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El derecho a la ciudad

Dar forma a la ciudad que nos conforma

Fuentes: Revista Amauta

Traducido para Rebelión por Ricardo García Pérez

Lefebvre describió el derecho a la ciudad como «la síntesis de otros derechos fundamentales», incluido «el derecho a no ser marginado de los espacios de la vida cotidiana» ni privado de «los bienes sociales, económicos y políticos de la ciudad» (Mitchell y Villanueva, 667). La lucha por el derecho a la ciudad pretende incrementar la autonomía de quienes viven hoy día incapacitados por una jerarquía de derechos donde «el derecho a la propiedad privada y la tasa de beneficio desbancan cualquier otra concepción de los derechos inalienables» (Harvey 2003, 940). La necesidad de priorizar se deriva de las «contradicciones [intrínsecas] del paquete de derechos capitalistas» (Harvey 2003, 941) y obliga al sistema legal a escoger entre fomentar los actuales derechos derivados (como el «derecho a recibir un trato digno» y a «un puesto de trabajo [y] un nivel de vida razonable») y el derecho a la propiedad privada y a obtener beneficios. Por el momento, el calendario global está claro: la propiedad privada derrota a los denominados derechos derivados, acaba con el derecho al trabajo, a la vivienda y a la obtención de unas rentas que satisfagan el mínimo vital. En la mente de muchos es preciso alterar sin duda este orden de prioridades.

Curiosamente, quienes trabajan para preservar privilegios tradicionales y quienes se esfuerzan por capacitar a los tradicionalmente desposeídos utilizan el mismo término en sus esloganes: Libertad. Un bando habla de libertad para la acumulación infinita de capital y, el otro, de libertad frente a la dominación resultante de una concentración de capital y de poder polarizadas. Yo opto por estos últimos. Como indican las palabras de Leroi Jones, «la adquisición de riqueza tiene, al menos a mi juicio, muy poco que ver con la autodeterminación o la libertad» (Leroi Jones 1966, 79), entendiendo por autodeterminación «el derecho a escoger un camino propio. El derecho a ser exactamente lo que uno se cree capaz de ser» (Leroi Jones 1966, 70). Aunque, en teoría, la autodeterminación puede ser independiente de la riqueza que se posea, la correlación de fuerzas actual logra hacer exactamente eso: los más pobres se ven obligados a trabajar en exceso y con salarios bajos, a dedicar su tiempo y su energía para alcanzar a cambio sólo los niveles de subsistencia más elementales, lo que les obliga a ceder el tiempo y la energía de forjar sus propias creaciones.

El programa político general subyacente al derecho a la ciudad tiene consecuencias económicas que nacen de la «crítica de un mundo en el que el valor de cambio del espacio urbano viene a prevalecer sobre el valor de uso» (Mitchell y Villanueva, 670). Esto acaba por privar a los pobres de sus derechos despojándolos de autonomía, desde del derecho a intervenir en los procesos que acaban por modelar sus vidas hasta, por utilizar las palabras de Escobar, «su derecho a vivir al margen del sistema neoliberal» (Escobar 2001). Además, de su situación se hacen cargo programas políticos de contención de la marginación y de criminalización de las consecuencias (las externalidades negativas del capitalismo: personas sin vivienda, desempleo…) a las que conduce el orden de prioridades que se impone; es decir, favorecer la necesidad de escasez del capitalismo y facilitar la acumulación infinita de capital (Harvey 2003, 941). El derecho a la ciudad exige cambios en ambos planos: el de los procesos estructurales que producen literalmente una población empobrecida y sin derechos, y el de aquellos otros procesos que dan forma a los espacios públicos físicos.

EL ESPACIO PÚBLICO: EL OBSEQUIO DEL CONFLICTO

Para entender los procesos mediante los cuales se libra el combate del derecho a la ciudad es esencial comprender el esencial papel que desempeñan los espacios públicos físicos en el desarrollo del cambio social. Dicho de forma más sencilla, lo que otorga tanto valor a los foros públicos es que no son privados. Los propietarios de los espacios privados tienen derecho a ser «los reyes de su reino» per se, pues tienen autoridad para excluir e imponer normas abiertamente tiránicas si así lo desean. Esto no significa que haya que menoscabar el derecho a los espacios privados, pues son sin duda los lugares donde con tanta frecuencia se forman y estructuran sistemas de gobierno y donde tienen autorizado reflexionar y mantener debates políticos sin sufrir hostigamiento. Sin embargo, yuxtapuestos a los espacios privados se encuentran los foros públicos, construidos sobre la base de que sirven por igual a todos los electores, lo que los convierte en los únicos espacios en los que, en teoría, no se puede imponer la tiranía. Es decir, los únicos espacios con potencial para ser auténticamente democráticos, donde los ciudadanos y los sectores no representados del público pueden realizar reivindicaciones colectivas sobre su uso, forma y normativa aplicable; reivindicaciones que, si se legitiman, pueden servir para tender puentes que conduzcan a una mayor democratización de los espacios privados.

