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De herraduras y clavos

Fuentes: Rebelión

Créanme si les digo que lo que les vengo a contar aquí forma parte de mis vivencias en esta la muy noble, muy leal, muy heroica, invicta (y callada) mariana ciudad de Sevilla. Mientras paseábamos por la Avenida de la Constitución mi compañero El torero y yo, en un inglés macarrónico nos empeñábamos en explicarle […]

Créanme si les digo que lo que les vengo a contar aquí forma parte de mis vivencias en esta la muy noble, muy leal, muy heroica, invicta (y callada) mariana ciudad de Sevilla.

Mientras paseábamos por la Avenida de la Constitución mi compañero El torero y yo, en un inglés macarrónico nos empeñábamos en explicarle a Priscilla Thurlby, socióloga Londinense, la transformación urbanística y humana en el casco histórico.

Para evitar una colisión frontal con el trenecito (de los cojones) del centro nos pegamos a la sombra de la catedral. Momento en el que el torero, en un gesto solo comprensible por alguien que lleva veinte años trabajando con él, me señalaba a dos chavales que andaban marcando presa. Eran largos y secos como las espigas de trigo, fruto de las placetas de los barrios más desheredados de la ciudad.

Seguían a cuatro guiris que iban a tomar un coche de caballos. A una de ellas se le notaba que llevaba el manso en el bolso. Sus uñas de águila vieja clavadas en el cuero la delataban.

Una vez las cuatro mujeres acopladas en el coche y el caballo al paso, los dos hijos de Don Pablos Cimorras, personaje salido de la ilustre pluma de Don Francisco de Quevedo Villegas y Santibáñez Cevallos, se acercaron a las víctimas. El torero y yo, con los ojos abiertos como platos, contemplábamos la escena.

Apenas unas décimas de segundo bastaron para que uno de ellos pasara por debajo del caballo, llevando a la salida, por el otro costado del animal, cuatro herraduras en las manos y un puñado de clavos en la boca. Como el diestro que termina de cortar dos orejas y el rabo, brazos en alto enseñaba sus trofeos. En ese rebrinco, las señoras del carruaje se aflojaron, momento que el otro chaval aprovechaba para llevarse el bolso. El cochero bajaba a ver la desnudez de los cascos de su jumento cuando el pícaro A corría a la derecha y el B, soltando herraduras y clavos, a la izquierda.

Yo sonreía mientras lo lamentaba por las señoras. Priscilla no entendía nada y mi compañero El torero, a la puerta de uno de los grandes bancos de España, decía que la Cueva de Alí Baba era esa y que los hijos del Buscón iban a crecer como champiñones en tiempos de crisis.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.