Izquierda es una palabra que, a fuerza de mal uso y de abuso, como ocurre con democracia, socialismo, justicia e igualdad, parece haber perdido todo sentido e introducir una cierta ambigüedad cuando se trata de explicar los procesos sociales y las identidades políticas. Esto revela los permanentes intentos de sustitución del lenguaje que buscan levantar […]
Izquierda es una palabra que, a fuerza de mal uso y de abuso, como ocurre con democracia, socialismo, justicia e igualdad, parece haber perdido todo sentido e introducir una cierta ambigüedad cuando se trata de explicar los procesos sociales y las identidades políticas. Esto revela los permanentes intentos de sustitución del lenguaje que buscan levantar una cortina de humo sobre la realidad, esconderla o disfrazarla en vez de ponerla en evidencia. En ese empeño, vaciar las palabras de su contenido, sustituirlas por fraseología hueca o pervertir su sentido, daña la capacidad de comunicación del ser humano, introduce la confusión, opera una suerte de asimilación de contrarios. «Hoy resulta que es lo mismo, ser derecho que traidor«, escribía Enrique Santos Discépolo. En vez de pueblo se habla de gente y en vez de izquierda de progresismo. ¿Se trata de lo mismo o se intenta confundir la significación de étimos diferentes y hasta contrarios?
¿Qué entendemos por izquierda, democracia, ciudadanía, socialismo, proyecto y transformación? Nadie quiere escuchar o leer más recetas. Sería iluso, después de las lamentables desviaciones constatadas en el siglo XX, persistir en tratar de elaborar fórmulas rígidas para interpretar e intervenir la realidad, o pretender poseer la verdad absoluta y conocer al dedillo el correcto camino a seguir. Otra cosa es tener convicciones, principios y proyectos así como la voluntad de llevarlos a cabo, y verificar cada día, contrastando el pensamiento a la realidad, la adecuación del primero a la segunda. Tal método, enraizado en la práctica política, en la profundización y en la extensión permanente de los derechos de cada cual, debiese acercarnos a la verdad. Para ello, el tiempo siempre es ahora. Y los interpelados siempre seremos nosotros.
Las viejas ideologías de izquierda producen desazón, desconcierto y hasta rechazo entre quienes, a falta de un aggiornamento doctrinario convincente, no sintonizan con el siglo XXI, no logran entender la sociedad real tal cual es, ni pensarla como pudiese o debiese ser. Hubo momentos en que el camino parecía más fácil porque había modelos que seguir o de los cuales inspirarse. Modelos que, desafortunadamente, no llevaron a buen puerto. Hay dos ejemplos de aquello que me parecen esclarecedores. De una parte el capitalismo de Estado, el mal llamado «socialismo real» que no era real ni era socialismo. De la otra la socialdemocracia que terminó negando la democracia y lo social.
En un principio el socialismo se expresó en una serie de teorías que, aun cuando describían muy realistamente los males que derivaban de las desigualdades producidas por la sociedad capitalista, señalaban de manera muchas veces abstracta o «utópica» los posibles remedios. Estas doctrinas socializantes arrancaron de las ideas del igualitarismo y la fraternidad que nacieron con la Revolución francesa. Así, durante el siglo XIX el socialismo agrupaba a un conjunto de doctrinas que se oponían al individualismo característico de la teoría económica clásica y que proponían una mayor injerencia del Estado, o de lo colectivo, en la economía como único mecanismo para garantizar la justicia social. En Inglaterra, Robert Owen intentó traducir un ideal abstracto de rescate social en un auténtico programa político cuyo «brazo armado» consistía en la asociación cooperativa de los productores, mientras que en Francia, Charles Fourier y Saint-Simon propusieron formas asociativas y cooperativas entre capital y trabajo y entre asociaciones de solidaridad y de reivindicación social. También hubo propuestas de reorganización revolucionaria más directamente políticas, como la de Auguste Blanqui, quien acentuaba la autogestión en el proceso productivo.
