«Se mantiene y ampara porque nuestros gobiernos y estados incumplen de forma sistemática sus responsabilidades en materia de prevención, protección, asistencia y reparación a las víctimas y supervivientes. Condonan la violencia sexual y arropan la impunidad de quienes agreden».
Sin embargo, así es, aunque la sociedad niegue tal evidencia. No hay mujer que no haya sido asaltada por exhibicionistas, manoseada sin quererlo, o burdamente acorralada con repugnantes piropos de contenido sexual nada agradable. Otras, aunque permanezcan en silencio, fueron abusadas en la infancia, agredidas o acosadas sexualmente por conocidos o amigos y, en algunos casos, por desconocidos. Pese a la magnitud de los datos que ofrecen los organismos internacionales de derechos humanos y las organizaciones feministas, convivimos con normalidad en todos los contextos políticos y sociales, con una de las formas de violencia machista y vulneración de derechos humanos más extremas.
Todo ello gracias a dos culpables: quienes agreden sexualmente, pero también a la cultura de la violación. La expresión cultura de la violación, acuñada por el discurso y práctica política feminista, hace referencia a toda la estructura -lo que Galtung ha considerado en denominar como violencia estructural y cultural-, que justifica y alimenta, y que acepta y normaliza la existencia de la violencia sexual.
Es una forma de violencia simbólica, como diría Bordieu, que tiene un efecto sedante, porque, al estar tan aceptada, pasa desapercibida por la inmensa mayoría. Sin embargo, es la que permite que la violencia directa se produzca (las violaciones, los acosos, los abusos, la tortura sexual…). La conforman un conjunto de creencias, pensamientos, actitudes y respuestas basadas en prejuicios y estereotipos de género relacionados con la violencia sexual.
La cultura de la violación, que se expresa mediante dogmas patriarcales, crea machos varones violentos que utilizan los cuerpos de las mujeres, las niñas y los niños, y se apropian de ellos imponiendo sus deseos a través del miedo, mientras generan un daño extremo en las víctimas y supervivientes. Se sostiene porque existe todo un sistema, el patriarcado, que considera que todos los cuerpos de las mujeres y aquellos cuerpos no normativos pertenecen a los hombres por contrato, por un contrato sexual, como diría la teórica feminista de Carol Pateman. Un contrato sagrado e intocable. Es decir, pueden ser cuerpos violados o agredidos sexualmente cuando las circunstancias lo requieran: en la guerra de forma innata, en periodos de paz, en democracia o, incluso, si un régimen político establece que es conveniente.
Es una obviedad invisible -o mejor dicho, invisibilizada intencionadamente-, por acción o por omisión, gracias a un sistema consentidor que, desde sus estructuras patriarcales, ofrece un escenario impune donde se desarrolla, y entre cuyos actores -no los únicos, pero sí los culpables directos- se encuentran los hombres que la ejercen. En este sentido, mucho se ha escrito falsamente sobre la naturaleza depredadora del hombre devorador sexual, cuyos instintos justifican los delitos sexuales. De igual manera que aquellos que siguen apuntalando la impunidad del violador, al considerarlo un loco incapaz de controlarse, o un chico perfectamente normal incapaz de violar. «Mi hermano no se hace violador de un día para otro», afirmó la hermana de uno de los agresores sexuales del conocido caso de Pamplona.
Como si ciertamente alguien se hiciera violador de un día para otro. Cada víctima tiene un nombre propio, una vida, un futuro que, de repente, se ve truncado y sumido en una espiral de consecuencias graves y devastadoras a corto y largo plazo. Consecuencias que afectan a su proyecto vital, generando secuelas físicas, emocionales, psicológicas, conductuales, sexuales y sociales, y que atentan contra todos los derechos humanos básicos, cuya titularidad debería estar protegida por los estados. Nombrarlas implicaría asumir responsabilidades y dar luz a uno de los rincones más oscuros de nuestra sociedad, pero no nombrarlas nos hace cómplices de este sadismo. La cultura de la violación transforma a las víctimas en culpables: «El juez me violó otra vez», nos contó una mujer con la que las expertas intervinieron en un recurso especializado.
Normaliza la violencia sexual como innata a los deseos sexuales, convirtiendo la violencia en erotismo: «Todas las mujeres tienen la fantasía de la violación». Omite una educación sexual en las aulas que, por efecto desencadenante, promueve la alternativa de la pornografía mainstream patriarcal y violenta adulta como única escuela de aprendizaje: «Nos tenemos que poner todas a cuatro patas y el primero que se corra, pierde», nos narró una chica en un instituto en relación a un juego recurrente entre grupos de adolescentes.
Es una cultura en la que las mujeres sienten la amenaza continua de la violencia sexual desde que toman conciencia, que ampara el silencio entre iguales -en la familia o en la sociedad-, que considera que las mujeres provocan la agresión sexual, o que muestra una gran tibieza en torno al consentimiento. La cultura de la violación se mantiene y ampara porque, igualmente, nuestros gobiernos y estados incumplen de forma sistemática sus responsabilidades en materia de prevención, protección, asistencia y reparación a las víctimas y supervivientes. Condonan así la violencia sexual y arropan la impunidad de quienes agreden.
La única vía para cambiar el rumbo de la Historia pasa por tomar conciencia de cómo se construye y mantiene, desenmascarar sus estrategias -al tiempo que señalamos y denunciamos a los culpables-, investigar los delitos, educar y sensibilizar a la sociedad, atender las necesidades de las víctimas y supervivientes, y adoptar las medidas que sean necesarias para erradicarla. De lo contrario, permanecerá vigente una cultura de la violación que cuestiona e invalida los valores democráticos, de ciudadanía y de igualdad, condonando así a todos los responsables directos e indirectos de semejante atrocidad.
Bárbara Tardón Recio es consultora internacional experta en violencia de género y derechos humanos.
Jesús Pérez Viejo es doctor en Trabajo Social y psicólogo experto en violencia de género y violencia política.
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