Las masas vagan perdidas, caminan sin rumbo en la existencia, solo las elites están en disposición de marcarles el buen camino. Esta es la idea fondo que preside las teorías elitistas. Un dogma asumido sin oposición que resiste al paso del tiempo, hoy muy presente en las relaciones de mercado que determinan la forma de […]
Las masas vagan perdidas, caminan sin rumbo en la existencia, solo las elites están en disposición de marcarles el buen camino. Esta es la idea fondo que preside las teorías elitistas. Un dogma asumido sin oposición que resiste al paso del tiempo, hoy muy presente en las relaciones de mercado que determinan la forma de vivir. Hay una evidencia, que se repite a lo largo de la historia, en el sentido de que las masas nunca han sido conscientes de su poder y siempre se han dejado guiar por determinadas individualidades. En general estas han sido representadas por los más astutos del momento, buscando el beneficio particular y atendiendo a satisfacer su voluntad de poder . De ahí que hayan sido conducidas por creencias en un mundo en el que ha predominado la superioridad personal como producto estrella. Lo curioso es que las masas han comulgado con el modelo y se han entregado a practicar el culto, renunciando al reconocimiento de su propio valor, entregándose a la voluntad de unos pocos, aceptando sus determinaciones como forma de vida, un modelo obligado a seguir o simplemente haciendo de la vida de esos otros objeto de culto. Tal vez esta postura de pasividad del todo, que pugna con la actividad de la parte, se trate de un componente instintivo que descarga en unos pocos la tarea de abrirse a un horizonte de progreso por temor a que todos puedan equivocarse. Mientras, en la individualidad fabricada como selecta late la oculta intención de construir un círculo de superioridad en el que integrarse y dejar de ser individuo-masa.
Aunque se hable de ella permanentemente como modelo de vida, la igualdad ha venido siendo un mito, una vía imaginaria para tratar a las masas e individualmente dejar de ser libre. Por eso se demanda libertad con la vista puesta en establecer desigualdades, porque lo exige la individualidad. En el plano de igualdad nadie quiere ser realmente igual y todos luchan por la diferencia. Como la individualidad no ha llegado a disolverse en la masa, asumiendo el plano real de igualdad, el culto a la diferencia persiste y, en el mejor de los casos, la igualdad no pasa de ser un principio legal que se desvanece cuando le toca de cerca la realidad.
Tratar de salir de la igualdad para entrar en la diferencia, como vía para asegurar la individualidad, tiene consecuencias. La más señalada es renunciar a la libertad para caer en la dependencia . Antaño, al entregarse a la creencia sobre la existencia de individuos superiores dispuestos para canalizar su vida y, más tarde, tomando como modelos otros individuos que no son sino productos comerciales del marcketing del momento. Todos ellos fabricados a la medida de las exigencias del mercado por sus respectivos promotores, con vistas al negocio, ya que el producto en sí mismo suele ser poca cosa. Actualmente es de esto de lo que se trata cuando se habla de elites, iconos e influencers , es decir, publicidad estudiada en un escenario mercadotécnico, que anima a las masas a la compra de mercancías en sus diferentes formas, usando del engaño de la falsa superioridad como atractivo para construir individualidades sujetas a dependencia.
Los tiempos han cambiado, pero seguimos en la misma línea, adaptándose el tema a planteamientos más cercanos. Al mito de los dioses y los superhombres, agotado el combustible, han tomado el relevo sucedáneos menores, con la misma finalidad de que las masas sean dominadas por una minoría dirigente, acudiendo siempre a la doctrina elitista, como argumento para el ejercicio de cualquier tipo de poder. Había que crear minorías dirigentes para que unos pocos sigan dominando a las masas. Los que marcaban la diferencia se colocaban en el plano de la elite. Para ello acudían a los argumentos de legitimidad, de tal manera que, soportados en la ficción y generalmente en la fuerza, las masas asumieran la distancia existente.
Ahora, elites, iconos e influencers son instrumentos publicitarios de escaparate exhibidos por la minoría dominante para asegurarse la sumisión de las masas desde una perspectiva comercial y política. En el caso de las primeras, se trata de vender un modelo de sistema de reconocimiento del poder de los selectos sobre la totalidad. Los otros, venden imágenes para construir una forma de vida artificial que impida entrar en el terreno de la propia individualidad. Los últimos, simplemente sirven de guía para comprar mercancías de forma puntual.
Con las elites, desde una panorámica general, el promotor lo que busca es colocar en un estrato superior a sus patrocinados sacándolos de la masa invocando sus méritos. Cualquiera puede figurar en el papel de elite, solo basta con que se le promocione debidamente y los demás le reconozcan. No obstante, hay un cambio de paradigma, hoy más mercantilizado, que permite marcar la diferencia entre elites de unos tiempos y otros. La clave se encuentra en que al engaño de la espiritualidad de antaño vino a tomar relevo el engaño de la materialidad del dinero. Las antiguas elites de poder se movían de la mano de los viejos mitos, manteniendo las distancias de la plebe. En cuanto a las demás elites sectoriales , eran un producto de conveniencia dirigido a explotar sus virtudes personales con algún fin, generalmente de utilidad política, para promover la sumisión a un modelo de conveniencia dominado por la doctrina ocasional. Como los mitos acaban por ser una anécdota, afectados por su propia inconsistencia racional, se inventaron virtudes como el genio personal. Así, en el caso de los grandes conquistadores resultó que eran personajes dotados de esa chispa que no alcanzaba a los demás, cuando eran simple producto del azar, las circunstancias y la creencia colectiva. Las viejas elites formaban un coto cerrado, sin permeabilidad, a veces hereditarias. Mientras que hoy la circulación es posible en el campo de las elites, basta contar con ciertos méritos reconocidos o incluso sin ellos, aunque lo fundamental es ser debidamente publicitado, porque sin publicidad no hay elite . Lo avanzado en este punto es que el permanente cambio de elites abre la puerta al entretenimiento, lo que también hace que pronto se consuman.
