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De André Jarlan a Manuel Gutiérrez: la democracia en deuda

Fuentes: Red Seca

La decisión de la Corte Marcial que dejó en libertad, mientras dura la investigación, al ex suboficial de Carabineros Miguel Millacura, acusado del asesinato del joven Manuel Gutiérrez en el marco de un paro nacional convocado por la CUT en apoyo a las demandas estudiantiles el 25 de agosto de 2011, ha dejado en evidencia […]

La decisión de la Corte Marcial que dejó en libertad, mientras dura la investigación, al ex suboficial de Carabineros Miguel Millacura, acusado del asesinato del joven Manuel Gutiérrez en el marco de un paro nacional convocado por la CUT en apoyo a las demandas estudiantiles el 25 de agosto de 2011, ha dejado en evidencia un rasgo marcado de nuestra interminable transición democrática: las altas dosis de impunidad frente a crímenes cometidos por agentes del Estado con las que los chilenos han tenido convivir en las últimas décadas.

Las particulares circunstancias que rodearon la muerte del joven (16 años) Manuel Gutiérrez, así como la repercusión pública que tuvo el caso, a mi juicio, hacen pertinente la comparación de éste con el de la muerte del sacerdote francés André Jarlan, asesinado también por la bola de un policía en el marco de una protesta contra la Dictadura en la Población La Victoria en 1984. La muerte de Manuel Gutiérrez, aunque ocurrió en un contexto completamente diferente al de Jarlan, presenta algunos elementos que indican un cierto grado de recurrencia en el tratamiento de estos hechos por parte de las instituciones del Estado, así como en el posicionamiento de la sociedad frente a estos casos. Ambos casos poseen, por tanto, un grado de ejemplaridad que los transforma en paradigmáticos.

El caso de André Jarlan

El 4 de septiembre de 1984 un piquete de Carabineros, que en esos momentos reprimía una Jornada Nacional de Protesta en la emblemática población La Victoria, se detenía en la esquina de 30 de octubre con Ranquil y disparaba en dirección a un grupo de periodistas (los que fueron confundidos con pobladores) que intentaban resguardarse en la capilla de los párrocos locales. Los periodistas resultaron ilesos, pero dos balas desviaron su trayectoria, atravesando las paredes de madera de la casa de los sacerdotes locales, impactando una de ellas en el cuello del párroco francés André Jarlan, quien en ese instante leía la Biblia, causándole instantáneamente la muerte.

La muerte de Jarlan provocó la indignación inmediata de los pobladores que esa noche salieron de sus casas, desafiando el toque de queda, y convirtieron su población en un velorio colectivo. Además, con la presencia del Cardenal Fresno y del embajador de Francia rápidamente se generó una cadena internacional de repudio a la sistemática política de violación de los DDHH realizada por la Dictadura Militar en las poblaciones de Chile.

Presurosamente las autoridades de la época lamentaron la ocurrencia de este «accidente» y, al mismo tiempo, descartaron la participación de efectivos policiales en el mismo, pues negaban la presencia de uniformados durante ese día en el barrio popular chileno. Posteriormente, cuando ya era imposible refutar los hechos, las autoridades tuvieron que aceptar la presencia policial, pero afirmando que no se usaron armas de fuego durante la represión a los pobladores.

Carabineros de Chile, por su parte, negó enfáticamente la participación de cualquiera de sus efectivos en la muerte del sacerdote. Sin llamar a declarar a testigos y sin realizar pesquisas balísticas, simplemente afirmaron que las balas encontradas en el cuarto de Jarlan no eran del tipo de munición utilizada por la institución. La investigación judicial, propiciada por la presión internacional, comprobó lo contrario. Tras 7 meses de investigación, la justicia civil chilena determinó, a pesar de la defensa corporativa de la policía y de las obstrucciones puestas por la misma, que el cabo de Carabineros Leonel Povea Quilodrán fue el autor del disparo que le quitó la vida al sacerdote.

Con la muerte de André se visibilizaron las muertes anónimas de una serie de otros pobladores asesinados por la dictadura durante las manifestaciones. Por aquel entonces se decía que «Carabineros dispara al aire, pero los chilenos vuelan». Al mismo tiempo, l a muerte de un sacerdote leyendo la Biblia desbarató el discurso oficial que intentaba mostrar a los habitantes de las poblaciones como violentos y terroristas, lo que prejustificaba el uso de la fuerza sobre ellos.

