En recuerdo de la lucha de Eduardo, a 10 años de su asesinato I. Hombres e insignias La vida de la dialéctica tiene algo que ver con la dialéctica de la vida, y con la historia. Un ejercicio de homenaje y memoria de quien fue para muchos de nosotros-as uno de los más aguerridos, inteligentes, […]
En recuerdo de la lucha de Eduardo, a 10 años de su asesinato
I. Hombres e insignias
La vida de la dialéctica tiene algo que ver con la dialéctica de la vida, y con la historia. Un ejercicio de homenaje y memoria de quien fue para muchos de nosotros-as uno de los más aguerridos, inteligentes, valientes y consecuentes luchadores de la izquierda colombiana desde su profesión de abogado, profesor e intelectual, defensor de los derechos humanos y de los pueblos, al lado de los de abajo, no puede hacerse al margen de impugnar lo que le asesinó para escalar, es decir, por oposición, lo que está hoy día en la cumbre de un poder ominoso.
Parte de las coordenadas sí han cambiado, pero qué duda cabe que las miserias de ahora son las mismas que fueron combatidas entonces por Eduardo Umaña, y que sus asesinos estaban organizándose para mayores conquistas, para lo que requerían purificar de rebeldes una sociedad. Por eso le mataron. Para entronizar el crimen y sus rentas.
Si como homenaje a la vida debemos recordar a quien la honró, a Eduardo Umaña Mendoza, asesinado el 18 de abril de 1998, debemos también hacer memoria de los victimarios de un país. Y en esa dialéctica posible, tanto la sombría biografía, como la necrografía escabrosa de los triunfales. Por eso recabo signos de muy diferente índole, conjugados forzadamente, que hacen parte de la masa material y moral de la que podemos derivar una y otra, de Álvaro Uribe Vélez, por entonces ex gobernador del departamento de Antioquia, proyectado ya en 1998 para asaltar lo que ostenta diez años después: el cargo de presidente de Colombia.
La biografía es el relato de una vida. Y la difícil palabra necrografía nos sirve para referir desde el retrato de un muerto hasta su lectura como cuerpo de un crimen, o de muchos crímenes. En este caso el que vive y simboliza la muerte, goza de muy buena salud, pues además de estar vivo en el espejo público, este espejo, cuantas veces le pregunta, le dice que además no es un vivo cualquiera, que no está vencido, sino que es un triunfador. Que ahora Uribe Vélez no es un cadáver político.
Mientras, José Eduardo, yace en la tierra, o indisolublemente su lucha, que hace parte de esa otra memoria por hacerse, de un pueblo por hacerse también. Memoria y pueblo como la dignidad por forjar, literalmente torturada, desplazada, exiliada, supuestamente aniquilada al contar los registros de miles de asesinatos y desapariciones que él señaló hasta hacerse uno más; al testimoniar, con su entrega por un ideal, el compromiso radical de toda una vida.
II. De Uribe Vélez, «nuestro h…«
En el sentido moral, hay biógrafos publicitados por días, o mantenidos por años, que no necesitan escribir sobre la vida de un personaje. Basta con que sus cotizados actos respecto de aquel, sean concluyentes y recalquen para la galería, fuera de toda narración explícita, que, de quien se trata, es un ser humano digno de ser reconocido. De ir a conversar con él y de ser aceptada su trama. Convalidan de ese modo implícito no sólo el valor de una vida, sino, en este caso, su obra, por ejemplo de quien se nos enseña como presidente de un país de muertos, y con él su triunfo, de quien se exhibe bravuconamente como un hombre por ahora no interfecto, sino victorioso, que se deleita con mutilaciones y arrepentimientos, de otros. Su curso vital y su cometido histórico quedan aprobados como valores en sí. De ese cuño son tanto la visita que un ex comandante insurgente hace a Uribe, para reconocer días después su renuncia a la lucha armada, según informa la prensa, como las propias palabras de George W. Bush sobre Uribe: «valiente aliado… ha hecho todo lo que le hemos pedido» (7-04-08).
Sobre Uribe, este hombre con historia que merece esos espaldarazos, debe hablarse cuando resulte imperiosa la memoria de un país descompuesto en un mundo no menos pútrido, que los dispensa. Es decir, ahora mismo. Por eso, en este mes de abril de 2008, fue presentado en Madrid y París un libro. Su autor se llama Sergio Camargo. Su título: «El Narcotraficante Nº 82 Álvaro Uribe Vélez, Presidente de Colombia» (Ed. Universo Latino, París/Madrid, 2008). Estamos ante un nuevo documento sobre Uribe, sobre el narcotráfico, sobre Colombia, sobre lo que somos. Pero no es cualquier libro. Salta a la vista su naturaleza. El mismo autor explicaba que es una recopilación, de lo que miles de personas han señalado sobre quién es el que alardea como presidente de aquel país suramericano. La modestia del periodista Camargo también salta a la vista. Habla con sinceridad y humildad. De cómo hizo este libro porque tiene que ver con los fundamentos éticos que sus padres cultivaron en su persona y hacer. Dice que le ha costado. Durante semanas debió suspender lo que estaba escribiendo. Y se sobrepuso a la parálisis del dolor. Ha habido llanto, desgarramiento, repugnancia, miedo, decisión. Con determinación hizo un trabajo de campo en Colombia. Como profesional del periodismo en Europa ha podido acceder a información inconmensurable, ha entrevistado a muchos personajes, ha visto desde adentro qué se esconde, qué se calla, qué se teje.
El libro biografía-necrografía se podrá leer en Europa. Es legal. No será sometido a censura, ni secuestrado. Por lo tanto, puede ser apenas una obligación ética procurar que no se cierre la puerta tan pesada que Sergio Camargo empuja para que entre algo de luz, no siendo el poseedor de una verdad absoluta, ni juez, pero tampoco un espectador ni menos un periodista cualquiera. Además del reflejo militante de su trabajo sindical de hace dos décadas, y de la importancia de su oficio, es un hombre que, consciente de su responsabilidad, ha entendido que entre la opresión de dos posibles errores, escoge dar un paso. Un error, desde un determinado punto de vista, es hacer lo que acaba de realizar: desafiar con una especie de querella la lógica gansteril. Eso sabemos qué puede acarrear. Él lo sabe. Lo ha reconocido. Y el otro y más grave error: quedarse inmóvil. Traicionar sus principios. Sale avante. Documenta y suscribe lo que escribe. Y vive ahora un libro libre, abierto, como una pregunta que retumba entre tanto silencio.
