El primer paso en la constitución de un sistema internacional continental alentado por los EE.UU. fue la Primera Conferencia Interamericana de 1890, que creó la Unión Internacional de las Repúblicas Americanas, transformada en 1910 en Unión Panamericana y en 1948 convertida en Organización de Estados Americanos (OEA).
Durante los procesos independentistas latinoamericanos de las primeras décadas del siglo XIX la Doctrina Monroe (1823), esquematizada en la frase “América para los americanos”, tuvo un doble propósito: de una parte, frenar cualquier intento europeo de reconquista de las antiguas colonias en el continente; de otra, asegurar los intereses comerciales de los EE.UU. en los nacientes países. Pero tal doctrina se transformó en una norma de conducta unilateral para imponer una geoestrategia continental siempre favorable a los EE.UU. Paradójicamente, durante el siglo XIX, las relaciones económicas predominantes entre la mayoría de países de América Latina fueron con Europa.
Al comenzar el siglo XX, al compás del despegue de la expansión norteamericana, el monroísmo justificó tanto intervenciones directas en Centroamérica o el Caribe, como las acciones para alinear los países de la región a los intereses de las empresas estadounidenses y de la política exterior del gigante país. El primer paso en la constitución de un sistema internacional continental alentado por los EE.UU. fue la I Conferencia Interamericana de 1890, que creó la Unión Internacional de las Repúblicas Americanas, transformada en 1910 en Unión Panamericana y en 1948 convertida en Organización de Estados Americanos (OEA).
La OEA fue el instrumento de la Guerra Fría en América Latina a raíz de la Revolución Cubana (1959). Por sobre sus principios y declaraciones, con la directa acción de la CIA, durante la década de 1960 fueron derrocados varios gobiernos constitucionales en la región e instauradas dictaduras militares. Las más refinadas dictaduras anticomunistas, que establecieron Estados terroristas, con permanentes violaciones de derechos humanos, fueron las del Cono Sur, en la década de 1970. Sin embargo, la OEA no actuó para sancionarlas o apartarlas del sistema interamericano, como si ocurrió con Cuba en 1962. A pesar de ello, el programa Alianza para el Progreso (ALPRO), impulsado por John F. Kennedy (1961-1963), si bien, de una parte, respondió al macartismo reinante, de otra coadyuvó al desarrollismo latinoamericano, que posibilitó liquidar los sistemas oligárquicos y las estructuras precapitalistas, para despegar la definitiva modernización capitalista.
En Ecuador, si no era por la ALPRO y la anticomunista Junta Militar (1963-1966), no se habría realizado la reforma agraria, con la cual se liquidó el tradicional sistema hacienda que estranguló toda la vida republicana y convirtió al país en uno de los más atrasados y subdesarrollados del continente. El intervencionismo estatal solo entonces permitió el despegue de la industria y del empresariado capitalista en el país.
La década de 1980 rompió la vía desarrollista. Tanto la nueva política económica internacional inaugurada por Ronald Reagan (1981-1989), orientada como vía a seguir en América Latina, así como los condicionamientos del FMI sobre la deuda externa y desde 1990 el decálogo del “Consenso de Washington”, introdujeron el neoliberalismo. Desde entonces, el sueño de “mercados libres” y empresas privadas rectoras de la economía, ha pasado a formar parte de la ideología de las derechas políticas y económicas de la región, encabezadas por las elites empresariales más ricas y oligopólicas. Con el propósito de reforzar y “continentalizar” el aperturismo globalizador, nuevamente, bajo impulso de los EEUU, se convocó en Miami, en diciembre 1994, la primera Cumbre de las Américas. El documento oficial hace énfasis en el “libre comercio” y la “comunidad de democracias” de las Américas, vinculada a la OEA (https://bit.ly/38Zzu7g). Fue el camino diplomático para acoger el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), un acuerdo logrado en Los Ángeles, en julio.