Los espacios públicos sirven de territorio de experimentación en donde la sociedad puede, y a veces no le queda otra alternativa que hacerlo, confrontar sus divisiones internas. Los conflictos que se plantean en ellos son un obsequio a través del cual el conjunto de la sociedad se ve obligado a reconocer las diferencias físicas, culturales e ideológicas que alberga. Eclipsar estos conflictos y exigir orden y comodidad en los espacios públicos se ha convertido en una herramienta destacada y poderosa para impedir que se aborden los males sociales y para mantener estructuras que refuerzan la injusticia; pues vuelven invisibles los conflictos y favorecen el desconocimiento de su existencia por parte del público en general.

Es en los foros públicos donde se tiene la sensación de ser público en general, más allá de la burbuja social en que cada uno vivimos, y más allá de los conceptos ya consolidados mediante referencias que pueden ser opcionales. No obstante, hay quien cree que existe el derecho a vivir protegido, incluso en público, frente a experiencias no deseadas, lo que lleva implícita la idea de que los enfrentamientos sociales siempre serían más bien voluntarios (Mitchell 2005, 78). Este tipo de argumentación legitima para los espacios públicos la expansión de «actitudes que son adecuadas en la vida privada» (como exigir el derecho a estar solo) y sostiene que las eliminación de perturbaciones sirve de fundamento lo bastante sólido para frustrar la comunicación no deseada con los demás (Kohn 2004, 42). En una sentencia vergonzosa, el Tribunal Supremo de Estados Unidos confirmó un estatuto de un estado que convertía en delito «acercarse de forma deliberada a menos de dos metros y medio de otra persona, a menos que esta otra persona consienta, con la intención de entregarle un folleto o una octavilla, para mostrarle una pancarta o entablar con esa persona en la vía pública o en una zona peatonal actos de protesta, educativos o informativos» ( Paul Schenk contra Pro Choice Network 1997; Judy Madsen contra Women’s Health Center 1994 , referidos en Kohn 2004, 42). Eso quiere decir que el extraño debe autorizar con antelación la aproximación política, y que muy probablemente se impedirá mediante normativa sobre el volumen de la voz capaz de determinar con facilidad que levantar la voz desde dos metros y medio de distancia es «alteración del orden público».

Cuando Rudolph Giuliani afirmó que en el espacio público existía el derecho a «no ser molestados [ni] agitado […] por otros» (Miller, 2007, 1) y desarrolló la normativa sobre espacios públicos con la intención de eliminar esas fuentes de «perturbación y agitación», arremetía de hecho contra esos elementos propios del espacio público que lo vuelven tan especial: la accesibilidad, la imposibilidad de elección y, en tantos aspectos, la mala utilización. La combinación de los tres elementos es lo que permite que los foros públicos arrojen luz sobre problemas sociales y estructurales que, de lo contrario, no se manifestarían en público. Sencillamente, no es lo mismo ver a una persona sin hogar concreta orinando en un trozo de hierba donde uno estaba sentado que ver una protesta sobre las personas sin hogar, y mucho menos leer al respecto. Es en el espacio público donde los males sociales no abordados se vuelven visibles para el público en general, donde mediante el «mal uso», deliberado o no, o el acercamiento intencionado, al público en general no le queda otra alternativa que ver lo que tiene ante sus ojos y, a su vez, responder: la reacción más pasiva es fingir no darse cuenta.

La regulación de la actividad construye la ciudad segregada donde los individuos sin techo, y quienes desean (frente a «necesitan», en el caso de los sin techo) utilizar los espacios públicos para algo más que transitar, no nos conducirán a unos espacios urbanos en los que se imponga de forma más estricta la normativa sobre obstaculización de calzadas, dormir en público o, simplemente, caminar sin rumbo, pues se solapa con los ámbitos que protagonizan la vida de los más ricos. Lo que estos procesos reflejan es un orden de prioridades nítido en el que los derechos a transitar, «al orden, al confort, […] a la recreación y a comprar sin restricciones» (Mitchell 1997, 321) prevalecen sobre el derecho a utilizar los espacios públicos para la sociabilidad, la protesta y el compromiso políticos o, simplemente, como el bien común que se supone que son.

