Chile ha tenido todas las posibilidades para permanecer en el sueño profundo de la noche provincial. Tiene una oligarquía recalcitrante y una clase política ambiciosa, que administra desde hace más de veinte años -algunos hace casi cuarenta años- una institucionalidad que ha sido un traje a la medida para la acumulación del capital. En estas […]
Chile ha tenido todas las posibilidades para permanecer en el sueño profundo de la noche provincial. Tiene una oligarquía recalcitrante y una clase política ambiciosa, que administra desde hace más de veinte años -algunos hace casi cuarenta años- una institucionalidad que ha sido un traje a la medida para la acumulación del capital.
En estas últimas décadas, desde el golpe militar en adelante, las clases dominantes, a las que se le sumaron las antiguas elites derrotadas pero posteriormente renovadas, han logrado diseñar un país que fue durante largos años modelo a imitar en varias latitudes.
Chile, modelo para la región, fue el paradigma neoliberal, el alumno destacado de los organismos financieros internacionales, inversionistas y políticos que buscaban su ocasión. La cultura del mercado, una mixtura compuesta de privatizaciones, desregulaciones, especulaciones y estafadores, convirtió a Chile en el patrón de negocios de este lado de Sudamérica.
Ha sido ésta la cultura desarrollada durante más de veinte años en estas latitudes. La cultura del éxito y de la competencia pergeñada desde las escuelas de administración, los departamentos de marketing y publicidad y los estrategas del mercado de los sucesivos y similares gobiernos. Este ha sido el pensamiento que Gramsci llama hegemónico, el que en Chile fue introducido a lo bestia durante la dictadura pero más tarde adornado y perfumado con la doctrina del consumo. El sistema neoliberal, basado en la libertad individual, el éxito y el mercado, inoculado por los mass media y la publicidad con el patrocinio de los gobernantes, ha sido sin duda el pensamiento dominante.
Hasta ahora. Porque la cara de la medalla se ha invertido. El éxito y el consumo ha devenido en endeudamiento, en dependencia, en pérdida de libertad. De cierta manera, el supuesto éxito es fracaso en la gran mayoría de las fantasías del progreso. El Chile neoliberal y moderno, el país al borde del desarrollo, es un país colocado en la vitrina de una multitienda. Su acceso tiene grandes y dolorosos costos, en tanto sus supuestos beneficios no son solo efímeros, como lo es la atractiva tecnología, sino tramposos, como lo es la educación privada con fines de lucro.
En algún momento de los últimos años este pensamiento dominante que rodea nuestras conciencias alienadas, mareadas con el perfume del consumo, ha comenzado a secarse. Ha sido un proceso lento, alimentado por centenares de activistas y representantes de diferentes y doloridos grupos sociales y reforzado por pensadores, académicos y cronistas. Durante estos años, del mismo modo que las calles se han llenado de manifestantes, consignas y lienzos, nuevas ideas han invertido esa mirada rígida.
El pensamiento creado por las clases dominantes desde finales del siglo pasado y difundido a través de sus agencias, inversiones y medios de comunicación ha comenzado -porque se trata de un proceso aún muy frágil-, a ser reemplazado por una cultura creada y ejecutada por las clases subalternas. La velocidad del cambio no es sorprendente y está relacionada con el uso de las redes sociales y los medios de comunicación digitales e independientes.
La alta convocatoria que tienen los estudiantes es un efecto de este fenómeno, el que vemos que ha comenzado a traspasarse a otros grupos, como los trabajadores de la minería y los portuarios. Del mismo modo que los estudiantes, que han ampliado y enriquecido políticamente su discurso, los trabajadores también han elevado el suyo desde demandas sectoriales y puntuales a exigencias de un cambio de modelo económico.
La transformación de este discurso responde a la gestación de una nueva cultura social y política, la que ha sido de cierta manera hasta reconocida en editoriales de la prensa del duopolio y entre sus más conspicuos columnistas. De una u otra forma, y muy a pesar de ellos, admiten que algo pasa en la sociedad chilena, algo más profundo y serio que aquel «malestar del crecimiento» diagnosticado hace poco tiempo por el ex presidente Lagos.
Es malestar, pero basado en la experiencia de más de dos décadas de un modelo que ha fracasado para el 90 por ciento de la población. Las ilusiones construidas por el aparato mediático, publicitario, financiero y comercial ya mostró su verdadera cara, que es dependencia y desigualdad como efecto de un abuso cristalizado no sólo en normas, reglamentos y leyes, sino en la misma Constitución. Este hecho, una realidad para la gran mayoría de los chilenos, ha sido la materia prima para el actual diseño de un nuevo pensamiento que busca relaciones económicas y políticas más equilibradas y solidarias.
La rapidez de los cambios es hoy, tras varios años de omisión y burla, objeto de análisis -no sin una cuota de oportunismo-, hasta de políticos del establishment. Las transformaciones, que en otros países latinoamericanos han emprendido vuelo, desatando también las fuerzas más reaccionarias, han comenzado a rodar también en este recién despertado Chile.
Publicado en «Punto Final», edición Nº 780, 3 de mayo, 2013