En nuestra infancia, la «botica» era un lugar familiar, plagado de extraños aromas a remedios. En aquella esquina del barrio, un profesional vestido con un pulcro delantal blanco surtía a la familia de sabios consejos, además de jarabes, ungüentos mentolados y pastillas. Desde nuestra mirada infantil, se trataba de seres dotados del extraordinario poder de […]
En nuestra infancia, la «botica» era un lugar familiar, plagado de extraños aromas a remedios. En aquella esquina del barrio, un profesional vestido con un pulcro delantal blanco surtía a la familia de sabios consejos, además de jarabes, ungüentos mentolados y pastillas. Desde nuestra mirada infantil, se trataba de seres dotados del extraordinario poder de descifrar las ilegibles recetas del médico. Aquella esquina era sinónimo de salud, allí terminaban las fiebres del bebé, los malestares de la abuela y más de algún dolor de cabeza que nos aquejaba.
En aquellos años de niñez, la «botica» carecía de la atmósfera moderna de los actuales locales, todo lucía más modesto, pero también, más amable y humano. Los profesionales farmacéuticos ayudaban a su distinguida clientela a optar por aquella receta más eficiente y más barata. Se trataba, por lo regular, de locales familiares, que atesoraban cierta tradición de barrio, tan buena como la mejor del centro. Las «boticas» eran entendidas como una actividad al servicio de la comunidad y, por lo tanto, sujetas a una cierta moral.
Hoy, el Chile neoliberal ha convertido todas y cada una de las actividades corrientes del ciudadano en un lucrativo negocio. De este modo, tras la atención médica, la distribución y despacho de medicamentos no es la excepción. Las cadenas de farmacias constituyen, en la actualidad, un negocio millonario del que se ocupan no más de tres grandes sociedades comerciales. Lo que se desconocía era que uno de los pilares de la teoría económica neoliberal, la supuesta «libre competencia», era vulnerado groseramente por estas tres principales cadenas de farmacias en nuestro país. El antecedente no es menor y resulta más que preocupante, pues deja abierta la pregunta acerca de cuán «competitivo» es, en efecto, nuestro mercado nacional en otros rubros del comercio.
Reñidos con todo principio moral y en el límite de lo ilegal, tres consorcios de farmacias han fijado los precios de los medicamentos, condicionando las alzas de sus productos de acuerdo a sus criterios comerciales. Detrás de sus asépticos y modernos locales de puertas automáticas con la estética de un supermercado en miniatura, se esconde una infame «colusión», es decir, un pacto ilícito para dañar a terceros. Como se ha sostenido tantas veces, puede que el mercado sea útil para vender tomates o zapatillas, pero ha resultado funesto en aquellos ámbitos socialmente sensibles: salud, educación y previsión social.
No podemos evitar la imagen de aquellas antiguas farmacias, presentes en cada barrio del país. En ellas se guardaban los remedios y recetas ancestrales, pero se guardaba, sobre todo, un respeto por los clientes y una responsabilidad moral frente a quienes requerían de sus servicios. De alguna manera, las sencillas farmacias del Doctor Simi, ese anciano regordete con bigotes, nos trae la imagen de antaño. Aquellos tiempos en que la «botica» era algo más que el frío espacio mercantil donde todo tiene un precio…