LA DOCTRINA TRADICIONAL DEL FORO PÚBLICO: SILENCIAR LAS VOCES DISIDENTES

La efectividad y la práctica de la intervención pública organizada se ve amenazada por la doctrina del foro público tradicional, que sustenta el sistema de autorizaciones que permite al gobierno regular el tiempo, el lugar y la modalidad de intervención pública y le otorga el poder de impedir con facilidad que se escuchen determinadas voces y, en ocasiones, impedir incluso por completo el ejercicio del derecho a intervenir en público. Ha actuado así asignando lugares poco transitados, momentos en que están menos frecuentados y ocultando el número real de participantes limitando el número de personas que puede asistir a un evento (Miller 2007, 14). Al hacerlo, niega el recurso de la ciudad como un espacio de comunicación, lo despojan de su capacidad de reflejar los males sociales y, de hecho, despojan a los individuos del derecho a plantear demandas al público en general.

La doctrina del foro público tradicional que se supone que protege la libertad de expresión es intrínsecamente defectuosa, pues la propia sentencia que la establece alude al derecho a la libertad de expresión como un privilegio, lo que menoscaba su condición de derecho en sí. Afirma incluso que se debe «ejercer de forma subordinada a la comodidad y convenencia general […] en paz y en orden» (Staeheli y Mitchell 2008, 5), ignorando de plano el hecho de que los mensajes de liberación que combaten la opresión perturban por naturaleza «la comodidad y conveniencia general» de la mayoría ya «satisfecha». Además, otorga al gobierno el poder de prohibir el discurso «en los casos en los que la función principal de la propiedad se viera perturbada por la actividad expresiva», lo que le deja un amplio margen para prohibir simplemente designando una finalidad para un espacio y se podría extender a las calles y parques, puesto que «los parques están concebidos para la recreación y las calles […] están concebidas para facilitar la circulación de peatones y automóviles» (Kohn 2004, 50).

De hecho se ha traducido precisamente en eso. En respuesta a las protesta de 1999 contra la Organización Mundial del Comercio, la ciudad de Seattle estableció una «zona de 25 manzanas del centro de la ciudad excluida de protestas», lo que permitía ingresar libremente en esa área a comerciantes y trabajadores pero impedía el acceso a quienes llevaban pancartas o portaban eslóganes contra la OMC, y en 2001 la ciudad de Quebec llegó de hecho a «alzar una alambrada de 3,8 metros de altura y 4 kilómetros de longitud para impedir que accedieran al centro de la ciudad los 30.000 manifestantes que se esperaba que acudieran» (Kohn 2004, 38). En la ciudad de Nueva York, la prohibición de celebrar eventos en la Plaza del Ayuntamiento [City Hall Plaza] sólo está limitada por una lista de excepciones entre las que se encuentra que el acto sea de «un interés público extraordinario» y «singularmente apropiado para el Ayuntamiento» (Miller 2007, 15)… lo que quiera que eso signifique. Resulta que las mismas personas que instauran las medidas contra las que se protesta son quienes deciden lo que es «interés público»; al parecer, quién es ese público y qué quieren escuchar es una cuestión a la que pueden responder por cuenta propia.

EL ESPACIO PÚBLICO NO ES DEL PÚBLICO

Es una ingenuidad creer que el gobierno pondrá fin a la prohibición arbitraria de intervenir en público mientras siga siendo titular de los foros públicos físicos, pues ha denegado una y otra vez que se gestionen y utilicen como espacios comunitarios; y no da muestras de pretender hacerlo. Lo que la propiedad del gobierno lleva implícita es que actuará «como hacendado» que gestiona su propiedad en interés de todos, pero su titularidad le otorga la capacidad de recurrir sin problemas a conceptos abstractos de «lo público» y «la comunidad» que ocultan las diferencias y refuerzan los privilegios (Staheli y Mitchell 2008, 124-125). Hasta el momento, eso le ha dado el poder de obligar al público «a requerir autorización incluso para aparecer en él (Staeheli y Mitchell 2008, 1) y para convertir la «[l]ibertad de expresión» en lo que es hoy, «expresión autorizada» (Staeheli y Mitchell 2008, 7).

Si el derecho a la ciudad debe convertirse auténticamente en un derecho y no en un privilegio; si nadie debe tener derecho a excluir, ni siquiera el gobierno, entonces los espacios públicos tradicionales se deben convertir en espacios comunes donde todo individuo conserve el derecho a «no ser excluido de la utilización ni de los beneficios del recurso» (Blackmar 2006, 51, tal como aparece citado en Staeheli y Mitchell 2008, 129). Pues mientras el gobierno conserve la titularidad de los foros públicos tradicionales, conservará el derecho a excluir… ya que la propiedad se define precisamente como «el derecho a excluir» (Staeheli y Mitchell 2008, 128).