Para hablar del libro-texto, se debe de alguna manera desentrañar el contexto. Es necesario saber los códigos revelados que ahí existen, y las claves, lo no visible, lo que está cifrado. Por eso vale otra vez desmontar y rearmar el puzzle sobre el narcotráfico, tan socorrido arsenal a la hora de explicar lo que pasa en Colombia, como si todo, y lo fundamental, pudiera ser explicado desde ahí. Para lo cual debe recordarse que en esencia no es distinto ni antagónico a la mercantilización capitalista, a la acumulación de ganancias, que, basada en la manipulación de necesidades/demandas creadas, a diario somete y ocupa, para un poderoso negocio -ilegal, sí- cuyo profundo foso corresponde al mismo de la destrucción humana. Una industria, un comercio, una cadena, un perverso circuito que explota la (falta de) salud física y mental, la dependencia, verdaderos y terribles dramas, del espíritu cosificado, que mengua las potencialidades y libertades de los sujetos. Mercado puro e impuro, duro o implacable, de miserias producidas por modelos sociales de consumo contra vacíos, de status, de reconocimiento, de escape, de acceso, de relaciones hueras. Lo dicho no es una dosis de moralina. Es apenas básico indicarlo, para comprender la racionalidad de concentración de un problema global, internacional primero que nacional. Más que una columna vertebral, un conjunto de negocios surtidores de miles de millones de dólares o euros en todo el mundo, que conforman más bien un sistema nervioso, con redes intensas, en las que es primordial distinguir los eslabones débiles (el campesino cocalero del Caquetá, en Colombia, o el consumidor pobre en New York o Barcelona, y sus respectivos dolientes). Distinguirlos de los grandes señores muy blindados y pujantes, por lo general personajes en la sombra, hasta cuando algo pasa y cae entonces el nombre del alto ejecutivo, del famoso de turno, del político, o cuando algo se escapa, sobre el uso sistemático de drogas en ejércitos como el estadounidense o acerca de las alianzas de este país que financia guerras con aquellas, como ha sido probado en casos que se nos olvidan con la aplicada lobotomía mediática.
Debemos entonces descodificar, desarmar el rompecabezas que una perversa e hipócrita lógica global nos ha dado, y volverlo a armar, tanto para desestigmatizar el asunto complejo del narcotráfico, en general, y en especial su papel en la situación colombiana, a fin de reubicar con pruebas las responsabilidades, refutando lo que nos han querido vender en sintonía con esa narcotización, sin tragar entero todo lo que se nos explica a partir de ese negocio, supuesto origen y motivación de la guerra en aquel país. Deconstruir y volver a ensamblar desde la propia realidad, no desde su manipulación informativa y formativa por los poderes, no desde las mentiras, para resituarnos, recobrando comprensión de lo que son los terribles volúmenes de ese negocio, que fluye y revigoriza al capitalismo, en el orden planetario, y dentro de Colombia, donde vive un protagonista excepcional.
El libro de Camargo trata de Álvaro Uribe Vélez, quien fue reseñado por agencias de inteligencia de los Estados Unidos en 1991 como colaborador directo del Cartel de Medellín, en el puesto 82, siendo el 79 el ya retirado de escena Pablo Escobar Gaviria. De Uribe se dice que se ha involucrado en negocios vinculados al narcotráfico, que su padre fue asesinado por sus conexiones con narcotraficantes, etc., etc. Camargo nos recuerda esto y muchísimo más, en relación con el prontuario de una carrera política, que trasluce una carrera de muerte. No la del protagonista, sino la de miles de personas, auténticos sacrificios humanos, en la historia de un país que está en titulares de diarios y medios poderosos, no para explicar lo que en realidad allí pasa, sino para esconder.
Como dice Sergio Camargo, no se trata de un país que tiene narcotráfico. Se trata de una estructura del narcotráfico que tiene en sus manos un país. El libro es por eso un mazazo sobre nuestras cabezas. Nos pone de presente lo que está ahí, desde hace mucho tiempo, y no vemos. No porque siempre se nos enmascare lo que pasa, sino porque se nos ha convertido en banal. El libro grita. No es un alegato frívolo desprovisto de indignación y pensamiento en obra. Gravita sobre Uribe, y sobre aquella reseña, para lanzarnos un interrogante certero, acerca de un asunto diferido, que para comprender suficientemente deberíamos recordar otro, pues Uribe no es el único marcado en algún momento por Estados Unidos. Viene a la mente entre muchos ejemplos, el del panameño Manuel Antonio Noriega, quien trabajó para el gobierno de los Estados Unidos, y fue luego procesado y condenado por narcotráfico. El pragmatismo de estos giros, se sintetiza en lo que el presidente Roosevelt o Cordell Hull (uno de los creadores de las Naciones Unidas, Premio Nobel de la Paz en 1945), uno de los dos, expresó para explicar la política internacional estadounidense, cuando dijo sobre «Tacho» Somoza, de Nicaragua, a quien la prensa calificaba como hombre sangriento: «sí, es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta«. Otro comprometido investigador y periodista, Hernando Calvo Ospina, en su último libro, también sobre el terrorismo de Estado en Colombia (Colombia, laboratorio de embrujos, Foca, Madrid, 2008), en la última página cita a Kissinger: «es peligroso ser nuestro amigo. Es fatal ser nuestro aliado«. También se dice que no hay amigos, sino intereses.
Jugando a ser abogado del diablo, o de ciertas causas perdidas por lo confusas, pero en este caso triunfantes por lo turbias, puede uno contradecir a Camargo, viendo que lo que se dice, de lo que se acusa a Uribe, quien tiene en principio derecho a ser tomado como inocente, hasta que se compruebe lo contrario (tanto como cada uno tiene derecho a ser estúpido), no es nuevo respecto de una persona para asombrarnos tanto, y además no está totalmente probado. Evidentemente la réplica es obvia tanto como insuficiente: si estuviera probado y juzgado, sobraría ese libro. Para comenzar, no sería el primer político mafioso o viceversa (en Europa hay ejemplos, como la hoy Italia de Berlusconi); no sería el primer presidente de un gobierno que ha desplegado una estrategia paramilitar (del tamaño que sea. También en Europa hay ejemplos); ni el primero que desde la jefatura del gobierno o en la cabeza del Estado, promueve y encubre acciones de guerra sucia o crímenes de lesa humanidad (abundan los ejemplos, uno de ellos Fujimori, como Franco o Pinochet); no sería Uribe el primer hombre que despliega toda esa violencia para limpiar la sociedad a fin de cumplir su otro papel: ser un neoliberal consumado, que subasta lo público y al país entero, que crea verdaderas condiciones de miseria y hambre; no es tampoco el primer pro imperial, sátrapa, gobernador de provincia, que apoya la guerra en Irak y que da muestra de haber aprendido bien la lección cuando ordena invadir suelo de otro país y cometer una masacre; tampoco es el primero que se reviste de modos e ideas fascistas, ni el primer católico, machista y figurón de padre de todo un país que posa de tutor, ganadero, terrateniente y «patrón», que da consejos a los jóvenes de no tener relaciones sexuales antes del matrimonio, mientras hay quien muere por sus políticas. La cuestión no está en que sea uno o dos de esos tipos. La cuestión está en ser todo eso al tiempo, y seguir siendo considerado un demócrata. Es ser todo eso al tiempo, y que nada (le) pase, un asunto judicial por ejemplo. Acaso lo más grave en su vida, que sigue ahí pendiente, y por eso busca sostenerse como sea, es ser el Nº 82.
