Lejos está de la pretensión de este artículo hacer condenas o expiaciones sobre las diversas decisiones por las que optamos los múltiples sujetos políticos del campo democrático y popular colombiano en la pasada segunda vuelta presidencial, pero si aspira reflexionar en voz alta sobre varios aspectos de método y contenido que no deben soslayarse para […]
Lejos está de la pretensión de este artículo hacer condenas o expiaciones sobre las diversas decisiones por las que optamos los múltiples sujetos políticos del campo democrático y popular colombiano en la pasada segunda vuelta presidencial, pero si aspira reflexionar en voz alta sobre varios aspectos de método y contenido que no deben soslayarse para una correcta sindéresis política en tan convulsas coyunturas, con el ánimo esencial de aportar sobre nuestra inmediata praxis política.
Pese a la visión escatológica que sobre los comicios presidenciales del pasado 15 de junio propiciaron los mass media y que logró impregnar a importantes sectores populares y democráticos del país, la vida cotidiana y la lucha política del pueblo colombiano continuó sin mayores sobresaltos. Ni nos precipitamos nuevamente al averno de una guerra -porque nunca hemos salido de ella- ni ascendimos al nirvana de un quimérico postconflicto; los avances o retrocesos de la solución política y los cambios democráticos necesarios de nuestra patria, siguen dependiendo -como siempre- de la potencia de lo que en Marcha Patriótica llamamos gentes del común, es decir de la correlación de fuerzas del desarrollo general de la lucha de clases en nuestro país, de sus niveles organizativos, de movilización y combatividad en todas sus expresiones.
Sin pretender demeritar la importancia propia que tiene la definición dentro del bloque de poder sobre el tipo de proyecto hegemónico que debemos combatir, este análisis no puede obnubilar la necesaria mirada de largo aliento sobre variables estructurales de la dinámica política que se mantienen para el caso colombiano a manera de constante.
Si hemos afirmado sistemáticamente -y con todo fundamento- que el sistema electoral colombiano es espurio, no podemos pensar que sus resultados ahora son legítimos. Si reivindicamos el carácter social y político del conflicto, es decir, comprendemos esta guerra enraizada en la estructura de poder y de clase del país, erraríamos si otorgásemos su resolución o prolongación indefinida a la decisión individual de un mandatario de turno, y no al resultado de la lucha política general en escenarios que superan las urnas. El presente proceso de diálogo con las insurgencias, no es el resultado de una dádiva oligárquica como lo pregonan los «opinadores» del establecimiento, sino una conquista del movimiento popular colombiano en todas sus formas, logro que requiere ser refrendado cotidianamente al calor de la lucha popular para que pueda avanzar a la auténtica solución política o corre el riesgo de ser revertido.
Después del 15 de junio la vida y la lucha siguieron, -con Mundial de Fútbol incluido-, no hubo el profetizado Armagedón definitorio de nuestra historia. Las causas que han originado el conflicto continúan inmóviles porque no podían ser conjuradas por ningún sortilegio electoral. Ni la desquiciada concentración de la tierra en manos del gran latifundio ocioso -sustrato de clase de buena parte del uribismo-, ni la ausencia de garantías democráticas que cercenan la participación de las mayorías han sido borradas de un plumazo -ni podían serlo- por la «nueva» realidad electoral. Lastimosamente siguen en sus celdas los miles de prisioneros políticos colombianos de los que ya somos más de 330 los judicializados de la Marcha Patriótica. Ni las bases norteamericanas ni la ofensiva militar que dirige el ministro de Guerra Pinzón han cejado un ápice, mientras la locomotora neoextractivista igual sigue socavando la sostenibilidad de este modelo económico con claros límites ambientales, sociales y productivos, y cuando el gran capital financiero transnacional se ceba con ganancias que en la década de 2001-2009 subieron más de 1.000%, para la esquilma de millones de trabajadores colombianos [2] .
