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De las teorías de soberanía al racismo de Estado: la inscripción del racismo biológico en la mecánica del Estado moderno

Fuentes: Rebelión

Introducción Emprender la tarea de desentrañar la relación entre la modernidad y el fenómeno del genocidio no parece fácil. En tanto herederos de la tradición teórico-política moderna, esta tarea implica una reflexión introspectiva de no poca profundidad: ¿hasta qué punto se puede extremar la relación modernidad-genocidio, sin caer en consideraciones que contengan un carácter esencialista […]

Introducción

Emprender la tarea de desentrañar la relación entre la modernidad y el fenómeno del genocidio no parece fácil. En tanto herederos de la tradición teórico-política moderna, esta tarea implica una reflexión introspectiva de no poca profundidad: ¿hasta qué punto se puede extremar la relación modernidad-genocidio, sin caer en consideraciones que contengan un carácter esencialista o, tal vez, funcionalista? O bien, ¿fueron las prácticas sociales genocidas modernas un «efecto no deseado» del proyecto de la modernidad o se las puede considerar una característica inherente del propio devenir del proceso de civilización?

Al mismo tiempo, ¿qué sentido tendría para el conjunto de las ciencias sociales el estudio de las prácticas sociales genocidas? Tal vez, la importancia de la comprensión del fenómeno del genocidio implique una profunda reflexión introspectiva por parte de las ciencias sociales, en tanto comprensión de nuestra propia sociedad occidental. Por eso resulta de vital importancia pensar al genocidio como propio del desarrollo de la sociedad moderna, como una fase avanzada de esta misma sociedad moderna y, por esta razón, debe ser tratado estrictamente como un problema de la misma. Tal como lo afirma Zygmunt Bauman, al considerar al Holocausto como «un inquilino legítimo de la casa de la modernidad; un inquilino que no se habría sentido cómodo en ningún otro edificio»1, echando por tierra cualquier intento de explicación de la supuesta irracionalidad del mismo.

La sociedad occidental se ha representado a sí misma como partícipe de una transición desde la barbarie pre-social hacia la civilización, como parte de un proceso de progreso continuo, indefinido y lineal. Siguiendo esta perspectiva de análisis, sería sencillo definir al genocidio como una muestra del todavía no acabado proceso civilizador, tan sólo como un resabio de la barbarie no desarrollada. Sin embargo, la «normalidad» de los diversos factores que hicieron del asesinato en masa una realidad del siglo XX nos lleva a reflexionar acerca del vínculo estrecho entre la sociedad moderna y el genocidio; del mismo modo, cuesta creer que el traslado de millones de personas hacia los diversos campos de concentración pueda haber sido realizado sin la «ayuda» de la administración burocrática y los avances tecnológicos. Bauman, sucintamente, afirma que «el Holocausto fue un encuentro singular entre las antiguas tensiones, que la modernidad pasó por alto, despreció o no supo resolver, y los poderosos instrumentos de la acción racional y efectiva fueron creados por los desarrollos de la modernidad»2. En la mima línea argumentativa, el teólogo Richard Rubenstein se ha referido -con gran lucidez- al Holocausto como la prueba cabal del carácter bifacético del progreso y del proyecto de la Ilustración, insistiendo que por progreso puede entenderse tanto el potencial genocida de la sociedad industrial como el alto desarrollo científico ligado al bienestar social: «tanto la creación como la destrucción son inseparables de lo que denominamos civilización»3.

Parecería que no existe salida al genocidio. Parecería que las sociedades modernas deberán convivir con los fantasmas de la eliminación sistemática de ciertos grupos sociales. Sin embargo, en cada sistema de poder anidan las condiciones históricas para la construcción de otros esquemas, basados en diferentes relaciones sociales. No hay poder sin resistencias: todo esquema de poder parece tener grietas y fisuras que posibilita el pensar en oposiciones al interior de esas redes del poder. Se debe tener en cuenta el concepto de «relleno estratégico», que hace visible la importancia del azar y las relaciones de fuerza en la definición de las estrategias; a pesar de no poder estar jamás fuera de las redes del poder, al mismo tiempo se tiene una cuota para nada despreciable de reacción dentro de él.