Sin embargo, el nacimiento del ALCA fue frustrado por la Cumbre de los Pueblos, reunión paralela a la IV Cumbre de las Américas realizada en Mar del Plata, Argentina, en 2005. Allí los presidentes Hugo Chávez (Venezuela), Néstor Kirchner (Argentina) e Inácio Lula da Silva (Brasil) frenaron el ALCA. En cambio, impulsaron MERCOSUR, UNASUR y CELAC (Venezuela también el ALBA). Años después, Rafael Correa, presidente del Ecuador, anunció que no asistiría a la VI Cumbre (Colombia, abril 2012) si se excluía a Cuba, una posición asumida igualmente por los países del ALBA, que obligó a la presencia de Cuba en la VII Cumbre (Panamá, 2015). Fue el punto de partida para el inicio de conversaciones con los EEUU, que desembocaron en la apertura diplomática entre los dos países, incluyendo la histórica visita de Barack Obama a La Habana (marzo, 2016), un proceso revertido por el presidente Donald Trump (2017-2021), en una época de predominio de gobernantes conservadores y neoliberales en América Latina.
La convocada IX Cumbre de las Américas, a realizarse en Los Ángeles, EEUU, en junio 2022, proyecta el posible retorno del viejo y tradicional americanismo monroísta. Esta vez, los EEUU excluirían a Cuba, Nicaragua y Venezuela (https://bit.ly/3P76M4U). Ha sido Manuel López Obrador, presidente de México, el primero en cuestionar este comportamiento (https://bit.ly/3slcjed). También los países del CARICOM podrían no asistir a la Cumbre si se excluye a Cuba y se persiste en reconocer a Juan Guaidó como “presidente” de Venezuela (https://bit.ly/390kDcp). Es de esperar que los países latinoamericanos con gobiernos progresistas hagan lo mismo, porque los gobiernos conservadores y empresariales se subordinarán a la política exterior de los EE.UU.
Pero esta nueva Cumbre tiene un elemento particular a considerar: el problema de Ucrania. Es previsible que el “americanismo” intente moverse por la alineación continental a favor de los EE.UU. y la OTAN. Es una geoestrategia en la confrontación entre las grandes potencias, realmente ajena a los países latinoamericanos, que ya se han visto afectados con las sanciones contra Rusia. En esa posible perspectiva continentalista el “enemigo” no solo es Rusia, sino, ante todo, China. El resultado conduciría a frenar las posibilidades económicas soberanas de América Latina con otras regiones del mundo, que no son sus “enemigos”. Además, América Latina es una región de paz y, por tanto, no tiene razones para alinearse con ninguna de las potencias que juegan sus propias geoestrategias. Tiene que exigir la paz en una guerra inconcebible y abogar por un americanismo de nuevo tipo, capaz de convertirse en una fuerza mundial por la paz y las variadas democracias del siglo XXI, respetando el multilateralismo en nacimiento y la multiculturalidad del mundo, en el que no cabe que ninguna potencia se atribuya poseer la vía verdadera y única para la construcción del bienestar humano.
Quizás en los EE.UU. las elites del poder puedan comprender las nuevas dimensiones de la historia del siglo XXI y comprometerse en un nuevo programa para el desarrollo de América Latina, sobre la base de descartar el neoliberalismo, tan nefasto para la región. Las experiencias históricas durante las cuatro pasadas décadas, podrían ser asimiladas de una manera distinta, a fin de que los EE.UU. contribuyan seriamente a reforzar procesos de economías sociales, con fuertes capacidades estatales, altos impuestos a las capas ricas, bienes y servicios públicos de calidad (educación, salud, medicina, seguridad social, infraestructuras), que se han demostrado eficaces, en el marco del propio capitalismo latinoamericano contemporáneo, para dar soluciones estructurales a la economía, con mejoramiento de las condiciones de vida y trabajo para sus poblaciones.
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