Polemizando con estas respuestas al capitalismo en pleno desarrollo y a sus desastrosas consecuencias para el proletariado, Karl Marx desarrolló su teoría acerca del socialismo sobre bases denominadas «científicas» a través del estudio de las contradicciones internas del capitalismo adjudicándole una importancia vital a la manifestación explícita de los intereses opuestos de las clases sociales, y un papel protagónico a la clase obrera en la superación del capitalismo como modo de producción. Es así como nace la distinción entre socialismo utópico y socialismo científico.
Sucesivamente el pensamiento de izquierda se fue construyendo en el capitalismo, desde el capitalismo, en paralelo al desarrollo del capitalismo. Siempre parecía haber respuestas, diversas, contradictorias, y a veces claramente antagónicas, pero siempre era posible encontrar guías para la transformación.
Hoy el cuadro es distinto. Hoy no hay modelos, y eso no es necesariamente negativo. En la historia de las ideas de izquierda aflora como uno de los principales puntos de inflexión la caída del muro de Berlín en 1989. La principal importancia de los sucesos derivados del derrumbe de los llamados «socialismos reales» (que no eran más que capitalismos de Estado), radica en que ese proyecto representó el símbolo más importante de la realización política que impulsaba la izquierda vetusta. Si esa forma de «socialismo» fracasó, el capitalismo, por el contrario, no triunfó: los problemas que este último engendra permanecen, se agudizan. Se trata justamente de los problemas de justicia social que la utopía comunista pretendía resolver por medio de un sistema que aseguraba el pan a cambio de la negación de la libertad.
El capitalismo agónico de la actualidad pretende asegurar la libertad a cambio de la negación del pan. Sobre la actual crisis del socialismo, el cientista político Norberto Bobbio ofrece una aguda reflexión: «el dramatismo sin precedente de estos eventos está en el hecho de que ocurrió la crisis de un régimen o la derrota de una potencia invencible. Aconteció lo contrario en forma que parece irreversible: la transformación total de una utopía, una de las más grandes utopías políticas de la historia (exceptuando la utopía religiosa) en su exacto contrario; (esta utopía) empujó a enteras masas de desheredados a la acción violenta, induciendo a hombres de alto valor moral al sacrificio de la propia vida y a afrontar la prisión, el exilio y los campos de exterminio».
En la actualidad, ninguno de los grandes problemas sociales y políticos para los que el socialismo y el comunismo aparecían como alternativas ha encontrado solución. Lo que deja la cuestión del capitalismo como un desafío propio del presente siglo. La Izquierda de hoy debe reconstruir sus bases doctrinarias. Por ningún motivo debe caer en los peligrosos revisionismos que ya conocemos, sobretodo con sus vertientes más «renovadas». Los principios que nos orientan son los mismos. El capitalismo se ha transformado, intenta sobrevivir, volver a imponerse sin contrapeso. Nosotros debemos proponer nuevas herramientas para interpretarlo y superarlo. Bajo pena de perder el siglo XXI.
Izquierda, como concepto y espacio de lucha, permite enfrentar el futuro con una identidad clara, sin ambigüedades. Pero requiere ser redefinida. Recuperar su potencia original, la brillante promesa del desarrollo inmoderado de las libertades. Un buen punto de partida puede ser la definición que nos brinda Karl Polanyi en su ya clásico libro «La Gran Transformación», donde plantea al socialismo como «la tendencia inherente en una civilización industrial a trascender al mercado autorregulado subordinándolo conscientemente a una sociedad democrática. Es la solución natural para los trabajadores industriales que no ven ninguna razón para que la producción no sea regulada directamente y para que los mercados no sean más que un aspecto útil pero subordinado de una sociedad libre»(1).
Esta visión implica unas premisas bastante profundas, tiene su particular forma de observar la democracia, el mercado, la producción y la autonomía de los grupos subalternos. Polanyi se refiere a los obreros industriales. Hoy la izquierda debe ampliar ese concepto a las múltiples manifestaciones de lo que puede ser categorizado como los grupos productivos-subalternos, que incluye el amplio espectro de trabajadores de servicio, indígenas, estudiantes, el vecino, etc.