Este trabajo apunta a indagar acerca de la relación existente entre el esquema de poder moderno y el fenómeno del genocidio y destacar el rol que juegan las prácticas sociales genocidas para dicho esquema. Del mismo modo, en este trabajo se buscará profundizar acerca de las condiciones de posibilidad de la emergencia del genocidio, como fenómeno moderno. Para ello, se hará un breve recorrido, partiendo de las dificultades existentes en lo que se entiende por genocidio, pasando por la descripción del esquema de poder moderno y por último recurriendo a la noción de racismo de Estado, para dar cuenta de esa intrincada relación entre genocidio y modernidad.

Tal como se ha dicho anteriormente, el estudio de esta relación representa un avance fundamental para la comprensión del funcionamiento de nuestras propias sociedades modernas. Entender cabalmente los mecanismos de estas prácticas sociales genocidas y sus efectos simbólico-materiales constituye el primer paso para cuestionar el modelo existente de relaciones sociales. La cuestión reside en trabajar en el camino del conocimiento de los mecanismos que hacen del genocidio una realidad posible, en el marco del esquema de poder moderno, en aras de contribuir a la denuncia y prevención de la perpetración de los genocidios en nuestros tiempos.

Aproximaciones a una conceptualización

Una de las mayores dificultades a la hora de esbozar una definición del fenómeno del genocidio consiste en establecer sus límites y sus alcances. Del mismo modo, la falta de consenso entre los especialistas y la relativa novedad del genocidio como objeto de estudio para las ciencias sociales no ayuda a esclarecer la cuestión. Para la construcción de esta definición se ha recurrido tanto a la perspectiva jurídica como a la sociológica.

El primer registro que se tiene del estudio del genocidio como problema de estudio proviene del jurista Raphael Lemkin, quien realizó una de las primeras aproximaciones al tema en 1944, siendo luego la base teórico-conceptual para la Convención de las Naciones Unidas sobre Prevención y Sanción del Delito de Genocidio (CONUG) en 1948. Según Lemkin, el genocidio constituía la destrucción de una nación o de un grupo étnico y su esencia radicaba en la tentativa de esa destrucción, mediante el uso de diversos medios. En lo que sí se ha llegado a un acuerdo es en considerar al genocidio -vinculando información tanto jurídica como no jurídica- como la «destrucción de un grupo específico dentro de una determinada población nacional e incluso internacional»4. Parecería que alrededor de esta conceptualización existe un núcleo común en las definiciones del genocidio como problema de estudio para las ciencias sociales, que sería el consenso acerca de la destrucción intencional del total o de una parte de un grupo, lo cual «unifica» en cierto modo las discusiones y pone como punto de partida para diferentes definiciones5.

Siguiendo a Daniel Feierstein en esta caracterización, por genocidio se entiende la «práctica racional y con efectos sociales y políticos que exceden la materialidad de la eliminación de masas […], de cuerpos, de individualidades, de sujetos que expresaban relaciones sociales»6. Del mismo modo, por prácticas sociales genocidas se entiende el «modelo de reconfiguración de relaciones sociales con eje en la destrucción de las relaciones de igualdad, autonomía y reciprocidad universal de los seres humanos»7, o sea, la implantación de un nuevo modelo soberano centrado en la reformulación de dichas relaciones con consecuencias políticas, tanto simbólicas como materiales. El genocidio moderno, a diferencia del genocidio en la época colonial o de conquista, se caracteriza por apuntar su «práctica simbólica y material» hacia el interior de la misma sociedad, en función de la peligrosidad y no ya de su inferioridad. Es decir, el modo de operación del esquema de poder moderno se basa en un «modelo de construcción de otro interno, otro doméstico, otro que es el vecino y que atenta contra la propia vida biológica de la especie»8: el otro es objeto de eliminación de acuerdo a su potencial peligrosidad para la sociedad. Por lo tanto, el rediseño total de la sociedad está sustentado por la lógica de la ingeniería social, implicando no sólo la destrucción de los cuerpos sino también la modificación de la historia y el condicionamiento de la sociedad futura9.