No es sólo que sea todo eso, sino que comenzando a ser demostrado objetivamente que lo es, porque ha hecho agua, porque ha reventado desde hace tiempo por varias partes ¡no pase nada consecuente y decente! No por invención de un periodista (hay que conocer lo escrito o documentado por al menos diez periodistas en estos años, entre los que están J. Contreras, de Newsweek, o el escritor F. Garavito, y más gente proba, y por lo menos lo que hierve en la aproximación de unos cinco libros). Hay vídeos con sólidos indicios (pueden verse en YouTube, de Uribe candidato con paramilitares que lo candidatizaban), hay muertos, de estos años y de antes (Camargo sostiene que existiría responsabilidad directa de Uribe en algunos asesinatos); más del 90 % de los para-políticos en la cárcel son sus hombres: lo que tejieron con grupos enlazados, las plataformas de alianzas para Uribe y su programa de exterminio, ya basado previamente en el genocidio, y apuntando a asegurar éste, quedando muchos sin investigar siquiera, aunque decenas y decenas de políticos-paramilitares no son en conjunto una evidencia despreciable o de segundo orden, como no lo es que el jefe de la inteligencia política o de la principal agencia de seguridad que salvaguarda al presidente (el caso DAS/Noriega) haya entregado información a paramilitares para asesinar defensores de derechos humanos, o haya desparecido registros de los prontuarios de sus socios, como está probado, o que en el elenco de colaboradores directos de Uribe, en preeminente lugar, esté José Obdulio Gaviria (primo de Pablo Escobar) y otros. Con todo ello, sigue sin pasar nada ¿Qué esperamos? ¿La prueba imposible? ¿Qué falta? No para juzgarlo, sino al menos para abrir una investigación, si no de una instancia judicial, al menos de un organismo ético internacional conformado ex profeso. El libro de Camargo pide por ahora una cosa: abandonar la desidia, investigarlo, y para averiguar hay que tomar distancia. Al menos por un sentido de profilaxis política. Lo que aparece en el texto, con una extensa lista de personas comprometidas en el narcotráfico y el paramilitarismo, lo lleva a uno a preguntarse, tras ese proceso de asalto al poder que lo uno y lo otro en una misma inmanencia representan, ¿qué es lo que hace posible ya no sólo la penetración material sino la aceptación y la simpatía/empatía hacia este fenómeno?
Podemos avanzar una hipótesis que me parece tiene fundamento, de lo que apenas Colombia es un paradigma dentro de otro mayor, materia ya estudiada por quienes han revelado claves de las condiciones psico-sociales de aceptación del fascismo (Fromm, por ejemplo, o recientemente en un libro sobre Derechos Humanos y Cristianismo, el sacerdote jesuita Javier Giraldo, también contradictor del régimen de Uribe, quien ha propuesto mirar el tema de la esquizofrenia como imagen que manifiesta ese desdoblamiento entre enunciados y hechos). Diríamos entonces que pasa todo eso, por una serie de anclajes, amarres o resortes: políticos, jurídicos, mediáticos, económicos, culturales. Todos a su vez con su doble cara. Por ejemplo los mecanismos políticos hoy en Colombia frente al fenómeno de la parapolítica, precisamente, para urdir una depuración funcional que refuerce la trampa, reciclando la institucionalidad ya perversa por su orientación e intereses, que está podrida por dentro. O como los económicos, sosteniendo el lavado de millonarios recursos del narcotráfico en el repunte que se justifica como crecimiento y expectativa con el padrón de actividades legales. O judiciales, con la jugada de procesos y extradiciones selectas trenzadas como componendas y vendettas legales. Una esquizofrenia cuyos dispositivos mediáticos irradian en aparente contradicción habitus culturales compartidos por diversos sectores sociales en la estratificación y su articulación.
Ciertamente, un anclaje mayor de orden psicológico se traduce y multiplica socialmente, afanado y fino, más que el mismo contorno de la coacción, por cuanto el país tiene parte de su alma conquistada por el imaginario del paramilitar, del narcotraficante, del corrupto y del clientelista, bien abonados por la tradición de un poder oligárquico y su tránsito neoliberal, y por lo tanto necesitado de crimen e impunidad. Giran como engranajes de reproducción del poder político y económico, para el ascenso y acceso social y, sin la menor duda, para el enquistamiento de una identidad que, por más trazos de «Estado comunitario«, como lo postula Uribe, no supera el plano individual-lista, indispensable en la competencia descarnada, sin importar lo que cueste llegar, cuántos haya que matar y cómo. Fenómenos que en parte se explican mediante procesos de establecimiento y revalidación conductual del arribismo que el uribismo logra representar con estima social, siendo así efectivamente una parte del país, en la que fuera de todas las encuestas amañadas y las conjuras mediáticas, Uribe sí ha calado con éxito, porque encarna, simboliza, interpreta, ilustra y ejemplifica al macarra exitoso.
Esa es una parte del país, sin idealizaciones. El mismo que felicita al señor ganadero, que es patrón, uno de los cientos de terratenientes que aseguran con látigo la tierra poseída, y usurpada. El mismo que esconde lo hecho y acumulado como matón, bajo el sofisma del trabajo, muy de la imagen de una idiosincrasia regional cruzada entre el tipo señorial o feudal y el equivalente empresarial de hoy, de donde proviene y hacia donde va, alardeando con su precepto que manda trabajar, trabajar y trabajar («Arbeit macht frei«: «el trabajo os hará libres«. Es la frase con la que te recibe la puerta de entrada en Auschwitz), pero que favorece y aplica la explotación más salvaje, los asaltos leoninos suyos y de sus socios, como el de su ex ministro Londoño, de quienes en el 2000 le recibieron con el saludo fascista en el congreso del gremio ganadero, o con quienes compartió mesa en el acto de desagravio a Rito Alejo del Río, criminal de guerra. Cúpulas crápulas, por definición ociosas y expoliadoras.
Un gestor así que hizo puentes mafiosos, siendo él mismo un soporte en una historia gansteril de tres décadas, patenta muy bien algo que durante muchos años algunos negamos como tesis con la que se pudiera explicar en gran medida la violencia política. Se decía de Colombia que había una cultura de violencia allí, como inoculada, y contestábamos que no era así. Hoy día debemos rectificar. Sí existe una cultura de violencia, de arriba hacia abajo. Si no, no habría un continuum de eficacia, una continuidad de métodos. Se desintegrarían sus objetivos estratégicos, en gran parte cumplidos: liquidar la lucha revolucionaria y sembrar de desolación el futuro de un país esquilmado, como lo han hecho con aplauso. Y no hay antídotos de una buena educación que impidan esa cultura, ni en Oxford, donde estuvo Uribe, ni en Harvard. Más bien la recargan algunos nexos y legados que pueden sofisticar y enmascarar las racionalidades violentas que el sistema capitalista requiere. Si no existiera tal cultura como sistema, no de otra manera sería viable la rutina de la muerte selectiva, cada hora a cuenta gotas, desde la concepción de la necesidad de matar para asegurar intereses, hasta la enseñanza, planificación, preparación, inducción, ejecución, recompensa e impunidad de los crímenes. Eso explica el éxito hasta cierto punto, del genocidio político contra la Unión Patriótica, y la selectiva eliminación de cientos y cientos de dirigentes, activistas y luchadores sociales de otras formaciones. Explica por qué los mejores hombres y las mejores mujeres del pueblo, y no es demagogia, quienes tenían anticuerpos éticos y bregaban por condiciones políticas de libertad para animar la utopía, fueron cayendo asesinados o inmovilizados bajo diferentes formas que sólo el terrorismo de Estado es capaz de ordenar y encubrir.