No podemos perder de vista que en la segunda vuelta presidencial la perennidad de la quintaesencia del statu quo colombiano estaba garantizada doblemente. En primer lugar porque unas elecciones dentro de un sistema político solo dirimen los aspectos más inmediatos del gobierno, y no del poder político en su conjunto. Definen la administración del estado más no su configuración misma. Nada más equivocado que pensar que los importantes cambios democráticos recientes en América Latina, están determinados por victorias en las urnas y no por el proceso de movilización y generación de poder constituyente de los pueblos hermanos, que rompieron con los anacrónicos regímenes políticos existentes.
En segundo lugar, porque la columna vertebral del proyecto hegemónico es de consenso entre las 2 facciones del bloque de poder que se disputaban la presidencia el 15 de junio. Buena parte de la polarización venía inducida mediáticamente, buscando reanimar los ahora calmos espíritus bipartidistas, teniendo en cuenta el acuerdo esencial entre santistas y uribeños en cuanto al modelo económico de reprimarización financiarizada [3] , el alineamiento internacional obsecuente con Washington, el mantenimiento del excluyente régimen político y la búsqueda de la derrota política del movimiento insurgente. Surgen obviamente, matices trascendentes en todos los aspectos mencionados, -pese a que la matriz mediática se dedicó a explotar solo unos carices de estas distinciones-, más sin lugar a dudas no presenciamos una distancia de proyectos dentro del bloque de poder del calado de los gobiernos reformistas de la región [4] , sino ante todo opciones dentro del plan estratégico del gran capital y la reacción sobre nuestro país.
La presente coyuntura desnuda con nitidez la honda crisis del régimen político colombiano: abstención estructural de más del 50% sostenida por 4 décadas, crisis de representatividad de los colectivos partidistas, la más profunda descomposición clientelar del ejercicio del voto a favor de mafias legalizadas o no, la creciente dificultad de recambio de los cuadros de las clases dominantes y el más virulento enfrentamiento en el bloque de poder desde sus acuerdos de paz en las playas de Sitges y Benidorm hace más de medio siglo. Este es el panorama que describen los comicios de este año, siendo la mera exteriorización de canceres que carcomen al régimen que se pavonea internacionalmente como la «democracia más antigua de la región».
Los portavoces editoriales del establecimiento se dedican a adular los sufragios obtenidos por sus 2 candidatos, queriendo presentarlos ante todo como sesudos votos de opinión «a favor de la paz» o «por la rectificación del proceso de diálogo», y a lanzar elucubraciones analíticas sobre ganadores y perdedores. Pareciera que no quisieran tener en cuenta el importante torrente de votación condicionado por las mafias clientelares y los no menos mafiosos grupos económicos, o el trascendente voto constreñido a culatazo de fusil por los paramilitares re-bautizados. Y claro está, estos analistas ignoran denodadamente que ninguno de estos métodos, aunados a la matriz mediática que se comportaba como una auténtica campaña del miedo, lograron convocar a siquiera la mitad de los electores. Cada vez con mayor impacto se deja ver la crisis e ilegitimidad del régimen político. Los pomposos 7.8 millones de votos del presidente o los 6.9 millones que obtuvo Zuluaga, palidecen ante los 17.2 millones de colombianos que no acudieron a las urnas.
Realizar una disección detallada del voto de cada candidato y de la misma abstención, permitiendo rastrear la ruptura del bloque de poder en regiones y sectores de clase, es un ejercicio necesario para nuestro qué hacer político, pero que supera estas líneas. Solo baste decir que más que sentencias grandilocuentes sobre la «victoria de la paz», por el momento podemos afirmar que dentro de la minoría votante ganó el rechazo al uribismo. Es decir, que no con mucha holgura Santos genera menos aborrecimiento que Uribe, entre quienes votan y sobre todo, entre quienes controlan la votación. Esta realidad decanta un componente característico de la presente crisis del régimen político: las dificultades de recambio y de consenso dentro del bloque de poder. Santos es presidente reelecto, más por la descalificación y rechazo que generan sus contrincantes, que por la confianza o cohesión que él mismo gesta en el seno de su clase, condición que obviamente le pesará en aquello que los asesores estatales llaman gobernabilidad.
