Derrumbar ídolos es derrumbar ideologías o, por lo menos, confrontarlas. Es fácil entender entonces por qué grupos económicos y pequeñas élites políticas se rasgan las vestiduras al conocer que en Popayán, indígenas del Pueblo Misak, derribaron el monumento de Sebastián de Belalcazar, cuya imagen rinde culto a la barbarie perpetrada por la Corona de España contra los pueblos indígenas.
Estos grupos y sectores no contemplan que se cuestione su poder, su dominación sobre clases oprimidas, masacradas y explotadas. Para ellos, la estatua de Sebastián de Belalcázar deriva en símbolos de represión, autoritarismo y fascismo que necesitan promoverse para que toda forma de brutalidad sea aceptada bajo la excusa de “mantener el orden”, es decir, sostener la barbarie con ríos de sangre provocados por la Fuerza Pública.
Puede verse, de este modo, que la estatua de Sebastián de Belalcázar, como muchas otras del país, llevan consigo una doctrina de clases elitistas que se otorgan el derecho de asesinar y reprimir para conservar el poder, así como mantener sus privilegios obtenidos a través de masacres contra pueblos y comunidades indígenas, afrodescendientes y campesinas.
De las masacres y barbarie perpetradas durante las épocas de la conquista y la colonia, a las perpetradas por el paramilitarismo, podemos encontrar coincidencias entre el modelo monárquico y el modelo neoliberal, pues la instauración de estas formas de dominación, con todas sus diferencias, se imponen por la vía de la aniquilación, el amedrentamiento y sometimiento de quienes no pertenecen a clases sociales y grupos económicos, tanto nacionales como trasnacionales, que históricamente han sido excluidos de la política.
Para que el neoliberalismo lograra avanzar y posicionarse en Colombia en la década del noventa, bajo el gobierno de César Gaviria, necesitó arremeter salvajemente contra la oposición política y cualquier forma organizada que defendiera el patrimonio público, la soberanía nacional y luchara por derechos sociales. Para ello recurrió a la estrategia paramilitar que, combinada con el narcotráfico, el crimen organizado y bandas sicariales, tiene como misión reducir al máximo cualquier brote de inconformismo.
Amedrantando, asesinando y masacrando imponen control territorial, donde rebelarse contra la injusticia es un hecho valiente y digno que resiste en el tiempo, aunque sin ninguna contundencia en las calles para sacar del poder a las élites que gobiernan.
Cada vez que la lucha y el movimiento social tienden a fortalecerse, de igual manera la barbarie paramilitar reaparece modificando algunas de sus formas operativas, pero jamás cambiando sus objetivos: mantener a una clase elitista y ciertos grupos económicos en el poder, cobijados bajo el modelo neoliberal que expropia lo público, la soberanía y el buen vivir.
Por tanto no es de extrañarnos que esta clase privilegiada se escandalice cuando los ídolos de la barbarie son confrontados y derribados, puesto que Sebastián de Belalcázar encarna la ideología de la dominación, represiva y asesina, que justifica el uso de la fuerza contra quienes se oponen a la injusticia. Esa ideología es la que hoy gobierna en la Fuerza Pública bajo la doctrina de la sumisión que obedece al poder reinante.
Es así como Belalcázar constituye el mejor ejemplo para comparar la brutalidad policial en Colombia, puesto que representa el guerrero sin ética, que no cuestiona las órdenes de sus mandos y que aplica la barbarie para cumplir la misión encomendada por el poder: masacrar y reprimir poblaciones y grupos humanos para obtener por la fuerza un territorio, o para mantenerlo bajo su poder de forma indeterminada para favorecer a una élite mafiosa, asesina y privilegiada.
Al poder asesino no se cuestiona, al igual que no se cuestiona la estatua de Belalcázar que termina representando, en el contexto actual, el monopolio de las armas, su uso represivo y salvaje, contra un pueblo que debe permanecer dominado. De este modo la brutalidad policiaca en Colombia es continuación de esos símbolos, esas estatuas y monumentos que en plazas y sitios emblemáticos del país, sin ningún tipo de ocultamiento, nos miran desde arriba como Sebastián de Belalcázar, escupiéndonos en la cara y recordándonos que nuestros opresores continúan en el poder, en firme como las estatuas que defienden e imponen para colonizar los territorios mentales de la sociedad.
Dejar de decir “arte” para justificar la barbarie
El arte puede evocar lo cotidiano, la historia y memoria de una sociedad en un momento determinado. Cuando obras como la estatua de Belalcázar, que reposaba en el Morro de Tulcán de Popayán, son vaciadas de contenido y analizadas solo bajo una función estética, de historia de una técnica o trayectoria de un autor, éstas se convierten en meros adornos decorativos funcionales al ego de una civilización sin memoria, que muestra su fachada pero que no abre la puerta porque teme que el mundo conozca sus atrocidades y estupideces.
La estatua de Belalcázar no puede ser vaciada de los significados, simbologías y contextos en que se realiza y se mueve para permanecer en el tiempo, del mismo modo que no puede desprenderse de su función estética.
La estatua de Sebastián de Belalcázar indudablemente es una obra artística (una que de ser escultor jamás hubiera hecho), pero al igual que otros símbolos y monumentos que son sinónimo de enaltecimiento de la barbarie y la opresión, debe ubicarse en un lugar para tal fin, quizá un museo con un recorrido guiado donde el contexto, la historia, memoria y lucha de nuestros pueblos indígenas y afrodesciendes que resistieron al genocidio de la Corona española, no se pierda ni se agreda bajo la excusa, intelectauloide y acomodada al poder, de conservar, restaurar y proteger una obra artística.
Los símbolos de la barbarie deben reemplazarse por un arte de la memoria y la dignidad, fruto de convocatorias artísticas y encuentros con comunidades que deben dar vida a nuevas estatuas y monumentos que ocupen el lugar de ídolos de la muerte y la opresión. Mientras esto no ocurra, y se carezca de voluntad para adelantar este tipo de procesos, toda estatua de Belalcázar y demás asesinos y opresores deben caer, porque debemos heredar a las generaciones futuras y presentes un modelo de sociedad que enaltezca la vida y no la muerte, que promueva la libertad y no la represión, que avive la lucha y no la sumisión.