En otro momento debemos proseguir con el análisis de lo que hace posible que estas consecuencias se trasvasen al olvido, con impunidad, bajo el pleno respaldo o consentimiento internacional, de un sistema global y de naciones con demostradas complicidades. A Uribe se le sostiene sabiendo la podredumbre. Se le salva para que no salpique, porque al caer hoy en su plenitud, sería costosa la foto de ayer. Se le ayuda, para no tener que repudiarlo. Son anclajes planetarios, por paradigmas de relaciones, por intereses y modelos de asociaciones o alianzas, desde el realismo hasta el cinismo, que hacen parte de la esquizofrenia compartida, de la misma comunidad transnacional que pone hoy día cientos y miles de micrófonos tratándose del penoso cautiverio de Ingrid Betancourt, pero calla y mira para otro lado frente a los miles de detenidos-desaparecidos y asesinados por el régimen colombiano, hoy encabezado por Uribe Vélez, el Nº 82. Hace falta tener mucho sentido de la higiene para poder intervenir en la política, y en la internacional no menos, por supuesto.
Que esa cultura de muerte es reversible, que es combatible, que es posible que algún día y muchos días sea vencida, es cierto, no por lo que vendrá con la posibilidad de lucidez de las rebeliones materiales y morales, sino por lo que hoy ya muchas personas testimonian con su trabajo, entre muchas soledades. Así, entre pocos periodistas, Sergio Camargo, Hernando Calvo, con sus recientes libros, y quienes investigan fuera y dentro del país con compromiso, para develar el terrorismo de un Estado hoy además secuestrado, literalmente, por mafias, sin metáforas ni más adjetivos. Hemos dicho otras veces que frente a la impunidad y el olvido, debe romperse con la lógica de «los monos sabios«, con el no ver, el no oír y el no hablar. Y hoy hay un libro testimonio más, que no es cualquiera: «Las altisonancias del silencio«, de Camilo Eduardo Umaña Hernández, abogado y joven intelectual, hijo de José Eduardo. Un texto diáfano del que hay que aprender dignidad, que reafirma de modo insobornable el derecho a la memoria, en cuyas líneas vuelve y asoma la sonrisa y la mirada de quien confirmó con su vida-muerte, como reza su epitafio: «Más vale morir por algo, que vivir por nada«, despuntando la respuesta dolorosa que él traspasó.
III. De un luchador social
Eduardo Umaña Mendoza lo hizo. Si hoy estuviera vivo entre nosotros, no cabe duda que estaría demostrando que la violencia política, social, económica y cultural, la violencia contra los pobres y los pueblos, sí tienen responsables; que no son leyes hechas por manos invisibles. Estaría, como Eduardo Umaña Luna, su padre, realizando la impugnación inteligente de los poderosos y la defensa de los de abajo, asumiendo riesgos, como siempre, hasta las últimas consecuencias, como lo aprendió de su familiar y faro, Camilo Torres Restrepo.
Eduardo sí que invirtió y enriqueció, no sin desgarro, no sin dilemas, el valor moral de aquella máxima: «Somos dueños de nuestros silencios y esclavos de nuestras palabras«. Aunque la aplicara, aunque en el sigilo y el desierto reservara para sí muchas claves que su conocimiento del país le ofreció, fue capaz de denunciar sin mezquindades a los que transigieron y agraciaron crímenes contra el pueblo, desde el Estado, desde el imperio, desde la oligarquía, desde las mafias, desde sus comunes engendros paramilitares, señalando militares y «civiles», políticos y fiscales, periodistas alcahuetes y demás cómplices. A los que hoy día son esclavos de silencios partidarios o permisivos, por lo tanto responsables, como los que ejecutaron de otros modos los crímenes de Estado. Bertrand Russell, quien creó el Tribunal ético luego continuado como Tribunal Permanente de los Pueblos, del que Eduardo también hizo parte, se refirió a los «criminalmente ignorantes de las cosas que tienen el deber de saber«. Y también que «es imposible mantener la dignidad sin el coraje para examinar esta perversidad y oponerse a ella«.
Eduardo estaría haciendo la biografía y necrografía de los victimarios, de los responsables de carne y hueso del hambre de millones, de quienes no invisibles ni invencibles siempre, toman decisiones letales, de los que indican dónde apuntar, como alcanzó a narrarlo mes y medio antes de su asesinato, señalando con nombre propio a algunos de los sicarios que preparaban su ejecución. Nadie como él llegó a investigar su propia muerte, como él lo hizo, dejando por escrito su constancia, su manifiesto, entregando un relato a la corrompida justicia de un país. La Fiscalía de lo que se llama Colombia, algunos de cuyos funcionarios de corbata estaban implicados en el asesinato, abrió un expediente, dejó libres a los matones indiciados, uno de ellos detenido en Madrid y extraditado, al parecer miembro de un grupo tapadera. Luego de cientos de folios vacuos, ese ente huero cerró el proceso, instituyendo así un monumento de impunidad espeluznante.
En abril de 1999 y en 2001, algunas palabras de homenaje a Eduardo fueron apuntadas. Las siguientes reflexiones que hoy trasplanto sin alterar, basadas en discernimientos de él mismo, son la lectura que hago como un tercero cercano, reflejando lo de entonces, aunque quisiera para reforzar aquellas y apuntalar humildemente éstos, reescribirlas con la terrible actualidad del parcial triunfo fascista, y para poder glosar muchos sentimientos y muchas conclusiones, sin dejar el grito como fue dicho, sin exponerlo a cambio de una sensatez hipotecada, arrepentida y reconciliada. Sólo retiro la poética y lo más personal. Me remito a las notas sobre la interpelación que fue, es y será Eduardo Umaña Mendoza como ser político que optó por una senda, cuya cualidad y trascendencia queda demostrada en el libro altamente esclarecedor que elaboró su hijo Camilo Eduardo.
Quiero referirme a la presencia de su pensamiento, es decir a su obra, porque los impulsos de días y años como ideas maduradas y conciencia florecida fueron acciones con sentido, que conectaban la realidad, que la sacudían, interfiriendo él con pasión en las versiones oficiales; las contradecía, para ser, como lo fue, voz de muchos, de miles en diferentes escenarios de la vida de un país expoliado, en la miseria, con un futuro negado… Eduardo Umaña nombraba auténticamente como Pueblo, «nuestro Pueblo» decía, ese sujeto que encontraba encarnado por ejemplo en los trabajadores, en los sectores que se abrazaban en el concepto de las clases populares, como Camilo Torres, su pariente y amigo, o su padre, el maestro Eduardo Umaña Luna, lo enseñaron en una práxis volcánica, que giró en torno al honesto reconocimiento de los orígenes de la violencia política en esa violencia estructural, histórica. Por eso el compromiso de Eduardo se ancló llamando a las cosas por su nombre, hasta el final. Su exposición coherente daba cuenta de la dependencia, del imperialismo, de las elites o la oligarquía y de sus voraces estrategias. Por eso su acompañamiento y desarrollo no se vinculó con opresores, sino desde muy joven al lado de los otros, comenzando en los espacios políticos y de una Universidad en ese entonces crítica, en los sesenta, con una cierta inserción en el devenir transformador.