La descomposición del sistema político, que puede aguzarse en este segundo periodo de Santos ante la intriga parlamentaria que tejerá la bancada uribista, -recordándonos a los mismísimos nazis en el Reichstag antes de 1933-, los ya señalados límites del actual modelo económico, y las indefiniciones del bloque de poder frente al proceso de paz, ratifican la necesidad del recambio del régimen político mediante una Asamblea Nacional Constituyente para la paz, con la participación directa de los sectores populares históricamente excluidos. De lo contrario, el advenimiento de esta crisis orgánica bien puede ser aprovechada para el remozamiento del régimen con la cara o la cruz de la moneda lanzada en estos comicios de 2014: bien sea a través de un enésimo giro gatopardista como en 1991, cambiando formas para que todo siga igual; o mediante la implantación de un régimen descaradamente neofascista que en todo caso salvaguarde los sempiternos privilegios de las clases dominantes.
Cuando una campaña es tachada por la misma gran prensa del establecimiento, como la más sucia de la historia en un país que en una mató 3 candidatos presidenciales, en otra se cortó la luz y se cambiaron los resultados, o que eligió presidentes con financiación de los carteles de la droga o la motosierra paramiltar, la afirmación no debe ser pasada por alto. Inevitablemente la caracterización del momento político pasa por determinar el cariz de la fractura en el seno del bloque de poder que se expresó en esta pasada contienda electoral.
Es en este campo donde más imprecisiones abundan, desde aquellos que exacerban publicitariamente las diferencias hasta los que de forma simplista y anti-dialéctica homologan las 2 facciones como si la ruptura no existiese. Es clave no caer en esquematismos ni visiones sesgadas.
Como se mencionó anteriormente hablamos de dos caras que responden a un mismo proyecto estratégico del capitalismo transnacional y la derecha continental. Dos caras que bien pudiesen significar dos etapas necesarias en su plan de estabilización oligárquica, con acuerdos en lo fundamental pero con diferencias cardinales en ribetes del modelo hegemónico. Sobra decir que estas controversias amplificadas por la gran prensa han sido la base de la política colombiana a través de su inveterado bipartidismo, que sin tener contradicciones antagónicas ha ensangrentado al país desde el mismo surgimiento republicano. Dentro del «civilismo» colombiano la guerra civil siempre ha sido un recurso frecuente de las elites para dirimir sus disputas y ahora con la incorporación de las mafias al bloque de poder y la mayor participación directa del imperialismo en ambos bandos, de seguro la virulencia de la camorra entre las dos facciones enfrentadas será de grandes proporciones, siendo lo visto en la campaña electoral la mera obertura del espectáculo.
Las matrices mediáticas -incluidas las supuestamente alternativas- poco ayudan a caracterizar estas fracturas: Santos es el diálogo, Uribe la guerra. El santismo es la mermelada, el uribismo el paramilitarismo. Ideológicamente dicen, el santismo es liberal y Uribe es el conservadurismo. Santos es la oligarquía. Uribe el advenedizo. Santos el centralismo bogotano. Uribe las regiones. Una mirada detallada a sus coaliciones bien podrá denotar que pese a las tendencias estas díadas son transversales a los dos bandos.
Hemos hablado de los grandes acuerdos entre los grupos: el modelo económico, el alineamiento internacional con el Departamento de Estado, el mantenimiento del antidemocrático régimen político y la búsqueda de la derrota política del movimiento insurgente. No obstante, en cada uno de ellos las facciones guardan matices que tendrán raigambre en intereses de clase: un uribismo más ligado al latifundio tradicional e improductivo con anclaje en los eslabones más bajos del capitalismo criminal colombiano; y el santismo, expresando a la facción del bloque de poder plenamente integrada al gran capital financiero transnacional y también a estas capas blanqueadas del capitalismo mafioso. Las ataduras, tensiones, ritmos y premuras son distintas, así como las múltiples intersecciones con otras variantes estructurantes de la realidad colombiana, como la guerra interna -y su economía política-, la política en las regiones, entre tantas otras.