DECISIONES REALES: EL GRITO Y LA DEMANDA DE DAR FORMA A LA CIUDAD

En términos más generales, el derecho a la ciudad versa sobre la democratización del proceso a través del cual las ciudades adquieren forma. No consiste sólo en que todos tomemos parte en la creación de las estructuras socioeconómicas y físicas de la ciudad, sino de que lo hagamos mediante decisiones reales. Como señala Harvey, todos nosotros ya «hacemos la ciudad» (Harvey 2003, 939), de manera que ¿qué es lo que se pide en realidad con ese «grito y demanda», tal como lo calificaba Lefebvre?

No cabe duda de que las ciudades adquieren forma mediante la acción de todos, incluso de los visitantes más efímeros y pasivos. Pensemos, por ejemplo, en una mujer desempleada que viaja de una ciudad a otra para asistir a una entrevista de trabajo. Aparte de la influencia que pueda ejercer su interacción social, con su decisión de transporte, alimento y cobijo influirá en la producción del mercado y participará en un proceso que llevará a algunas empresas a triunfar y a otras, a la quiebra. Se podría decir que sus decisiones manifiestan sus deseos y preferencias, y supongamos que, tomando prestada la expresión de Park, ella da forma efectiva a la ciudad siguiendo los deseos de su corazón (Park, tal como aparece citado en Harvey 2003, 939). Pero la transformación física de la ciudad desencadenada por la producción del mercado no reflejará si sus decisiones constituyeron una decisión real. Lo que pretendo decir con «real» es que debería tener capacidad para cumplir, al menos, una de las alternativas amparadas por la ley; es decir, pagaría por todo lo que utilizara. Más concretamente, lo que quiero decir es que si las decisiones que toma constituyen las únicas alternativas que se puede permitir pagar, entonces no son decisiones reales en modo alguno.

Las ciudades sí adquieren su forma mediante la acción de todos nosotros, pero cada uno participa en la creación y transformación de la ciudad desde posiciones socioeconómicas distintas, y la cantidad de riqueza que poseemos adquirirá un papel esencial en la determinación de si estamos influyendo en la ciudad tal como deseamos. Además, no se trata sólo que construimos la ciudad, sino de que «a cambio, la ciudad nos construye» (Harvey 2003, 939) y, por consiguiente, de que el derecho a dar forma a la ciudad, el derecho a modelarla, es una reivindicación del derecho a moldearnos a nosotros mismos. «Vivir bajo el capitalismo supone aceptar o someterse a ese manojo de derechos necesarios para la acumulación infinita de capital» (Harvey 2003, 940). Para los más pobres significa que deben aceptar la condición de ciudadanos de segunda clase, pues su pobreza impone limitaciones rigurosas a la satisfacción de sus derechos humanos y cívicos, que están sometidos a quienes ya poseen poder y capital, y que su éxito y salida de la pobreza y, por tanto, su capacidad de ejercer significativamente sus derechos depende de su capacidad de satisfacer las demandas de quienes ocupan el poder, aquellos que poseen el capital.

Así pues, lo que el grito y la demanda del derecho a la ciudad piden es el fin del recuento de dólares más que de votos, democracia real y no este escaparate… y autonomía: decisiones reales para todos .

Bibliografía:

Harvey, David (2003), «The Right to the City», en International Journal of Urban and Regional Research , vol. 27, 4 de diciembre de 2003, pp. 939-41 2.

Jones, Leroi (1966), «Tokenism: 300 Years for Five Cents», en Social Essays by Leroi Jones , New York, William Morrow & CO., INC.

Kohn, Margaret (2004), «Weapons of the Wobblies: The Street-Speaking Fights», en Brave New Neighborhoods: The Privatization of Public Space , Nueva York, Routledge, pp. 23-46.

Kohn, Margaret (2004), «The Public Forum Doctrine», en Brave New Neighborhoods: The Privatization of Public Space , Nueva York: Routledge, pp. 47-68

Miller, Kristine (2007), «Designs on the Public: The Private Lives of New York’s Public Spaces», Minneapolis, University of Minnesota Press.

Mitchell, D. (1997), «The Annihilation of Space by Law: The Roots and Implications of Anti-Homeless Laws in the United States», Antipode 29, pp. 303-325.

Paul Schenck v. Pro Choice Network 34 F. 3rd 130 (1997).

Judy Madsen v. Women’s Health Center 512 U.S. 753 (1994).

Staeheli, Lynn y Don Mitchell (2008), «The People’s Property?: Power, Politics, and the Public», Nueva York, Routledge.

* Ilustración: Surreal, by Marcus A Jansen

Fuente: http://revista-amauta.org/2010/08/the-right-to-the-city-shaping-the-city-that-makes-us/