Antes de mencionar los setenta, debe recordarse su comprensión integral de los derechos humanos como derechos de los pueblos a una vida digna, como el derecho a la libertad, a la liberación, a construir patrias y matrias en las que no muera la gente de hambre, sino de vieja, en condiciones decentes, humanas. Y que debían defenderse esos humanos derechos como él consideraba debía defenderse, abogando, defendiendo, a quienes abrían el campo histórico para su auténtica vigencia, a los que eran perseguidos y castigados por su lucha, a los presos políticos que abogaban y actuaban por romper la opresión, la antidemocracia. Por eso se formó como su padre, como el más esclarecido defensor de los rebeldes en esa década, como en los ochenta y hasta el día de su muerte. Y por esa misma razón, para ir tras la verdad, tras la justicia, tras la denuncia del terrorismo de Estado y la reconstrucción de los sueños, asumió representar como abogado y portavoz -y lo fue siempre brillantemente- a las madres de los desaparecidos, de los torturados; a las organizaciones de los día a día asesinados o masacrados; campesinos, obreros, sindicalistas, activistas, dirigentes políticos y sociales.
En junio de 1987 Eduardo Umaña Mendoza realizó una intensa actividad de sensibilización y denuncia en Europa sobre la situación de violación sistemática a los derechos humanos en Colombia. Sus análisis se escucharon en numerosos recintos; fueron muchos sus auditorios, y diversos los frutos de ese trabajo. Uno, poner de relieve algo que estaba escondido: la estructuración de los grupos paramilitares, la responsabilidad del Estado y el terrorismo que las clases dominantes imponen como lógica de supuesta solución a través de la barbarie, salida de sangre a lo que han sido incapaces de resolver. La muerte como respuesta frente a los problemas del país. Puso en conocimiento de diferentes públicos, cómo estaba dada una legislación de guerra en tiempos de paz aparente. Las mismas normas que hoy se reeditan y que posibilitaban entonces la acción de juntas de autodefensa que al cabo de los años se nos presentan con siglas confeccionadas en los batallones y en los medios de comunicación que se han puesto como altavoces de sus gritos de guerra sucia.
En una ficha de los organismos de inteligencia se observa el seguimiento que desde muy joven (1966) se le hizo a Eduardo, hasta matarlo. De él se dijo, a la par de sus estudios de Filosofía, de Derecho, entre muchas líneas y sentencias, que era «agitador estudiantil del movimiento CAMILISTA P.C.C. y J.C.C. modus operandi agitación y saboteo«; que «integra el movimiento camilista frente unido… (1968) fue organizador de la marcha a pie de la Universidad a la plaza de Bolívar…(que) integra organización FES frente de estudios sociales organismo de fachada de partido comunista, para llevar campañas de agitación… (1969) es uno de los encargados de dirigir saboteo estudiantil por la llegada al País del señor ROCKEFELLER (…) (1971) miembro de la red urbana de apoyo al ELN… (…) (1978) hijo del líder comunista de la Línea Pekín EDUARDO UMAÑA LUNA, profesor Universitario izquierdista (…) Se transcribió textualmente las anotaciones registradas en las tarjetas de los señores CARLOS REYES NIÑO y JOSE EDUARDO UMAÑA MENDOZA, las cuales reposan en los archivos del Grupo de Inteligencia de…«. Quien firma esta ficha, entre muchas otras, es un alto mando policial, quien participó en las torturas a Reyes Niño en 1977. Reyes Niño fue ejecutado con otro comandante del ELN en las calles de Bogotá el 28 de marzo de 1995. Sus asesinos fueron miembros de la Inteligencia Militar. Impunes, condecorados, premiados, en servicio. …mucho más arriba, en escritorios civiles, se alistaron las fichas desde las que veían crecer a Eduardo. De donde se dieron las órdenes de asesinar.
Queremos hoy recordar a Eduardo como en otras ocasiones, no sólo a partir de sus palabras, sino de lo que hizo. Así, cuando sin ceder un milímetro en lo irrenunciable, dijo qué estaba pasando en Colombia con la acción de los paramilitares como recurso del terrorismo de Estado y del Establecimiento; sin consultar o sopesar tras masacres o asesinatos si la denuncia a fondo gustaba o no a algunas agencias de financiación de Ongs o fundaciones que piensan primero cómo apagar insumisiones y domesticar bajo el ala de sus egoístas términos; sin escuchar sórdidos y escabrosos argumentillos de conversos aliados con la podredumbre del poder; sin pagar por interpretar con ardor la verdad de un pueblo sufriente; sin desdecirse de la defensa de los presos políticos y del derecho a la rebelión, como lo hizo en su brillante trayectoria profesional, académica y vital como luchador social. Contando al mundo de los humanos cómo el engendro del paramilitarismo y la impunidad, estaba siendo extendido a lo largo y ancho del país, como hoy está; y que no había ninguna justicia posible nacida de los verdugos para perseguirse ellos mismos, a salvo la pantomima de los responsables materiales de tantos crímenes y dolor, y sobre todo el cinismo de sus beneficiarios y benefactores.
A su compromiso por los derechos humanos unió las soledades de los derechos de los pueblos a su autodeterminación y liberación, señalando los intereses de imperialistas y siervos, así como elevó un pensamiento sobre las luchas sociales dentro del legado de ideas de emancipación que cultivó con cerebro, corazón y abrazos, por que las asumió desde sus amores primeros hasta su último segundo de humano y humanista.
Cuando hoy se negocia por algunos en la rutina de los discursos y sus cálculos, a espaldas de la cruda realidad que nos recuerda que nada de ese salvajismo contra nuestro pueblo ha cambiado para bien; cuando se trafica con los padecimientos de miles, con los derechos humanos imposibles de hacerse vigentes en estructuras de opresión, gran falta nos hace recordarle como ser insobornable, que demostró la inmensa corrupción de un sistema, el que en fichas y amenazas lo fue declarando su enemigo, como con otros miles de forjadores y forjadoras de esto que hoy queda entre los dedos, escasos hilos de agua que tenemos como posibilidad de matria y patria. Haces mucha falta, para esclarecer que la defensa de los derechos humanos implica cavar la tumba de los privilegios inhumanos, como lo enseñaste.