Ambas facciones apuestan por el neoliberalismo y el neoextractivismo, pero su propuesta de agro varía. Son las tensiones propias entre el mantenimiento de relaciones auténticamente pre-capitalistas en el campo, mediante tierras ociosas dedicadas a pastos que pese a su improductividad son sustento de poder en otros órdenes a nivel territorial, ó la modernización capitalista acorde a los actuales lógicas de financiarización y transnacionalización ligadas al mercado de las commodities.
Ambos grupos apuestan por ser alfil de la Casa Blanca en la región pero con tácticas diferenciadas: del garrote certero del uribismo que bombardea a Ecuador y conspira abiertamente en Venezuela, a la diplomacia ladina de Santos que desmonta escenarios de guerra abierta pero sigue impulsando la Alianza del Pacífico, firma un acuerdo con la OTAN y respalda a hurtadillas a los golpistas venezolanos desde su embajada en Caracas o con el pequeño Miami otorgado los escuálidos al norte de Bogotá.
Los dos proyectos de la derecha coinciden en su defensa del actual régimen político al que reivindican como democrático. El uribismo quisiera hacer adecuaciones autoritarias en aspectos relacionados con el ejecutivo o la administración de justicia. El santismo por el contrario quiere quemar las naves ante cualquier nuevo intento de bonapartismo y fortalecer los llamados contrapesos institucionales, es decir el control de clase en su conjunto sobre el sistema político, una normalización burguesa luego del recurso excepcional al caudillismo uribista. Pero ninguno de las dos caras del establecimiento concibe la apertura democrática ni la plena inclusión de sectores políticos que como la insurgencia deben ser parte integrante de un nuevo sistema político para la paz.
Finalmente, este establecimiento bicéfalo es monolítico en buscar la derrota política de la insurgencia revolucionaria. La pacificación del territorio es condición sine qua non para la entrada plena de Colombia a la presente faceta del capitalismo global. Para ello el bloque de poder ha hecho la guerra de diversas formas, con especial ahínco en los últimos 50 años. Hoy una facción mayoritaria expresada por el santismo y avalada por el actual gobierno norteamericano considera que es el momento de alcanzar mediante el diálogo un acuerdo de desmovilización y rendición de las guerrillas. Otra facción minoritaria pero estratégica por su poder, condicionada por sus ataduras de clase en el latifundio o la guerra misma [5] , considera engorroso utilizar el diálogo para obtener esta entrega final de armas. He aquí la disyuntiva actual dentro del bloque de poder, alejadas ambas opciones hasta hoy de la propuesta de solución política: la «paz exprés, light y free» de Santos o la «Pax romana» de Uribe.
No obstante, estas posturas no son inamovibles sino que son producto de la dinámica de lucha de clases -incluida las pugnas en el seno de la burguesía-, sino baste con recordar el consenso mayoritario que tuvo la postura de no diálogo durante casi una década y que hoy es desdeñada por aquellos mismos que la encumbraron. Mientras tanto, al pueblo colombiano no le sirve ninguna de estas opciones y deberá seguir luchando en sus diversas formas para conquistar la auténtica paz, la solución política del conflicto social armado, que requiere de la participación directa del pueblo soberano y de un nuevo pacto para la reconciliación nacional. Por eso paz hoy es ANC, solo posible mediante la lucha política y unitaria de todos los sectores populares y democráticos
Las pasadas elecciones expresaron la crisis del régimen en el marco de la cual se desprende un considerable sector de las clases dominantes con posiciones estratégicas sobre la tierra, las FFMM, las decadentes oligarquías regionales y la llamada clase política. Este sector condensado en el Centro Democrático, tiene hoy la particularidad por primera vez en la historia nacional reciente, de estar dispuesto a enfrentar el consenso mayoritario del bloque de poder del que hacen parte y que ha sido su mentor mismo. Uribe ha logrado acrisolar en un solo partido desde narcoparamilitares hasta el señorial falangismo colombiano, pasando por agentes de los halcones norteamericanos, elites políticas y económicas regionales despreciadas en el actual bloque de poder, así como el espectro social y político nuclear de las FFAA.