La izquierda vista como la expansión incesante de espacios democráticos en el proceso productivo (el control democrático del lo que producimos, el cómo producimos y cómo distribuimos los excedentes de esa producción social) es algo que va más allá de lo que tradicionalmente se entendía por socialismo o comunismo: la estatización de los medios de producción, y su explotación bajo la Planificación centralizada de un aparato burocrático. Lo anterior no es una idea nueva: desde la socialdemocracia hasta el anarquismo han renegado de esa posición. Quizás lo nuevo sería el cómo entendemos esta democratización de la esfera económica y nos diferenciamos de lo que vendrían a ser falsas dualidades dentro del campo de la izquierda (dualidades que nos obligan a tener: leninismo o socialdemocracia, planificación centralizada y burocrática o economía social de mercado, en fin el comunismo o la socialdemocracia).
Eric Olin Wright(2) plantea que el socialismo habla del control social de los espacios productivos y reproductivos de la sociedad, el control mediante procesos deliberativos de los espacios político-económicos que constituyen los grandes núcleos de poder social actual. En este sentido, ejemplos como el ya clásico Presupuesto Participativo de Porto Alegre, las Juntas del Buen Gobierno por parte del EZLN en México, las experiencias de los piqueteros de fábricas autogestionadas en Argentina, lo que ha sido Wikipedia como enciclopedia cibernética libre y gratis, el movimiento del software libre, serían ejemplos de lo que es la constante apropiación social de sus espacios de producción y reproducción.
No sólo eso, sino que esos mismos actos niegan activamente el principio de la mercantilización , dándole un sentido diferente a la producción, a los espacios sociales, a Internet, generando desde la propia base un tejido social que es esencialmente crítico. Una economía de mercado se sustenta en la transformación de los pilares mismos de cualquier sociedad (hombre-naturaleza-medios productivos y sus interrelaciones) en mercancías, o sea, una economía de mercado no puede existir sin una sociedad de mercado, donde el hombre pasa a ser fuerza de trabajo (una mercancía), la naturaleza pasa a ser un bien transable (otra mercancía) y los medios productivos se privatizan, o sea, la estructura social se organiza al ritmo de la necesidad de acumulación, la esfera económica se desarraiga de las instituciones sociales, y más aún, hegemoniza tales espacios, transformando las bases de la sociedad en lo que Polanyi definiera como «mercancías ficticias» (el hombre, la Naturaleza).
Lo que implica el control social (principio democrático fundador de la izquierda) es «desmercantilizar» estos espacios democratizándolos, o sea, negar positivamente el modelo desde sus propios pilares. Bajo esta perspectiva la izquierda no puede ser un programa constituido previamente (una especie de «ladrillo» pero de la Izquierda), en un conjunto de políticas públicas nacidas desde el Estado para la ciudadanía pasiva, ni una estrategia para conquistar el Estado («la izquierda no yace en un proyecto de ley» afirmaba genialmente Gramsci).
La izquierda también tiene un lazo profundo con la democracia, y si es así, también con la necesidad de hacer que la democracia supere los procedimientos formales y llegue a las bases materiales de las relaciones de poder actuales. Eso es así por la convicción de que, como afirman Antonio Negri y Félix Guattari (3), «no hay democracia posible sin la solución del problema del trabajo y del dominio. Toda forma de gobierno democrático debe ser también una forma de liberación de la esclavitud del trabajo, una nueva organización libre de la cooperación productiva». Hemos hablado de negación-positiva de los procesos mercantiles.
Con esto me refiero a que, la sociedad de izquierda no es un Estado al cual llegar, sino que, parafraseando a Marx y Engels, es un proceso que niega y supera la realidad. Es un proceso activo en el cual nuestras acciones generan espacios alternativos, la propia manifestación es un proceso de autoafirmación. Por ejemplo, las manifestaciones homosexuales no son sólo para exigirle al Estado determinado proyecto de ley, son manifestaciones que en sí mismo son liberadoras. Sus atuendos, expresiones, sus acciones y su forma de mostrarse ante la sociedad, son en sí mismas emancipadoras (al momento de enfrentarse ante la sociedad, asumen su condición y perseveran en su ser). Ese tipo de expresiones auto afirmativas son las que interpreto como negación positiva, y se basan en que en el mismo proceso de acción política se generan los espacios liberadores.