Así pasó hace más de 25 años a fundar y potenciar la defensa de los derechos humanos a través de asociaciones de profesionales, de víctimas de la guerra sucia. Analizaba el país, su política, su economía; se había formado en la Sociología, en la Administración, en el Derecho, para estudiar como profesor en su cátedra en varias universidades la sucesión de instituciones y procesos. Sin hacer más nudos y sin ingenuidad iba al núcleo de la aplicación del Derecho y su dirección política en estructuras de injusticia social: «la ley es como un abanico; se puede cerrar, o abrir apenas un poco, o desplegarlo totalmente, a condición de que no se rompa«[1]. Y la confrontaba como un jurista que está al servicio de la vida, y no ciegamente al servicio de la ley en una nación policlasista, sometida, optando él por los Derechos de los Pueblos, por la lucha anti-imperialista, por los Derechos Humanos «para los de abajo«[2].
Horas de trabajo intenso en su oficina, de enfrentar enérgicamente funcionarios de la ignominia e inteligentemente causas en los estrados, cuando había posibilidad de conocer rostros y más rastros de los victimarios, antes de que optaran por encubrirse en el paramilitarismo, en los «sin rostro» y la degradación del conflicto.
Estaba Eduardo Umaña visitando a los presos; en reuniones con los familiares de las víctimas, de los desaparecidos del Palacio de Justicia por ejemplo, o de los hombres y mujeres que asesoraba, detenidos, agredidos, objeto de persecución, piezas y tejidos de organización social que él apoyaba, resistencia en la que creía sin pecar de iluso, venciendo con su experiencia al optimismo de moda, al febril grito y a la mirada corta e individualista de algunos que posaban a veces como baratos protagonistas. Sin dejarse llevar por coyunturas su convicción profunda la tradujo y planteó al lenguaje de la política inmediata con unas tesis sobre un programa mínimo (lideró entre 1990 y 1992 un pequeño núcleo político: Movimiento Vida y Dignidad, con activistas sociales), dialogando desde la realidad de su entorno con la autoridad moral que le dio trabajar siempre del lado de la esperanza y la transparencia para un Pueblo, lo que no ocultó en los ámbitos formales o convencionales que no obstante usó, como cuando acudía a las Naciones Unidas, por ejemplo, para acusar al Estado colombiano y su práctica de muerte e impunidad, sin dejarse perder en la frialdad de la letra de códigos escritos por poderosos, y tampoco, nunca, se puso en venta ni en moldes. Fue claro para los que en él buscaron luces y convocó para andar en la noche, en la niebla, con el riesgo de perecer con la cabeza en alto. Contradictoriamente es lo que ha movido a la humanización de la vida. Y él se movía todos los días. Terminó diciendo: «Seguiré hasta que me dejen. Porque yo sé que si la vida no se entrega por algo, uno acaba dándola por nada«[3].
En ese horizonte luchó en concreto como apoderado en cientos de procesos contra el terrorismo de Estado cuyos ejecutores se orientaron en la concepción de guerras de baja intensidad y se protegieron en mecanismos de impunidad como el fuero penal militar[4], señalando Eduardo la responsabilidad del gobierno de los Estados Unidos en el crimen institucionalizado y el origen de los grupos paramilitares[5]. Impugnó un orden de ideas y necesidades del poder político, de su brutal ejercicio de la fuerza acabando el sistema como sea con el llamado «enemigo interno» para la defensa del statu quo[6]. Eduardo alimentó su conocimiento, que desdoblaba en horas de conversación, de clase o en exposiciones en seminarios regulares como un gran educador que era, leyendo y releyendo expedientes, cuadernos y libros, enseñando ante todo con su ejemplo, y creció en el diálogo de saberes, intercambiando desde la tragedia y la tristeza, pues vio caer también a miles de compañeros y amigos, sufrió por ello con otros. Aconsejó a desplazados internos refiriéndose a las estrategias tras el éxodo, al tener que abandonar el «terruño», igual que a refugiados (fue asesor jurídico de la oficina del ACNUR), y ayudó a que muchos salvaran sus vidas saliendo del país.
Hubo desconcierto, respuestas duras y rabia al comprobar incoherencias, traiciones y falsedades, y por ello estableció distancias y cuestionamientos. Personalmente creo: antes que afectar a algunas ONG de derechos humanos, su asesinato conmovió más allá de ellas y de algunos que en su oportunidad diluyeron lealtades y no podían tenerlo al frente; las huellas y consecuencias de su desaparición física y de no contar ahora con su valiente y alta opinión, hieren de verdad a quienes Eduardo se entregó en una fuerte lucha en esta década de grises y sombras, alentando para confrontar, por ejemplo, el aparato penal articulado como otro motor en el terrorismo de Estado, herramienta de represión que seguramente está en el círculo que decidió su asesinato, porque Eduardo Umaña como ningún otro jurista demostró la complementariedad de la «justicia sin rostro, sin rostro de Justicia«[7] en esa lógica de terrorismo y sojuzgamiento. Pidió, incluso minutos antes de ser asesinado y habiendo denunciado él de ese evento a funcionarios de esa «justicia«[8], que sea derogada «totalmente la justicia sin rostro«[9]. Hoy algunas ONG y por ahí algunos comodines respaldan unidades o partes de su estructura, admiten graves matices con letales alcances y se ubican como fin en sí mismos. En esa apreciación fue contundente, como radical al denunciar la corrupción, a los mercenarios ideológicos, como él los llamó, que actúan por ejemplo como testigos sin rostro, a los reinsertados en ese papel; no consintió la mediocridad; tampoco le pedía «peras al olmo«.
Estuvo una y otra vez analizando los anuncios y los discursos, las medidas y los cientos de normas; cómo se perfeccionaba un lenguaje, un discurso, en torno a la exculpación del Estado colombiano y a las clases y el imperio que lo manejan, y de eso se separó, volviendo a lo que nunca dejó de valorar sobre el panorama de los derechos de los humanos y de los derechos de los pueblos, recordando entre otras miles de citas que constituyeron un pensamiento sólido, el Preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y por eso expresó sobre principios que hay «un cierto acumulado cualitativamente representativo de lo más alto que ha conquistado la humanidad«, y que entre esos derechos, o ese derecho, «que puede pasar a ser positivo, o sea un derecho escrito, sentado en textos, están consideraciones sobre el trato humanitario, sobre la dignidad del ser humano merecedora de respeto, a pesar de las guerras, en medio de ellas, aunque éstas sean en sí dolorosas y trágicas, como quizá necesarias en determinadas condiciones«; que uno de esos pilares, «sobre los cuales se desarrollan tensiones mayores, ha tenido que ver con el reconocimiento de uno de los más sagrados derechos de los pueblos: el derecho a la rebelión«[10].
«Para que sea ejercido en beneficio de los pueblos, para lograr estructuras de justicia social. Y ese derecho, al que se refirieron tanto pensadores de la Iglesia, del Cristianismo, como Tomás de Aquino, o filósofos del liberalismo, supone al tiempo inmensas y cruciales responsabilidades. Porque no se puede ejercer la fuerza de cualquier manera, porque la guerra también tiene límites… obligaciones que podríamos pensar en dos sentidos: no hacer lo que no es necesario y lo que además está prohibido en el derecho internacional, y hacer lo que en esa normatividad es permitido y que corresponde hacer en el contexto de los antagonismos«[11].