Sin pretender forzar nuestra realidad, es inevitable encontrar una clara veta neofascista en la proyección del urbismo. Un fascismo macondiano y gansteril, pero con rasgos de continuidad claros, a tono con la crisis global capitalista y la emergencia de la llamada ultraderecha a nivel mundial. Otra vez el fascismo como opción desesperada de una oligarquía que teme el crecimiento y avance de los sectores revolucionarios como en la Europa de entreguerras o en la Colombia de 2002.
Los visos son diáfanos: una alternativa conservadora en medio de una crisis política generalizada, aupada por una recesión económica global y la proyección de una opción revolucionaria; un discurso maniqueo explicativo de la crisis que demoniza al adversario y lo culpabiliza de todo, que en el caso colombiano tiene ahora una ampliación del «terrorismo» al «castrochavismo»; su caudillismo mesiánico buscando encuadrar sectores populares mediante un gran aparato de propaganda; su vindicación de las tradiciones más conservadoras y reaccionarias de la vida social y política; su desdén por las formas institucionales y la inevitable recurrencia a la violencia de sus grupos de choque. Adolece por ahora, después del intento fallido en sus 8 años de gobierno de una auténtica fuerza de masas organizada, pese a que atisban escaramuzas en esta vía, lo que no obsta para la identificación del urbismo con este fascismo del siglo XXI reanimado a nivel mundial ante la debacle del capitalismo liberal, y que en Colombia tiene un guiño especial, como parte de la estrategia continental de combate contra los países del ALBA-TCP.
Sería equivocado endilgarle la totalidad de la votación de Zuluaga a esta opción neofascista, ya que aquí también se reflejan votos de odio y resentimiento contra el presidente Santos por diversos motivos que van desde el aborrecimiento de los linajudos santafereños como lo expresase el escritor William Ospina, hasta el voto castigo de damnificados de su política económica como los papicultores de Boyacá. Lo que no obsta, para subrayar el perfilamiento de la alternativa fascista que busca encarnar el uribismo, y por ende la importancia de la lucha antifascista en todos los frentes posibles. La votación uribista denota un importante contingente urbano de capas medias y bajas que sin ser beneficiarios del proyecto excluyente, son presa del discurso básico y vulgar del neofascismo hecho resonar por los medios de comunicación y las nuevas TIC. «Uribistas por masoquismo» los llamaría Antonio Caballero, pero que nadie olvide que este componente no elitista es la base del ascenso del fascismo a nivel mundial.
A contrapelo de quienes hacen de pitonisas de la civilización capitalista que siempre decretan superados los capítulos más oscuros de la historia, la oligarquía colombiana no tiene empacho en acudir permanentemente a las más reaccionarias opciones cuando siente amenazado su poder. El fascismo -que siempre ha sido una fuerza latente en este país- se potencia remozado en esta coyuntura y de seguro explotará al máximo su tribuna parlamentaria, en pos de consolidarse regionalmente en las elecciones de 2015, sin desmedro a acudir a todas las formas de lucha y al sabotaje político para hacer fracasar el proceso de diálogo con las insurgencias. Nuestra disputa con este neofascismo debe darse en todos los terrenos, especialmente en una gigantesca campaña ideológica hacia los jóvenes y las masas populares que aspiran ser convertidos en sus bases, sin escatimar para ello ningún medio válido para construir nuestra contra-hegemonía, como lo demuestran las experiencias históricas de triunfo contra esta opción vesánica del capital.
El que escruta elige, reza el viejo adagio popular. En un sistema que hemos calificado como antidemocrático fue elegido el candidato más útil a los intereses inmediatos de la mayoría del bloque de poder en nuestro país, no sin los múltiples condicionamientos impuestos por el momento histórico concreto.