Con el énfasis en estas experiencias auto afirmativas como acción política queremos distinguirnos de los sectores de la Izquierda vetusta que ven la movilización, las protestas y las acciones sociales sólo en términos instrumentales, como medios para alcanzar un objetivo deseado (generando una división entre los sujetos que asumen el rol de medios y los que piensan en los fines) (4).
¿Cómo categorizar lo anterior? ¿Qué somos: revolucionarios, reformistas? ¿Leninistas, socialdemócratas? en última instancia «¿Reforma o revolución?». Ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario. Una de los temas esenciales que como impulsadores de lo nuevo debemos sacar de nuestros hombros son las ahora falsas dicotomías de las izquierdas del siglo XX.
Estas obligaciones a categorizarnos entre dualidades han dejado de lado alternativas que hoy consideramos más creativas (siendo, en su esencia, mucho más radicales que aquellas alternativas que nos proponían). ¿Queremos reformas o quiebre radical? ¿Extremistas o moderados?
Ante esto proponemos (con toda la irresponsabilidad posible) un fuerte «éxodo» de sus alternativas y parámetros. Tal como Paolo Virno (5) planteara, «en lugar de afrontar el problema eligiendo una de las alternativas posibles, se cambia el contexto en el cual se inserta el problema. El «exit» consiste en una inversión desprejuiciada que altera las reglas del juego y hace enloquecer la brújula del adversario» .
Nuestro «éxodo» cambia sus parámetros y rechaza sus dicotomías. Más aún, y a pesar de lo extraño que parezca, considero que las alternativas categorizadas como reformistas o revolucionarias guardan en su esencia, un acuerdo implícito, un consenso tácito. Este consenso yace en ver al Estado como el medio necesario para, desde sus aparatos, realizar las transformaciones. La promesa leninista era «apoya la toma violenta del Estado para que desde allí, nosotros, el Partido-Vanguardia hagamos las transformaciones necesarias», mientras que la promesa socialdemócrata es «vota por nosotros (Partido o Coalición) para las elecciones de tus representantes ante el Estado, para que, desde allí hagamos las transformaciones necesarias».
Su propuesta guarda dos premisas: 1. El sujeto social es esencialmente pasivo, apoya o vota para que una elite (revolucionaria o burocrática) haga las transformaciones. 2. Las Transformaciones se hacen desde el Estado hacia abajo, no desde abajo hacia el Estado (6).
Estas dos premisas son puestas en duda por nuestra perspectiva. Ya he planteado que nuestra propuesta guarda relación con las prácticas auto afirmativas, con el énfasis en el carácter «social» de la Izquierda, que pone su luz en la necesidad de que los propios grupos subalternos comiencen a tomar poder en sus espacios, desmercantilizando sus espacios mediante sus propias acciones. Sólo de esta forma podemos comenzar a construir las bases sociales, políticas y de poder que puedan a largo plazo, generar tal tejido social que sea capaz de llevar en sus hombros la transformación absoluta del capitalismo hacia el socialismo.
En este sentido, lo que buscamos es generar un «contrapoder» en una estructura social, construir el clima de una dualidad de poder; el poder democrático-popular contra el poder centralista-mercantil. Esta estrategia (que es un fin en sí mismo) se acerca mucho al grito en el desierto que dio Antonio Gramsci cuando criticaba desde la cárcel fascista, tanto a los maximalistas como a los reformistas de la Izquierda italiana. Su propuesta de cambio de estrategia de la «guerra de movimientos» a una «guerra de posiciones» se centra en las nuevas realidades de las sociedad occidentales, donde los centros de poder existentes en la sociedad civil hacían de ésta una compleja red donde confluían poderes y saberes que en conjunto construían una hegemonía sobre los grupos subalternos (haciendo así al Estado un Poder recubierto de múltiples poderes en la esfera de la sociedad civil, la esfera política rompe los marcos liberales del Estado, insertándose en la sociedad civil).