Y se preguntaba: «¿Cómo se obliga a una institucionalidad que crea estructuras paramilitares, que profundiza la impunidad de crímenes de lesa humanidad, que desplaza a miles de familias y comunidades, que victimiza a opositores políticos, que enseña en los manuales militares a odiarlos y motiva a exterminarlos?[12]«. «Lo único que está al alcance del Estado, de sus fuerzas armadas o de sus estructuras paramilitares, es la degradación, intencional, de la guerra, en cuyo contexto la guerrilla se mantiene actuando cometiendo también atropellos, incurriendo en serias arbitrariedades«[13].
Y agregaba Eduardo Umaña al lado del requerimiento para que se desmonten los grupos paramilitares y la «justicia sin rostro«, para que se salve a la niñez del horror de la guerra, por ejemplo, que «se precisa que las organizaciones guerrilleras den a conocer sus códigos, normas sustantivas, procedimientos y tribunales bajo los cuales actúan o establecen relación con las comunidades en el contexto del enfrentamiento armado a fin de que constituyan un referente público sobre el cual se pronuncien terceros veedores y por supuesto la población«[14].
Eduardo no podía aprobar el dolor, más dolor para los más pobres y abogó por humanizar la guerra, por recomponer el conflicto.
Días antes de morir escribió: «Negar la necesidad de la Paz es ubicarse en una posición absurda que ningún honor hace a mente alguna. El problema no es hablar del beneficio de la paz. No es apoyar unos planes plenos de promesas pero sin asidero alguno en la escueta realidad Socio-Económica del país… Hoy: mucho discurso y ajena la acción real de nuestro problema vital: la miseria económica de la mayor parte de Colombia (…) Hablar de paz sin Democracia Real y Justicia Social es una entelequia. Como lógica consecuencia cualquier planteamiento que no asuma el problema real no pasa de ser una gran mentira«[15].
Concluyó José Eduardo Umaña Mendoza: «Se hace necesario por lo menos hablar de la humanización de la guerra, para que la paz de mentiras se derrumbe, para superar esta pantomima de sobrevivencia cómplice y pueda hablarse con dignidad, con la voz y las manos de todos, de la humanización de la vida«[16].
Eduardo Galeano, amigo de Eduardo, escribió alguna vez que «somos lo que hacemos y sobre todo lo que hacemos para cambiar lo que somos«. Umaña Mendoza hizo hasta sus 51 años lo que realizó una opción ética de amor a la humanidad, que verbalizó y talló día a día, hora a hora, no sin vacíos y defectos, hasta cuando negó irse de la mano del terror y el chantaje -no quería ser un desaparecido- y cumplió como pocos seres humanos lo hacen hoy (alguna vez hablamos de esos hombres como Camilo, como Guevara, como tantos que conoció, que «no se encuentran a la vuelta de la esquina«. Por esa razón, con su eliminación se fueron tantas fuerzas no fácilmente recuperables de nuestro pueblo, y nos da también por lo mismo rabia que se haya dejado matar si es que le cabe a Usted alguna culpa…). Temas como la paz, la guerra, la impunidad, salen a borbotones de bocas-cuerpos-mentes que reposan en la tibieza del decir sin hacer, o del hacer-decir funcional en la dialéctica guerra-paz conveniente para «los de arriba«.
Hacen falta inmensa sus reflexiones abiertas. Las tenemos como constancias, citas de textos y pretextos del encuentro, algunas escritas, grabadas, archivadas en rincones de memorias dispersas, la memoria de la Unidad, que nos hace falta recuperar…
Un homenaje no puede ser sin imaginar con fundamento qué diría; que actitud tomaría en la fraterna e inteligente entrega de quien sospecha y espera de los actos, aunque al final haya abandonado un momento esa trinchera, para quedarse solo y decidir dejarnos un tanto, enormemente, solos; qué puntos de una mirada siempre limpia y resuelta trazaría con sonrisa y seriedad. Al hablar hoy de los planes que fumigan los de arriba y los del norte; de la explotación que no cesa; de la justicia verdadera que no llega; del terruño dejado con llanto causado por las balas asesinas; de que la paz sólo es la lucha de un pueblo por la libertad y su dignidad… Enseñaste que los derechos humanos y de los pueblos se defienden si se luchan… Hoy nos hablaría del tirano, del régimen, de las inquietudes, de estar siempre alerta, primero y al final con las propias dialécticas, casadas con las del enemigo. Para no ser como ellos, ni su botín. Falta mirar las bregas y los frutos, la alegría que nos dejó, dibujada también con poesía de madrugada.
Ante el féretro, el día 20 de abril, en la Plaza Ché, en la Universidad Nacional, con la familia de Eduardo, tan depositaria y tan fuente de su amor, Javier Giraldo lo despidió afirmando: «Creer en un profeta derrotado y creerlo vencedor, no por ingenuidad o autoengaño consolador, sino porque ha sido posible, en algún momento, asomarse a los valores últimos y absolutos de la existencia y de la historia, y hacer, desde allí, una apuesta existencial (…) muy honda, en cuya lógica, aquellos que arrastran en su muerte ciertos rehenes, arrebatados a los valores más hondos del sentido, son vencedores indiscutibles en su misma muerte (…) no podemos ocultarnos que el camino restante será más duro recorrerlo sin ti… Tu memoria será imprescindible en el momento de construir un mundo sin esclavitudes«.
IV. El derrumbamiento frente a la esperanza
Mientras, el exánime esbirro Uribe vive, sin quién le investigue. La verdad, no porque se tenga ya, sino porque debe buscarse y encontrarse para sancionar y reparar, está en parte expuesta. Hace falta valor para verla, como hace falta gente con coraje y ética que en el periodismo y en esferas judiciales, o en la academia y en colectivos de lucha social, plante querellas y documente hacia un proceso que desvele la criminalidad organizada que ha empotrado a Uribe como presidente. El mismo que está asociado con narcos y paramilitares, con operaciones de rehegemonización estadounidense, con inversiones de las transnacionales más saqueadoras y con proyectos de rapiña de los recursos de un país deshecho. Para ello quiere vender que el país está superando la violencia, que no hay conflicto, que va ganando, como él, para acaudalar méritos que limpien su biografía falseándola, la cual desea transparente, inmaculada. Rivaliza por ello contra la memoria, para que su necrografía no sea pensable, para que en ella no resulte descendido, ni desmerecido, ni implicado.
Primo Levi, quien presenció y sufrió los crímenes nazis, escribió en su valioso libro «Los hundidos y los salvados«, refiriéndose a Hitler: «toda la historia del breve ‘Reich Milenario’ puede ser releída como una guerra contra la memoria, una falsificación orwelliana de la memoria, una falsificación de la realidad, una negación de la realidad, hasta la huida definitiva de la misma realidad. Todas las biografías de Hitler, los desacuerdos sobre la interpretación que debe darse a la vida de este hombre tan difícil de catalogar, están de acuerdo en que la huida de la realidad es lo que marcó sus últimos años… Había prohibido y negado a sus súbditos el acceso a la verdad, envenenando su moral y su memoria; pero, de manera cada vez más creciente hasta la paranoia del Bunker, había ido levantando barreras al camino de la verdad incluso a sí mismo. Como todos los jugadores de azar se había armado un decorado hecho de mentiras supersticiosas, en el que había terminado de creer con la misma fe fanática que pretendía de todo alemán. Su derrumbamiento no sólo fue la salvación del género humano sino también una demostración del precio que se paga cuando se manipula la verdad«.