Para entender a Santos, más allá de su obvia determinación de clase, no hay que perder de vista de 2 de sus características personales: primera, amamantado con el diario El Tiempo del que el mismo fue subdirector, maneja la matriz informativa de opinión con destreza; segundo, es un pertinaz tahúr en el juego de las cartas. Estamos hablando entonces de un timador profesional, experto en estratagemas y especulaciones. Un adicto al engaño del que hasta los de su misma estirpe desconfían. Si alguien tiene duda así lo podrán certificar Uribe, Samper, Pastrana o su mismo primo Francisco.
El presidente candidato construyó la matriz que homologaba su relección con un plebiscito para la paz. Sus objetivos eran claros: el fortalecimiento de su segundo mandato luego de un cuatrienio que termina con debilidades, y un bálsamo de legitimación para el mismísimo régimen político. Santos buscó una victoria contundente en segunda vuelta que lo potencie en su debate en el seno del bloque de poder contra el uribismo, pero también lo fortalezca en su campaña de imposición de su paz exprés. Nada más elocuente que las palabras del día de su victoria electoral: «El mensaje de hoy es también para las FARC y el ELN. Y es un mensaje claro: este es el fin y hay que llegar a él con seriedad y decisión», en el que pretende esgrimir sus votos como un mandato para la desmovilización insurgente. Para ello desata una gran campaña mediática sobre una especie de Armagedón electoral, que logró mermar la abstención 10 puntos entre primera y segunda vuelta.
Indudablemente fueron millones los colombianos bien intencionados que dieron su voto al presidente Santos bajo el anhelo de la paz. Pero de igual forma, es innegable que para que este anhelo pueda llevarse a cabo no puede confiarse en un personaje de la calaña de Santos, sino que se requiere un proceso político más complejo de ascendencia del poder constituyente hacia la auténtica solución política, que pasa por remover voluntades del mismo bloque de poder que expresa el santismo.
El proceso de diálogo con las FARC-EP entra a un momento determinante. Su feliz término solo es posible a través del acompañamiento protagónico del movimiento popular en una Asamblea Nacional Constituyente, y mediante la comprensión del bloque de poder de que un acuerdo de paz significa reformas políticas sustanciales, entendimiento que solo se dará por la dialéctica de la lucha de clases en todas sus formas.
Mientras los medios se desviven por la rapiña burocrática entre los viejos y nuevos socios del santismo para conformar gabinete, detrás de esta disputa hay unas contradicciones mayores en la coalición dominante. Hay consenso de todos sus grupos en probar el diálogo para llegar al fin de la confrontación armada que requieren sus inversiones, pero los términos de un posible acuerdo con la insurgencia generan los mayores disensos en el mismo gobierno.
La matriz de opinión empieza a ubicar el tema de la llamada «paz sin impunidad» simplificada por los medios como «Cárcel o congreso», que de seguro tendrá una agresiva campaña propagandística ahora que se inicia la discusión sobre Víctimas en la Mesa de La Habana. La pretensión de someter a la insurgencia a una justicia contra la que precisamente ellos se han levantado en armas, no puede ser el punto de partida para esta discusión, sino por el contrario la comprensión del carácter estructural de la violencia emanada del conflicto, que se erige como victimario único tal cual como se empieza a expresar en los acuerdos metodológicos sobre el tema de las delegaciones de paz, la necesaria verdad histórica y la construcción de una nueva normatividad jurídica acorde al nuevo momento político.
Por principio, la prisión no puede ser el destino de los revolucionarios, más allá de los vericuetos jurídicos propios del legalismo santanderista con los que la proponen los portavoces editoriales del establecimiento. Más que someter la solución política al lecho de Procusto de un Marco Legal para la Paz unilateral e inconsulto, como pasa en todos los temas que emanan los diálogos y necesarios para la real democratización del país, se requiere es dar rienda suelta a la potencia creadora del poder constituyente del pueblo soberano. A riesgo de redundar la solución política es un problema político más que jurídico.
