grandes culturas occidentales, como el hecho de que una llamada así pueda cambiar la primera plana de un diario sin caer en la patología.

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El hecho de que un presidente de Gobierno llame a un diario,

es algo impensable en el resto de las grandes culturas occidentales,

como el hecho de que una llamada así pueda cambiar

la primera plana de un diario sin caer en la patología.

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Los medios, esa amplia región de la cultura, hicieron, pues, lo que debían, lo que su cultura consideraba su deber. Los accesos a la información de aquellos días también se ajustaron absolutamente a un modelo cultural que todo el mundo tenía formulado en su cabeza. Las firmas optaron por la inquebrantable adhesión a las tesis del régimen, vociferándolas y ampliándolas, y pidiendo unas acciones gubernamentales precisas que, por otra parte, eran las mismas que intentaba ofrecer el Gobierno. El grueso informativo, y algunas pocas firmas, optaron por la otra postura que ofrece la CT si no quieres salirte de ella: no se alinearon con las tesis duras del Gobierno, pero apostaron por la opción aproblemática: apostaron por una lectura sentimental del asunto, a través de las biografías de las víctimas y del dolor como tema.

La CT, aquellos días, demostró -si omitimos la participación del Doctor No; y si no la omitimos, pues también- cómo funciona cada día, cómo gestiona la realidad, cómo dibuja los marcos. Distribuyendo las tesis gubernamentales, optando por las vías de investigación -en este caso, literalmente- propuestas desde arriba y, cuando no hay muchas ganas, no hablando de todo lo contrario, sino del tema propuesto desde sus puntos de vista menos problemáticos. Curiosamente, después de aquel festival, solo abandonó la dirección de un diario local un director de un diario de derechas. Lo que puede orientar sobre quién se mueve más y mejor en el agua en la CT, y cuál es el futuro de la CT.

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La CT y su primo el de Zumosol

Posiblemente, la única evolución interna de la CT a través de los últimos treinta y pico años se ha producido a través de los dos grandes partidos españoles, es decir, a través de las dos únicas opciones que pueden ser poder y pueden administrar, desde arriba, la CT. Ambos partidos comparten la observación de la CT como el paradigma cultural español natural, capaz de superar los yuyus del pasado. Ven sus funciones -verticalidad, cohesión, desproblematización- no solo como deseables, sino como muy satisfactorias. Las ecuaciones menos arriesgadas proceden, empero, de la izquierda.

La sensación es que el PSOE -e, incluso, IU-ve la relación entre cultura y Estado que forja la CT como un triunfo de las izquierdas. La pregunta del millón -¿debe el Estado ofrecer cultura a los ciudadanos?- no solo no se formula desde la izquierda de la Transición, sino que en un momento en el que esas izquierdas emiten serias dudas sobre si el Estado debe o no ofrecer sanidad o educación, no existe duda de que debe ofrecer cultura. Es más, en diciembre de 2011, cuando existía el rumor de que el nuevo Gobierno del PP iba a eliminar el Ministerio de Cultura -un ministerio importante para la CT y un rumor muy improbable de verse realizado en una cultura vertical-, se empezaron a modular ecuaciones por parte de intelectuales del PSOE en las que se defendía la existencia del ministerio en tanto se vinculaba la CT a la industria cultural. Esta ecuación (CT = industria cultural), limitada, pueril, es la formulación más al límite que ha realizado la izquierda en más de tres décadas. Algo inquietante si pensamos que la derecha española está viviendo una revolución creativa absoluta, ampliable a su propia interpretación de la CT.