En el caso particular de las elites políticas, ahora no se habla de virtudes y apenas de méritos, se acude al sorteo para definirlas. Además, casi cualquiera puede participar en él, lo que cuanto menos las hace cercanas. Ya no hay genio, porque la época de las genialidades , para bien de todos, ha concluido temporalmente tras las experiencias del pasado siglo. Su lugar ha sido tomado por el simple azar. Todo es una cuestión de suerte en la que la bola que sale del bombo resulta ser la del agraciado. Regidas por la democracia representativa, una lotería en la que, sin perjuicio de las manipulaciones que operan en la trastienda, pasan a ser elites los personajes dotados de la mejor estrella. Sin embargo el asunto tiene trampa, porque se trata de no abordar al realidad de fondo de la tesis en la que se sustentan, que no es otra que la incapacidad de las masas para dirigirse. Desde Pareto, Mosca y Michels el planteamiento no ha cambiado y el avance de las sociedades sigue encomendado a las elites que arrastran a las masas, dada su inseguridad y falta de confianza. A diferencia de esas otras elites -las de las virtudes personales que sirven para marcar las diferencias en el mar de masas- que aparecen y desaparecen al ritmo que marcan los tenedores del dinero, la de los ejercientes del poder quedan al arbitrio de las masas.
Si con las elites, políticas o de otra naturaleza, lo que es determinante, la simple buena estrella el agraciado, un buen promotor o la virtud publicitada, llegados a los iconos , resulta que se mueven al compás marcado por los intereses económicos, aunque se hable de cultura. Estamos ante un producto comercial fruto de la industria cultural en el que además de la suerte se impone la imagen. Su valor reside en que los individuos de la masa se miran en la imagen de esa minoría y aspiran a repetirla con trazos de existencia para tratar de ser ellos mismos mejorados, pero a imagen del otro. Lo que la imagen vende es un producto, a veces de dudoso contenido estético, que se ha hecho atractivo a base de publicidad, dispuesta para otorgar cierto carisma, que se desvanece ante cualquier análisis consistente. Hay un mérito mínimo que adorna a miles de individuos que por efecto del marketing decide hacerse exclusivo en uno de ellos. Los motivos en los que se basa la diferenciación -seleccionar a este y no a ese otro, cuando son idénticos- suelen permanecer en la oscuridad, aunque sin duda en el proceso juegan la suerte y la falta de escrúpulos del favorecido. Cuando se convierte en imagen pública ya no cuentan las circunstancias de los tiempos de escalada, porque afectan al culto, ahora unicamente hay que resaltar las virtudes, lo oscuro se encierra bajo llave, y si sale a la luz la culpa es de los demás. La imagen sustituye al objeto que se desvanece al otro lado y queda el símbolo. Creer en las imágenes representativas de personajes es casi una religión para los fieles , gentes que han perdido el rumbo personal y necesitan un guía conductor para existir. Hay productos comerciales para casi todos. Con lo que el mercado es amplio y tan variado que permite tener entretenido al personal.
La cultura del ocio puede ser peligrosa para el sistema, solo en el caso de que no se la dote de elementos que satisfagan permanentemente al personal. Dada la velocidad de vértigo con la que se mueve el mundo, los iconos ya no son suficientes para atender al culto a las minorías. Hay puntos de vacío en los que el entretenimiento decae, cuando la diversión debe ser permanente o la cosa se enfría. Ahí están los influencers creados por el mercado de ocasión para señalar a cada momento lo que hay que hacer para ser individuo diferenciado, dentro de la indiferencia de las masas. La marca que representa es lo valioso. Los seguidores del personaje tienen que tomar su senda vital comprando lo que él dice que compra, porque marca la moda y hay que estar a la moda, ya que supone practicar un estilo de vida que se vende como personal. Es un nuevo modelo de líder, cercano, fiable, pero libre del peso de la realidad porque es solamente imagen. La cuestión es que se ha desembocado en una modalidad de venta por decreto ya que, si la individualidad vacía aspira a llenarse con algo, siempre tiene que seguir un modelo. Basta con comprar lo que el modelo compra y vende para dar un paso hacia la identidad con el personaje y ser diferente del resto de los individuos que integran las masas, al menos en la imaginación del influenciado. Los influenciadores abarcan un amplio espectro de la existencia, con lo que el totalitarismo empresarial esta debidamente asistido. La publicidad a través de los influyentes es más efectiva, en un momento en el que la tradicional está a punto de agotarse tocada por la obsolescencia. Los influenciadores no venden calidad del producto, sino cantidad de seguidores. Afectados por el sentido de lo efímero, con el desarrollo de las redes sociales, han pasado a ser los nuevos ídolos por un día o en tanto no se eclipsan y son sustituidos por otros en los que el mercado decide posar la atención.
Con estas y otras cosas, el tiempo pasa y todo sigue igual. Las minorías se imponen a las masas usando de creencias y espejismos para que no observen la realidad directamente. Las individualidades, lejos de mirar hacia sí mismas y a su entorno, vuelven la mirada hacia modelos comercializados. Mientras, el capitalismo sigue dominando el panorama. A su servicio, elites, iconos e influenciadores contribuyen eficazmente a la prosperidad del mercado.
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