Santos se reelige con múltiples compromisos en disputa al interior de la abigarrada coalición que lo apoyó, difíciles de conciliar en términos generales. La lucha política dentro y fuera de su coalición, dentro y fuera de la institucionalidad será determinante para darle el cariz a su segundo mandato, así como circunstancias persistentes en los terrenos económicos, institucional o internacional. No podemos confiar en que Santos le sea fiel a un mandato que no le pertenece, cuando ni siquiera le ha sido leal a los suyos. La auténtica paz debemos conquistarla con la lucha popular e imponérsela al gobierno nacional.
Grandilocuentemente Santos se cree signado por el demiurgo para entrar él mismo en mayúsculas en la historia nacional y universal como el estratega de la finalización de nuestro extenso conflicto armado. Efectivamente se encuentra ante una posibilidad única de contribuir a dar un paso adelante en la solución política, pero eso dependerá de su determinación para posibilitar el proceso constituyente en ciernes que empieza a gestarse y que puede condensar los anhelos de paz del pueblo colombiano y dar cauce a los importantes avances realizados en La Habana.
De forma interesante esta reelección atípica ha propiciado un espacio de encuentro de diversas fuerzas progresistas. Este frente por la paz tiene todas las potencialidades si logra identificar que hoy en Colombia paz se llama Asamblea Nacional Constituyente y no queda sometido a la férula de prematuros afanes electorales. Nada más equivocado en estos momentos que revivir espíritus sectarios sobre los múltiples caminos que en medio de la turbación de las vueltas presidenciales y la instrumentalización de la paz, tomaron los distintos actores del sector democrático. La conquista de la solución política a través de una ANC, requiere el concurso unitario de los abstencionistas, del ascendiente voto en blanco y de aquellos que votaron por Santos porque honestamente querían la paz. Es más, en la necesaria unidad por la paz y la constituyente debemos convocar a muchos votantes del Centro Democrático que lo hacen más por oposición al mal gobierno de Santos que por adscripción fascistoide. Requerimos pues impulsar un gran acuerdo por la Paz y la ANC, que no se deja encorsetar en partidos ni plataformas electorales o apoyos gubernamentales, y que requiere ratificarse en las calles exigiendo estas dos reivindicaciones centrales para el pueblo colombiano.
La relación intrínseca de ambas consignas hace que hoy sean inseparables: Nueva constitución para la solución política, solución política para una nueva constitución. En este sentido, la unidad táctica por la paz, se convierte necesariamente en unidad política para la convocatoria de una ANC donde nos encontremos todos. Es una ANC para la paz, un nítido espacio de unidad popular y de todos los sectores democráticos, ya que no aspiramos un escenario excluyente sino que busca aglutinar a las fuerzas vivas de un nuevo país. No estamos hablando del triunfo final de nuestro proyecto revolucionario que no se agota en esta conquista, pero sí de los mínimos requeridos para el logro de la paz democrática con justicia social.
No basta con el llamado genérico a una paz etérea, sino que debemos ganar en afianzar el concepto de solución política que incluya los necesarios diálogos de las partes beligerantes y el abordaje de las causalidades estructurales de la guerra. La visión maniquea de la paz como mero acallamiento de los fusiles, como proceso unilateral de sometimiento de la insurgencia al statu quo, como si se estuviera dialogando con una guerrilla derrotada, hoy sigue afincada en muchas expresiones políticas del país, pero no logra conformar el acervo necesario para un auténtico frente unitario por la paz coherente con los intereses populares. Los patriotas colombianos sabemos de sobra que no basta con hablar de paz, si se sigue desarrollando la guerra contra el pueblo.
Una Constituyente para la paz, debe no solo refrendar y reglamentar lo ya acordado en La Habana, ni únicamente dirimir las profundas salvedades y disensos de las partes consignados hasta ahora, sino dar rienda suelta al poder creativo del constituyente primario. Las mesas de diálogos será solo uno de los torrentes democráticos que confluyan en este proceso constituyente. En este sentido sin empachos y ante el agotamiento efectivo de los resquicios democráticos de la Constitución de 1991 pese a sus nostálgicos, la ANC para la paz debe abordar todos los temas sustantivos que ya el poder constituyente,- el nuevo poder en ciernes que expresan los movimientos populares- viene enarbolando. En esta ANC para la paz deben encontrarse todos los movimientos constituyentes y empalmarse sus agendas; no es un ejercicio fundamentalmente jurídico, sino que es un ejercicio de lucha política.