Desde los años noventa, la FAES y los think tanks del Republican Party empezaron a intercambiar lenguaje. El resultado es una derecha española por primera vez no vinculada al léxico o al imaginario franquista. Es, lo dicho, una derecha revolucionaria -es decir, poseedora de un léxico revolucionario y de una misión revolucionaria- que utiliza un vocabulario rampante -con palabros como libertad, derecho o Constitución cada dos segundos, y modulaciones, snif, libertarias del discurso político- para explicar políticas reaccionarias y ultraliberales. La nueva derecha, obviamente, utiliza los mecanismos de la CT -esa cultura vertical que nació para imponer tesis gubernamentales- para expandir la normalidad de un discurso históricamente anormal. Por otra parte, el PP en el exilio -el PP que no gobernó en los primeros años del siglo XXI- ha realizado proezas culturales llamativas, como la creación de empresas culturales para emitir su lectura de la CT -incluso en períodos de oposición-, la experimentación en redes sociales e internet o, y esta es la más notoria, la capacidad de enfrentarse a la CT -esa cultura gubernamental, que no se puede emitir cuando no eres gobierno- mediante una nueva formulación de la CT, más agresiva -¿Cultura Brunete?-, que rapta y depura más aún la edad de oro de la Transición, la sitúa más a la derecha y hace de ella el elemento a partir del cual elaborar el ideal que debe seguirse para, posteriormente, construir la verticalidad, la propaganda y la cohesión típicas de la CT.

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¿Hay un futuro en todo este pasado?

La sensación es que el futuro de la CT está asegurado por una izquierda que no ve en la cultura de los últimos treinta y pico años nada patológico, y una derecha que ve en la cultura de los últimos treinta y pico años un buen recurso para realizar políticas novedosas y agresivas en este cambio de época, una época y un cambio que se dibujan por la preeminencia del mercado financiero frente al Estado, la disolución -o, al menos, un cambio riguroso- del Estado del bienestar y la degradación del sistema democrático, reducido a la elección de representantes que acometen una sola política -o, al menos, una política muy determinada por el pago de deuda; el capitalismo, en fin, está pasando a ser un sistema que, más que explicarse por el consumo, se está empezando a explicar por el pago de deuda-. La CT, la capacidad de lanzar mensajes verticales, de delimitar las problemáticas, de encauzar la cohesión, la capacidad de que, en fin, el Estado sea el motor de la cultura, del establecimiento de marcos y puntos de vista, es un chollo español para realizar, con cierto relajo y éxito, esa violentísima transición.

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La sensación es que el futuro de la CT está asegurado

por una izquierda que no ve en la cultura

de los últimos treinta y pico años nada patológico.

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En ese contexto de control cultural, resultan excitantes objetos como el 15-M. Un objeto difícil de explicar, pero que, en todo caso, es otro paradigma cultural, una visión de la cultura y de la democracia no tutelada por la CT. Lo que, a su vez, y visto lo visto, supone un pequeño milagro cultural. Es lo no CT. Es el nacimiento de lo no CT. Lo no CT supone la oportunidad de establecer una cultura no centralizada, que no participe en la estabilidad de ningún proyecto político ni de ningún Estado. Consiste en devolver a la cultura su capacidad de arma de destrucción masiva, de objeto problemático, parcial y combativo, su capacidad de solo ser responsable ante ella misma y no responsable de la estabilidad política de ningún sitio. Igual que un Estado puede contener diferentes sociedades -algo que no acaba de comprender la CT-, una sociedad puede tener diversas culturas -algo que, definitivamente, no entiende la CT-. Lo no CT es la posibilidad de miles de culturas horizontales. Lo no CT es la posibilidad de robarle al Estado el monopolio cultural. Algo que, de hecho, sucedió hace un año, con el nacimiento del 15-M -ese objeto problemático, al que le importa un pito la cohesión, las identidades y que parece querer discutir temas que la cultura de las tres últimas décadas no puede ni identificar-, un fenómeno imposible de ser descrito o, incluso, comprendido a partir de la CT. El combate cultural ha empezado, posiblemente, por aquí abajo. Bienvenidos a él.

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CT O LA CULTURA DE LA TRANSICIÓN

Carlos Acevedo, Pep Campabadal, Colectivo Todoazen, Jordi Costa, Ignacio Echevarría, Amador Fernández-Savater, David García Aristegui, Irene García Rubio, Belén Gopegui, Víctor Lenore, Carolina León, Isidro López, Guillem Martínez, Raúl Minchinela, Pablo Muñoz, Silvia Nanclares, Miqui Otero, Carlos Prieto, Gonzalo Torné y Guillermo Zapata

DEBOLSILLO