A pesar del rechazo que provocó la muerte de Jarlan en la comunidad internacional y dentro del país, en Chile no llegó a ser un escándalo, pues la indignación no fue unánime. Es más, algunos partidarios del régimen recurrieron a una contra-denuncia de carácter conspirativo por parte de la izquierda para defender a la Dictadura. Los intentos de descrédito se expresaron en cartas a El Mercurio. El 2 de enero de 1985, junto con afirmar que el arma institucional usada en la muerte de Jarlan podría corresponder a una robada por «extremistas», el ex General Inspector de Carabineros Hosman Pérez Sepúlveda levantó sospechas sobre la verdadera motivación de la muerte del sacerdote. Así fue como lo registró Patricia Verdugo en su libro André de La Victoria:

«Lo anterior, invita a una serena reflexión, más si se considera que una de las múltiples y variadas tácticas marxistas consiste en la fabricación de mártires mediante el refinado estudio previo de cómo sacrificar alguna víctima propiciatoria, ojalá de destacada posición o acción opositora para tributarle honores y entierro resonantes y luego conmemorar su ‘asesinato’ con tanta frecuencia como convenga para conservar fresco su recuerdo y el ambiente de lucha entre la masa» [1] .

El caso de Manuel Gutiérrez

Tras la muerte del joven Gutiérrez y aunque nadie se atrevió a tejer una relación tan descabellada como la anterior, en los principales diarios del país una serie de lectores-comentaristas se dedicaron a cuestionar a los padres de Manuel Gutiérrez por haber permitido que este joven estuviera en un lugar que no debía. Obviamente, a ninguno de ellos se les ocurrió pensar que el problema no estaba en la presencia/ausencia del joven o en la autorización/prohibición de los padres, sino en el disparo mismo.

También hicieron eco de las declaraciones iniciales de Carabineros, en las que se negaba absolutamente la participación de alguno de sus miembros en el hecho, descartando la realización de cualquier tipo de investigación interna para esclarecer lo sucedido. Sin embargo, la investigación realizada por la Policía Civil comprobó que la bala que impactó el pecho de Manuel Gutiérrez fue disparada por el ahora ex carabinero Miguel Millacura.

Estos lectores/comentaristas no se quedaron sólo en eso y levantaron la sospecha de que «en algo malo andaba» la víctima por estar a esa hora en medio de una manifestación. En este caso, la condición de activo participante de una Iglesia evangélica del joven ha impedido que se le acuse de ser un violentista o un «inútil subversivo», como si estuviera justificado el disparo en caso de haberlo sido.

Por otra parte, el gobierno llamó primero a no especular con la lamentable muerte de este joven y a dejar que las instituciones funcionen, tras conocerse la baja del Carabinero, no obstante, el Ministro del Interior, Rodrigo Hinzpeter, declaró que no le temblaría la mano para sancionar al culpable, incluso si es un policía. De hecho, poco tiempo después no tardaron en ser dados de baja 8 uniformados, además del autor, por su papel en el ocultamiento de información frente al crimen, provocándose además indirectamente la caída del General Gordon, máxima autoridad de la institución, tras la adición de acusaciones de alteración de un parte policial para favorecer a su hijo, según un investigación publicada por CIPER .

Ahora bien, sigue siendo pertinente cuestionarse no sólo la responsabilidad penal del caso, sino también la responsabilidad política del mismo, más aún cuando se produce una señal tan negativa para la realización de la justicia como la liberación del acusado ¿La acción temeraria de un policía que dispara en medio de una manifestación, en un contexto de creciente represión ordenada desde el propio Ministerio del Interior, es un acto individual o es el extremo de una política institucional que no ha sabido lidiar con el descontento social?

La respuesta a esta pregunta debería estar en el centro de un debate necesario para conservar la salud de nuestra democracia y bien lo ha señalado Miguel Fonseca, el vocero de la familia Gutiérrez en una carta dirigida a la CONFECH: « Si de hecho Manuel no era Dirigente Estudiantil ni miembro de alguna orgánica político-social, es innegable que su fallecimiento ocurre en el marco de un uso de violencia excesiva de Carabineros con consecuencia de Muerte, en el marco de la protesta social territorial generada con motivo de Paro Nacional del pasado 24 y 25 de Agosto».

Ahora bien, si la importancia del caso de André Jarlan fue que visibilizó una serie de otras muertes, en el caso de Manuel Gutiérrez, su trascendencia estriba en que se eviten otras. La pérdida de cualquier ser humano siempre nos disminuye, pero la muerte de un joven en democracia y en estas circunstancias resulta aún más inaceptable. Por eso, es imprescindible que se establezca toda la verdad, que se haga justicia y que todos los responsables (penales y políticos) se hagan cargo de sus actos y omisiones, porque, cuando la institucionalidad ampara la impunidad de crímenes de este tipo, éstos vuelven a repetirse.



[1] Citado en Verdugo, Patricia (1985). André de La Victoria. Santiago: Aconcagua. Pág.: 120.