Estos poderes y saberes se centraban en el desarrollo de nuevas instituciones de construcción de verdades (Escuela, Universidades, Iglesias, Medios de Comunicación, Centros Culturales, etc.) y de la mercantilización total de la sociedad (la sumisión real del trabajo al capital, el momento en que, parafraseando a Negri, la sociedad misma deviene en fábrica), donde tanto el individuo como su entorno devienen en mercancías (recordemos que para Gramsci la esfera productiva es el momento donde se inicia la hegemonía), generando la Hegemonía (entendido como el consenso básico que sostiene la estructura social) de un grupo social dirigente y dominante. Una elite político económica no sólo es dominante (posee el monopolio de los medios de producción y destrucción) sino que es, ante todo, dirigente, impone su visión de mundo ante el resto de la sociedad donde construye los pilares sociales sobre los que establece su dominio.
Luis Casado, en su Lingua Comoediae Chilensis (7), analiza como en Chile por ejemplo, los políticos, los hombres de negocios y los medios de comunicación han transformado la lengua castellana en un instrumento de dominación económica y en un sedativo político. Si Gramsci consideraba aquella situación, también consideraba que la Izquierda debía tener una estrategia apta para esas nuevas condiciones. Ante esto, planteó la estrategia de la «guerra de posiciones» que consiste, según nuestra perspectiva, en la necesidad de (re) construir un tejido social desde las propias bases sociales (desde las Escuelas, universidades, espacios urbanos, fábricas, medios de comunicación, etc.) para construir una multitud contra hegemónica (antes de ser dominante, antes de la toma del Estado, como planteó Gramsci).
Esta multitud contra hegemónica se sustenta en sus propias instituciones democráticas de base, tiene su propia institucionalidad, que minan al Estado y a la propiedad privada desde los propios espacios locales (desde sus cadenas más débiles, las comunas, como lo es el ejemplo de Porto Alegre o de las Juntas de Buen Gobierno Zapatista). Esas acciones, que se institucionalizan en «poder popular» es el poder democrático (contra hegemónico) que se impone desde las bases, las raíces, los pilares del poder centralista-mercantil.
Esta estrategia rompe con la dicotomía Revolución-Reforma, ya que no cree en la estrategia de los dos pasos, por el contrario, considera la necesidad de democratizar los espacios sociales para luego, y con la fuerza acumulada de una nueva urdimbre social, tomar al Estado (previamente democratizado por las acciones locales).
¿Sirve de algo por lo tanto tomar espacios del Estado, tener concejales, alcaldes, diputados, senadores?, ¿no estaremos reproduciendo un discurso «autonomista» o anarquista? No, no somos ni comunistas, ni anarquistas, ni autonomistas, ni socialdemócratas, somos de Izquierda. Consideramos que construir un contrapoder democrático y de base, requiere del fuerte apoyo de instituciones estatales, de su apoyo técnico, institucional y jurídico. No se pueden mantener o perpetuar espacios deliberativos si no están institucionalizados, y para eso necesitamos el apoyo de políticas públicas que sustenten estos espacios. Pero como izquierdistas, debemos tomar estas políticas para aumentar y profundizar la democracia popular y de base (para conquistar nuevas trincheras), ya que como afirma conscientemente André Gorz (8) «No hay instituciones o conquistas potencialmente anticapitalistas que, en un periodo largo, no sean erosionadas, desnaturalizadas, reabsorbidas, vaciadas de todo o parte de su contenido si el desequilibrio que su aplicación origina no se explota, a partir del momento en que se manifiesta, mediante nuevas ofensivas.»
Así, nuestra perspectiva de izquierda y hay que ser enfático, no es un metadiscurso, un gran proyecto que debamos implantar en bloque, sino un proceso de constante democratización de los espacios que determinan nuestra existencia. Pero estas prácticas no son revolucionarias directamente (no ponen en jaque directamente la estructura social), pero sí minan sus pilares. La población no aceptará el socialismo si no lo ve como un fin próximo, posible, que se estén dando las premisas para su realización y siendo parte de este proceso de realización.