Este escrito no ha tenido la más mínima intención de comparar lo incomparable. No se puede equiparar un luchador social ausente físicamente, por el crimen de Estado, con quien al mando de la barbarie ha triunfado y se erige como supremo temporal entre los victimarios. Sólo se ha estimado necesario y correcto reconstruir referencias, entre las grandezas y las miserias humanas, y específicamente las de un país, sin ocultar más el rastro que ha representado valores humanistas, ni el rostro de quien los despelleja y destruye así posibilidades de paz y justicia para todos.
Una lucha contra el olvido, contra la impunidad, obliga a no hacer abstracción de las memorias concretas, por lo tanto de las opciones vitales y desgarradoras de quienes han encarnado de un lado la esperanza, como José Eduardo Umaña Mendoza, frente a los sumarios de quienes han trasgredido y violado derechos desde el poder público, convirtiéndose en carceleros, como Uribe Vélez lo es de un país quebrado. La honesta memoria de Eduardo habla del crimen del que se cree siempre vencedor. El derrotado no es el que parece serlo. De uno se eleva su biografía, y debe honrarse porque honrado fue. De ahí que la dimensión moral de un hombre asesinado por buscar un mundo mejor, no pueda cotejarse con el hedor de quien, como Uribe Vélez, vivo e invicto tras el crimen, ha sido necrografiado por sus propios hechos de codicia y vileza, institucionalizadas y fortificadas hoy más que ayer, desde un palacio que es su guarida.
A José Eduardo, una rosa roja en su tumba.
[1] El papel de los abogados frente al fenómeno de las Desapariciones Forzadas en Colombia. Bogotá, diciembre de 1986, pág. 9. Ponencia en el Primer Coloquio Internacional sobre Desapariciones Forzadas en Colombia. Eduardo terminó esta ponencia expresando (pág. 25): «el profesional del derecho en Colombia, conciente de la realidad de nuestro país y en particular del fenómeno de la «desaparición forzada» debe actuar en representación de las víctimas, de sus familiares y de la sociedad como hombres que «hacen del Derecho sólo un medio para realizar la justicia«».
[2] Fue en este carril de un pensamiento de emancipación en el que situó su quehacer, en Consejos Verbales de Guerra o bajo otras formas defendiendo a centenares de presos políticos, guerrilleros o no guerrilleros; en cientos y cientos de conferencias en universidades, colegios, centros populares, foros internacionales. Fundó con otros destacados defensores de derechos humanos la Sección Colombia de la Liga Internacional por los Derechos y la Liberación de los Pueblos, siendo también su paradigma el humanismo social: los derechos humanos en el cumplimiento de los Derechos de los Pueblos (Declaración de Argel del 4 de julio de 1976).
[3] Fragmentos de un diálogo con Umaña. Frente al cadalzo (veinte días antes de ser asesinado). En Revista Alternativa, No. 19, Mayo-Junio 1998, Bogotá, pág. 21.
[4] Tribunal Permanente de los Pueblos. Proceso a la impunidad de crímenes de lesa humanidad en América Latina. Sesión de Instrucción en Colombia. Noviembre 4 a 6 de 1989. Eduardo Umaña actuó en ese momento como portavoz de la acusación contra el Estado colombiano. Se desempeñó en ese proceso como Fiscal y sería luego nombrado Juez del Tribunal para otros casos. Ver por ejemplo: Sentencia sobre La Conquista de América y el Derecho Internacional. Sesión especial. Padua – Venecia 5-9 de octubre de 1992. Eduardo Umaña fue también miembro del Comité Ejecutivo de la Organización Mundial contra la Tortura.
[5] Ver su serie: Informe Analítico de la Situación de Derechos Humanos en Colombia, Corporación Colectivo de Abogados «José Alvear Restrepo«, sobre este tema el correspondiente a julio-diciembre de 1988. Bogotá, págs. 229 y 230.
[6] Véase su ponencia MECANISMOS INSTITUCIONALES DE IMPUNIDAD, en PROCESO A LA IMPUNIDAD DE CRÍMENES DE LESA HUMANIDAD EN AMÉRICA LATINA. Tribunal Permanente de los Pueblos. Edit. Liga Internacional por los Derechos y la Liberación de los Pueblos. Sección colombiana. Bogotá, junio de 1991, pág. 375 y ss.
[7] A LOS TRABAJADORES DEL MUNDO! Represión a los trabajadores de la USO… (cfr. Bogotá, 27 de febrero de 1998), con este título denunció el caso U.S.O. (Unión Sindical Obrera) y cómo se estaba planeando su asesinato por diferentes instancias (pág. 20) comprometidas en esa guerra sucia, donde prevalece la apariencia jurídica o de legalidad. Cfr. Revista Alternativa, cit. (págs. 18 a 21), entre muchos otros documentos, o para el caso Telecom: La lucha contra la privatización de las telecomunicaciones en Colombia. Estado actual de los procesos judiciales contra los trabajadores. Entrevista con Eduardo Umaña. En Boletín Alerta a la Apertura, No. 15, mayo de 1997, ILSA, Bogotá, págs. 11 y 12.
[8] Ibid.
[9] A LOS TRABAJADORES DEL MUNDO!…, cit., pág. 21, entre muchos otros textos donde se mantuvo crítico frente a su utilización.
[10] Entre la degradación y la regulación de la guerra. En Memorias de la Asamblea por la Paz. Oficina del Alto Comisionado para la Paz, de la Presidencia de la República, Empresa Colombiana de Petróleos y Unión Sindical Obrera, agosto de 1996, Santafé de Bogotá (1, en adelante), pág. 82. Aparece también publicada esta ponencia en la Revista de Derechos Humanos, JUSTICIA Y PAZ, (2, en adelante) de la Comisión Intercongregacional (hoy, 2005, Intereclesial) de Justicia y Paz, Abril-Junio de 1998, No. 8, Bogotá, pág. 66.
[11] De la nota anterior, (1; pág. 82), (2; 66).
[12] Citaba el texto CONOZCAMOS A NUESTRO ENEMIGO, editado por la Escuela Militar de Cadetes General José María Córdova, Oficina de Relaciones Públicas, Editorial Blanco, 1ª edición, diciembre de 1985. (1; 85), (2; 70).
[13] Ibid, (1 ; 87), (2 ; 71).
[14] Ibid, (1; 87-88), (2; 74-75).
[15] ¿Hacia la Paz?, en Voz Posadista, marzo de 1998, Bogotá, pág. 4.
[16] Entre la degradación y la regulación de la guerra (1; 90), (2; 77).