El 18 de octubre de 2019, hace poco más de un año, Chile “estalló” cuando un grupo de estudiantes fue duramente reprimido al “saltar el torniquete” del Metro en protesta por el aumento de la tarifa de transporte. El conflicto escaló rápidamente, generando una ola de protestas masivas en torno a un mínimo común denominador: “no son 30 pesos, son 30 años”.
Tras ese eslogan había un movimiento tan inorgánico como enérgico, sin una agenda muy clara y desprovisto de líderes, pero capaz de ganar legitimidad social y sostenerla en el tiempo. El movimiento condensaba años de frustración con el sistema político, con el modelo de desarrollo, y con las promesas incumplidas de ambos. Los carteles, pancartas y grafitis referían al sistema de pensiones, al acceso y la calidad de la salud, al medio ambiente, a la educación, a la vivienda, y a la corrupción. Eventualmente fue cristalizando un diagnóstico en torno a la dignidad y al problema de la desigualdad social.
Dicha desigualdad refería no solo al ingreso, sino al trato y al acceso a derechos fundamentales de ciudadanía social y a la justicia. Así, nuevas generaciones de chilenos, más educados, pero también con expectativas de movilidad ascendente frustradas por los techos de cristal propios de una sociedad estamental, tomaron las calles.
Esta demanda social comenzó también a resonar con una vieja demanda de sectores políticos de la centro-izquierda, de elites intelectuales y de movimientos sociales que en el pasado se habían nucleado en torno a la necesidad de cambiar la Constitución, heredada de la dictadura de Pinochet. Ya hubo reformas. La de 1989 fue la que eliminó la mayor parte de los aspectos no democráticos de la Constitución de 1980. En 2005 se avanzó aún más en la eliminación de barreras o frenos al desarrollo de una democracia política plena.
No obstante, la Constitución de 1980 sigue siendo “tramposa”, en tanto ancla institucionalmente componentes clave del modelo socioeconómico. Ese modelo es responsable del crecimiento económico, pero también de la desigualdad en la distribución de sus rentas y beneficios. La Constitución también se vincula a un sistema de privilegios que ha permitido, y sólo sancionado con medidas irrisorias, la colusión evidente entre sectores empresariales y la casta política. La presencia de una justicia “para pobres” y otra “para ricos” constituye otra demanda tras el movimiento.
No es casualidad, con ese trasfondo, que la violenta represión de las primeras protestas y la violación frecuente de derechos humanos en dicha represión terminase catalizando la protesta y el sentimiento anti-elite. En el punto más álgido del estallido, al borde de una posible intervención militar más decidida, y bajo rumores de huelga policial (pocos días después de que un conflicto similar había terminado con el derrocamiento de Evo Morales en Bolivia), los líderes políticos llegaron a un acuerdo.
Así, ante el desborde institucional, asediados por una ola de protestas que no podían controlar, y sin capacidad de someter a control civil a las fuerzas policiales, los partidos políticos decidieron abrir una vía institucional para la reforma de la Constitución.
En la madrugada del 15 de noviembre firmaron el “Acuerdo Por la Paz Social y la Nueva Constitución” que establecía la realización de dos plebiscitos, uno de “entrada”, el que finalmente se realizó el 25 de octubre, y uno de “salida”, en 2022. El Acuerdo concitó apoyos transversales. Los partidos que durante años eligieron desmovilizar a la sociedad civil y competir en base a lógicas que barrían el conflicto distributivo bajo la alfombra, parecían haber encontrado una fórmula para conducir la movilización al cauce institucional. El verano y la pandemia hicieron el resto. Con toque de queda desde marzo y con una crisis económica y sanitaria que volvió vívidos e inmediatos recuerdos de la crisis de 1982, la protesta se apaciguó. No obstante, las consecuencias económicas y sanitarias de la pandemia también terminaron castigando, mucho más duramente, a los sectores populares.
Los resultados del plebiscito en Chile muestran que el país no estaba polarizado, como se argumentó durante la campaña electoral, por parte de los defensores del Rechazo.
Al poco tiempo de haber iniciado un desconfinamiento gradual y parcial, luego de haber sido postergado a principios de año, Chile celebró el domingo 25 de octubre el plebiscito por la nueva constitución. El 78% votó por aprobar una nueva constitución. Un porcentaje similar eligió la Convención Constitucional como órgano encargado de redactar la nueva Constitución Política de Chile. Aunque solamente asistió a votar 50% del padrón electoral, votó más gente que nunca (más de siete millones y medio), abriendo así un proceso a partir del cual Chile tendrá, por primera vez en toda su historia republicana, una Constitución redactada y ratificada en democracia. La Convención Constitucional representará, además, la primera de la historia con una conformación paritaria en términos de género. Esto último refleja una victoria de la nueva ola del movimiento feminista, uno de los protagonistas más relevantes y articulados del movimiento social, tanto antes como después de los eventos de octubre de 2019.