La izquierda, el socialismo y la «conquista del poder» son términos abstractos si no pasan por objetivos intermedios, por objetivos parciales que sean sensibles directamente a la población y que permitan, mediante sus soluciones locales «auto afirmativas», vivir el ser de izquierda como una realidad ya en acción.
Pero estas prácticas no son reformistas necesariamente, ya que por un lado se plantean cambios tendientes a desmercantilizar los espacios sociales (barrios, comunas, escuelas, fábricas, medio ambiente) y por otro, se plantea devolver las decisiones sobre el cómo administrar esos espacios a la propia sociedad, con el fin de ampliar esos espacios deliberativos, de reconstruir redes, tejidos, urdimbre, en fin, un nuevo poder popular.
Así, las reformas que se proponen encierran en sí mismas una potencia de transformación radical en la medida en que permitan ampliar el campo de decisiones de la sociedad sobre sus espacios, de otra forma, aquellas reformas sólo perpetuarán el poder establecido.
Cuando decimos que debemos repensar totalmente la izquierda hacemos fuerte hincapié que hay cosas que debemos rescatar del pasado. La izquierda, expresada en los modelos socialistas y comunistas, es esencialmente moderna creo yo más que por su presunción científica, porque afirma la capacidad de un sujeto, cualquiera sea este, de construir su historia.
Para las visiones mas cientificistas de estos modelos, existen ciertas leyes de los cambios y las transformaciones de la sociedad, pero existe también la capacidad humana de actuar sobre la sociedad y esas leyes. En ese principio es que seguimos sosteniendo una teoría que no implica contradicción entre discurso y práctica.
Nuestro nuevo proyecto no debe ser un proyecto global de contenidos específicos, es decir una serie de medidas que definen lo que es el socialismo, como se acostumbraba a pensar. Sino que supone un largo proceso que no tiene hoy por hoy un punto fijo de llegada.
No nos importa asociarnos políticamente a grupos heterogéneos y de distinto origen. No nos importa que haya socialistas mezclados con ex comunistas, políticos teóricos revueltos con partidarios de la lucha armada, simpatizantes trotskistas, asociados con jóvenes maoístas y fidelistas. Nosotros queremos un Partido de la IZQUIERDA en donde se puedan fundir distintas ideas, teorías y tendencias sin exclusiones con la sola condición que propicien el cambio social y la construcción de una sociedad, en la cual el interés social esté por encima del individual.
– El autor es coordinador de la candidatura presidencial de Jorge Arrate y presidente del Partido de Izquierda (PAIZ).
Notas.
- Polanyi, Karl, «La Gran Transformación», Editorial Fondo de Cultura Económica, segunda edición en español, 2003, p. 294.
- Wright, Erik Olin; Fung, Archon, «Deepening Democracy: institutional innovations in empowered participatory governance» Editorial Verso, 2003.
- Negri, Antonio; Guattari, Félix, «Las Verdades Nómadas & General Intellect, poder constituyente, comunismo», Editorial Akal, serie Cuestiones de Antagonismo, 1999, p. 20.
- Todo el tema de la autoafirmación como acción política está muy bien expuesto (aunque a veces se cae en posiciones que podemos catalogar de anarquistas) en Raúl Zibechi, «Genealogía de la Revuelta» Editorial FZLN, 2004.
- Virno, Paolo, «Gramática de la Multitud», Editorial Colihue, 2003, p. 72 .
6. Lo anterior se centra en la categorización de Immanuel Wallerstein sobre la estrategia tradicional de la Izquierda «de dos etapas», tal como afirma, «La estrategia de la izquierda desarrollada durante la segunda mitad del siglo XIX y vigente hasta que fue más o menos rechazada en el último tercio del siglo XX (simbólicamente, podríamos hablar del período 1848-1968), fue, evidentemente, la denominada estrategia en dos etapas: primero, obtener el poder estatal; después, transformar el mundo» en «Una Política de Izquierda para una época de Transición» en Revista Iniciativa Socialista, número 64, primavera 2002.
7. Casado, Luis (2009), Lingua comoediae chilensis, Ed. El Afilador. Santiago de Chile.
8. Gorz, André, «Estrategia Obrera y Neocapitalismo», editorial ERA, 1969, p. 205.