Cuesta pensar en la perpetración de un genocidio sin el soporte de una estructura estatal y sus respectivos agentes. De hecho, con la consolidación del Estado aparece la amenaza del genocidio, ya que «la eliminación de un grupo exige, en cada etapa de su realización, el apoyo de la clase política dirigente y la participación de los órganos del Estado, su complicidad, su sumisión, su silencio»10. Como afirma Yves Ternon, la responsabilidad de un genocidio recae siempre sobre las espaldas del aparato estatal. ¿Pero podría afirmarse que todo Estado es genocida?

Para Ternon la respuesta es no. La existencia de condiciones «favorables» -sea una amenaza a la integridad territorial, sea una amenaza al interior de la sociedad- haría precipitar la acción estatal para la solución de esas amenazas, presentándose el genocidio de variadas formas. De hecho, existe la posibilidad de que «todo Estado recurra a ese extremo cuando un buen número de condiciones favorece la iniciativa y cuando en una situación de conflicto agudo que pone en peligro su integridad territorial […] en Estado se deje llevar por una ‘locura reflexiva'»11. Pero sin embargo, cabe preguntarse por cuáles serían los límites de esas «locuras reflexivas», si no son llevadas a cabo sistemática y planificadamente por el Estado para resolver diversas cuestiones que representan una amenaza para el orden social. Tal como dice Bauman, «la clase marginada es el enemigo en casa, que ocupa el lugar de la amenaza externa como el fármaco que restablecerá la cordura colectiva; válvula de seguridad para aliviar las tensiones originadas de la inseguridad industrial»12. Si todo Estado cuenta con las herramientas y la «legitimidad» para llevar a cabo un genocidio, ¿cómo hacer para prevenirlo? Como bien dice Feierstein, el nazismo operó en base a una limpieza «biológica» absoluta y la indignación que generó el genocidio nazi no provoca la misma conmoción frente a la matanza de niños marginales en Brasil (o en cualquier parte del mundo), a pesar de operar con la misma lógica13.

El proyecto moderno

La irrupción de la modernidad, como sistema de poder hegemónico, significó una profunda ruptura con el anterior orden medieval, tomando a la consolidación del Estado como el momento socio-histórico que da inicios a la misma. El proyecto moderno, proyecto formulado por los filósofos iluministas del siglo XVIII, estaba basado en el «desarrollo de una ciencia objetiva, una moral universal, una ley y un arte autónomos y regulados por lógicas propias»14 y que, además, se sostenía por la confianza -a raíz de la creciente supremacía legitimadora de la ciencia- en un «progreso infinito del conocimiento y un infinito mejoramiento social y moral»15. Ningún espacio de la naturaleza debía escapar al dominio triunfal de los hombres, siendo su objetivo principal el «enriquecimiento de la vida diaria» y la «organización racional de la cotidianeidad social»16; el hombre, de la mano de la ciencia, liberador del mundo de la magia y vencedor sobre la naturaleza en el mundo17.

Se define a la modernidad como un «sistema de poder, de un conjunto de tecnologías específicas -y situadas en el tiempo y en el espacio- de destrucción y reconstrucción de relaciones sociales pero, sin embargo, lo suficientemente amplio como para tener diversas -y aún contradictorias- manifestaciones»18. Es decir, en el diagrama de poder moderno, se da una síntesis entre la imposibilidad de los sujetos de ejercer la coacción individual y transforma, al mismo tiempo, al poder en un atributo trascendente que se encarna en la figura estatal. En el transcurso de este trabajo se intentará dar cuenta de las características del Estado y se tratará acerca del carácter contradictorio de estas manifestaciones de la modernidad.