Para garantizar estos objetivos de expresión y unidad del pueblo soberano, la ANC para la paz debe comprender varios aspectos: a) El carácter de la ANC debe ser soberana, abordando los acuerdos y desacuerdos de la mesa de diálogos pero no circunscrita a éstos solamente. b) La ANC deberá asegurar que su conformación no reproduzca al actual poder constituido que se quiere reemplazar. En este sentido, se debe avalar participación directa y proporcional en esta ANC de las organizaciones insurgentes, los movimientos sociales y populares, los gremios, la academia, los partidos políticos nacionales y de todas las regiones de nuestro país. c) Las temáticas asumidas por la ANC para la paz, no deben tener más dique de contención que la voluntad del pueblo soberano y no acotarse por los actuales poderes constituidos que busca superar. Acordes a nuestra Plataforma y a las reivindicaciones más inmediatas del pueblo colombiano la ANC debe abordar entre otros aspectos la necesaria profundización, fortalecimiento y expansión de la carta de derechos existentes, la real democratización del Estado desde una profunda reestructuración de todas sus ramas y órganos, la construcción de un régimen económico que garantice los derechos sociales y colectivos, y el reordenamiento de las relaciones internacionales mediante la conquista de la soberanía nacional. La tarea inmediata en términos de contenidos de una nueva constitución debe ser compendiar el inmenso acumulado de propuestas populares y traducirlas en una propuesta de auténtico mandato alternativo.
Nos encontramos pues ante un convulsionado y cambiante momento político, menos por la «gabitenología», «gobernanza» y demás intrigas mediáticas que urden las clases dominantes, y más por la crisis y desgaste en el bloque de poder y la persistencia de la resistencia popular. El desenlace de estas coyunturas críticas, solo están dadas por la acción de los sujetos políticos, y nos corresponde estar a la altura de las circunstancias, manteniendo una intensa praxis revolucionaria en pos de una auténtica solución a nuestro conflicto social y armado. La salida que depende de todos nosotros pasa por esa Asamblea Nacional Constituyente donde esperamos reencontrarnos todos para hacer parir un nuevo país.
Como Maradona, Messi o James, con garra, fuerza y duro con la izquierda.
¡Nos vemos en la Constituyente!
NOTAS:
[1] Notas elaboradas para la invitación del Seminario Nacional de la Juventud Rebelde. Neiva, 28 y 29 de junio de 2014.
[2] Ver Banca colombiana es cada vez más rica y menos generosa. UN Periódico. Marzo de 2014.
[3] Al respecto de este concepto ver ESTRADA ALVAREZ, Jairo. Derechos del capital. 2010..
[4] Pese a las polémicas en la caracterización de los actuales regímenes políticos latinoamericanos que superan la pretensión del presente artículo, se parte de la diferenciación dentro de los mismos regímenes denominados genéricamente como gobiernos alternativos. Al respecto ver entre otros KATZ, Claudio. América Latina: tres proyectos en disputa.2012.
[5] Aunque corresponde a temas de mayor profundidad, se está en mora de la caracterización desde la economía política de la dinámica de la guerra en Colombia. Solo a manera de idea provocadora el país ha vivido desde la declaración de guerra integral de Cesar Gaviria una versión particular de lo que Jorge Beinstein llama para el caso norteamericano «keynesianismo militar», conformando un auténtico complejo militar-económico, convirtiendo la guerra misma en un renglón cardinal de la economía nacional que morigera el creciente ejército industrial de reserva, configura los militares colombianos por tamaño y relevancia como una auténtica capa social, constituye capas burguesas rentistas del conflicto y grupos políticos bélico-clientelares, alrededor de los ingentes contratos de las FFMM que van desde la intendencia hasta los analistas de seguridad.