Los resultados reflejan claramente un clivaje de clase. El Rechazo (a una nueva Constitución) ganó sólo en las tres comunas más ricas de Chile: Vitacura, Lo Barnechea y Las Condes. Estas tres comunas no sólo acumulan casi toda la riqueza y capital de Chile, sino que también concentran el poder político y técnico. En Providencia, otra comuna ABC1, el Apruebo obtuvo 64% de los votos. En todo el resto de Chile, con la excepción de la Antártida (donde la mayoría de los votantes son militares) y de una comuna rural en el norte del país (Colchane), la victoria del Apruebo fue aplastante. Si se analizan las regiones, en el Norte el Apruebo ganó con 86% en Atacama y 84% en Antofagasta. En la Región Metropolitana (RM) de Santiago, obtuvo 79%. En esta región, el Apruebo logró las votaciones más altas en las comunas más pobres. En el sector Norponiente, en Quilicura, recibió el 87% de los votos; en Renca, 88%. En Lo Espejo y La Pintana, comunas populares del sector poniente, el Apruebo obtuvo el 88%. También recogió ese porcentaje en Puente Alto, una comuna popular y la más grande y poblada de Chile.
En las comunas más pobres y populares no sólo ganó el Apruebo de manera contundente, sino que también aumentó de manera bastante significativa la participación electoral. En Puente Alto, en la segunda vuelta de la elección presidencial de 2017 votaron 167.068 personas, el 43% del electorado, y en el plebiscito lo hicieron 228.628, 57%. En Maipú, la segunda comuna más poblada de Chile, en el suroeste de la Región Metropolitana, en la segunda vuelta de 2017 votaron 195.843 personas, 52% del padrón. En el plebiscito votaron 243.011, 62,3%. En Quilicura, una comuna muy pobre, la participación fue de 48% en 2017 y llegó a 60% el domingo, mientras que en La Pintana, que tiene características similares, pasó de 37% a 52% de una instancia a la otra.
La mayor votación tiene un componente generacional y potencialmente disruptivo para el sistema: nuevas generaciones de votantes se incorporaron y descubrieron que mediante el voto también se pueden gestar cambios relevantes en el país. Es probable que estos nuevos votantes sigan participando y presionando por cambios a un sistema acostumbrado a competir por el voto de generaciones mayores, cuyas claves de movilización son las del pasado.
Los resultados muestran también que el país no estaba polarizado, como se argumentó durante la campaña electoral, por parte de los defensores del Rechazo. Dicha posición también fue amplificada por el sistema de medios tradicional. Sin embargo, los resultados reflejan la presencia de una amplia mayoría social tras la opción del Apruebo. Esa mayoría probablemente emergió de una frustración sostenida con la incapacidad de avanzar en cambios graduales al modelo de desarrollo durante estas últimas décadas. Esas demandas, aunque “moderadas”, chocaron persistentemente con un bloqueo sistemático por parte de la elite económica y del sistema político (financiado por dicha elite) y parapetado en los resguardos institucionales “al modelo” integrados en la Constitución de 1980.
Aunque la movilización social irrumpió fuerte en 2006 y luego en 2011, el sistema tradicional se movilizó para bloquear cambios significativos al modelo. Así, el estallido de 2019 y la consiguiente apertura de la vía institucional para la reforma de la Constitución terminaron por consolidar una noción problemática: el desborde institucional y la violencia terminó constituyendo la única forma de abrir la posibilidad de empujar efectivamente por cambios en el modelo. Tras años de bloqueo y tras el violento desborde de 2019, el sistema político chileno se enfrenta hoy con múltiples demandas de cambio, todas urgentes, la mayoría invertebradas. Y debe responder a dichas demandas, lidiando además, con liderazgos desgastados, en ausencia de organizaciones partidarias medianamente institucionalizadas, y asediadas por un déficit profundo de legitimidad y confianza.
La votación refleja la irrupción de un movimiento electoral que en términos de participación y de sus preferencias sustantivas impugna al establishment. Sin embargo, dicha movilización electoral (corolario de la movilización en las calles), no tiene hoy un correlato organizacional que articule y canalice las demandas e intereses de esa amplia mayoría.
Dicho de manera breve, los resultados del plebiscito del domingo reflejan no sólo la reversión de la abstención electoral (la que en sordina señalaban hace tiempo el descrédito de la clase política y el descontento ciudadano), sino la irrupción de un movimiento electoral que en términos de participación y de sus preferencias sustantivas impugna al establishment. Sin embargo, dicha movilización electoral (corolario de la movilización en las calles), no tiene hoy un correlato organizacional que articule y canalice las demandas e intereses de la amplia mayoría cristalizada en el resultado electoral.
Chile no cuenta hoy con un frente popular al estilo del Movimiento al Socialismo (MAS) en Bolivia o del Frente Amplio en Uruguay, capaz de articular, organizar y movilizar de modo sistemático a los sectores populares y medios. En un contexto democrático, la incorporación política de dichos sectores requiere, como condición necesaria, la existencia de organizaciones políticas medianamente institucionalizadas. Los partidos políticos chilenos, no obstante, tienen hoy “la columna vertebral fracturada” y operan, además, en un contexto en que otras instituciones clave han venido perdiendo legitimidad y confianza de modo sistemático y sostenido al son de escándalos de corrupción que han irrumpido de modo frecuente en la última década (por ejemplo, las fuerzas de orden, la justicia, los medios de comunicación y la Iglesia).
La ausencia de articulación política supone un problema fundamental para el proceso que hoy se abre en Chile. El desafío de ese proceso es transformar un movimiento “destituyente” en una Convención Constituyente. Y para que el debate constituyente adquiera legitimidad social, dicha Convención Constituyente debe reflejar una diversidad social y política que el sistema político tradicional no ha logrado representar. La consolidación de proyectos políticos estables es también un desafío para el tipo de estabilidad que seguirá a este proceso de transformación. ¿Cómo será el sistema político chileno de los próximos veinte años? ¿Qué tipo de estabilidad se consolidará, cómo será la “nueva normalidad” política?
Ante la ausencia de capilaridad organizacional de la política, la estridencia del resultado del plebiscito puede ambientar también mayores niveles de polarización y movilización anti-política. Los actores políticos ambiciosos tienen cada vez más incentivos para intentar “despegarse” del establishment y recurrir al atajo de polarizar el debate para suplir el vacío de representación y organización política. Este tipo de incentivos puede ambientar la irrupción de liderazgos hegemónicos de corte populista, o bien profundizar una polarización fragmentada del sistema y del debate constitucional.
En ese contexto y en medio de un calendario electoral nutrido (entre 2021 y 2022 se elegirán convencionales, autoridades locales y regionales, un nuevo parlamento y un nuevo liderazgo presidencial), Chile debe discutir y aprobar una nueva constitución que represente más balanceadamente los intereses de una sociedad que es mucho más plural y compleja que lo que el sistema político puede representar.
La política tiene hoy una oportunidad para reconectar con la ciudadanía y volver a conducir. Para lograrlo, debe entender que el desafío que tiene por delante no se agota en lograr el “éxito” en la próxima ronda electoral. Ese éxito puede terminar dejándolos rápidamente en una situación como la que enfrenta el presidente Sebastián Piñera desde el estallido: tiene el cargo, pero no tiene ni el poder ni la legitimidad social suficiente para gobernar efectivamente al país.
El 25 de octubre torció la historia y constituye un paso necesario hacia la construcción de una democracia plena en una sociedad que aspira al desarrollo. Como resultado, la política tiene hoy una oportunidad para reconectar con la ciudadanía y volver a conducir. Para lograrlo, debe entender que el desafío que tiene por delante no se agota en lograr el “éxito” en la próxima ronda electoral. Ese éxito puede terminar dejándolos rápidamente en una situación como la que enfrenta el presidente Sebastián Piñera desde el estallido: tiene el cargo, pero no tiene ni el poder ni la legitimidad social suficiente para gobernar efectivamente al país.
El gran desafío radica entonces en canalizar institucionalmente y articular organizacionalmente la representación de sectores populares y medios, y de una nueva generación que decidió abrir una línea de crédito a la política institucional. Sin embargo, el crédito tiene plazos cortos, y carece de mecanismos de re-programación.
* Juan Pablo Luna es doctor en Ciencia Política por la Universidad de Carolina del Norte y profesor titular del Instituto de Ciencia Política y Escuela de Gobierno de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Fernando Rosenblatt es doctor en Ciencia Política por la Pontificia Universidad Católica de Chile y profesor Asociado de la Escuela de Ciencia Política de la Universidad Diego Portales.
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