De la mano del progreso de la razón y de la ciencia, la humanidad en su conjunto sería conducida a las más desarrolladas fases de la civilización, siendo la historia el escenario de ese progreso irrefrenable decretado por leyes históricas que dieran garantías de esa evolución lineal; progreso pensado como un continuum, con una dirección previamente determinada por leyes histórico-económicas. Sin embargo, la historia también podía ser concebida como producto de un proceso abierto, pasible de bifurcaciones y desviaciones en ese largo camino a recorrer. ¿Acaso deberíamos concebir a los campos de exterminio como una desviación del proyecto moderno o bien como fenómenos de su propia e intrínseca «naturaleza» creativo-destructiva? No es casual que uno de los grandes pensadores marxistas del siglo XX -y víctima de la persecución nazi-fascista- se haya referido de manera muy negativa al progreso, simbólicamente representado como una tempestad que llevaría a la historia a «una catástrofe única»19, dando cuenta de la capacidad destructiva de ese progreso técnico e industrial, como causante de las peores catástrofes históricas.

Por eso mismo, no puede pensarse al genocidio como una regresión a una instancia previa a la modernidad sino, más bien, que puede perfectamente definirse como uno de los rostros posibles de la civilización industrial, siendo cada uno de los elementos constitutivos del genocidio productos del esquema de poder moderno. El alto grado de perfección técnica perpetrado en los genocidios del siglo XX no podría de ninguna manera compararse de modo alguno con ningún otro anterior asesinato en masa en la historia de la humanidad: los criterios de eficiencia, racionalidad y de organización industrial de la producción trabajando con gran articulación y precisión. Esto representa una fisura al interior de la herencia humanista y un fuerte rechazo para con la filosofía del progreso, rompiendo así definitivamente con la ilusión iluminista de la historia como un continuum lineal y progresivo. Para Michael Löwy, pensador de origen brasileño, se trata de más bien de una «barbarie eminentemente moderna«20 dado que presenta las siguientes características: industrialización de la muerte mediante el uso de tecnologías altamente desarrolladas, despersonalización de la masacre, existencia de una gestión burocrática eficaz, planificada y racional y, por último, hegemonía de una ideología de tipo moderna, legitimada por el discurso médico-científico. Siguiendo esta misma línea interpretativa, tenemos a Enzo Traverso, quien afirma que el genocidio es una manifestación patológica de la modernidad, el rostro oculto e infernal de la civilización occidental, capaz de cometer una barbarie industrial, tecnológica y racionalmente instrumentalizada. Auschwitz, Belzec o Treblinka como uno de los rostros posibles de la civilización industrial occidental, los más perversos y siniestros quizá, pero también los más modernos, en tanto ejemplo de las potencialidades negativas y destructivas de nuestra civilización21. El siglo XX es testigo de un salto cualitativo, al trasponer un umbral, donde la barbarie es eminentemente moderna desde el punto de vista de su ethos, de su ideología, de sus medios y de su estructura22. Ya en 1847, el mismo Karl Marx, y en cierta forma anticipándose al pesimismo radical de la Escuela de Frankfurt, escribe que la barbarie «reaparece, pero esta vez engendrada en el propio seno de la civilización y es parte integrante de ella. Es la barbarie leprosa, la barbarie como lepra de la civilización»23. No podemos entender al genocidio como un proceso extraño a las sociedades modernas occidentales

En resumen, el análisis del fenómeno del genocidio requiere el abandono de la ideología del progreso lineal, característica propia del proyecto iluminista. Sin embargo, como bien lo explica Löwy, esto no significa que «el progreso técnico y científico sea intrínsecamente portador de maleficios, ni tampoco lo contrario. Simplemente, la barbarie es una de las manifestaciones posibles de la civilización industrial/capitalista moderna, o de su copia ‘socialista’ burocrática» 24.

Contradicciones de la modernidad

En el momento de su consolidación hegemónica, en tanto esquema de poder dominante, se genera un conflicto al interior de dicho esquema al contraponerse el discurso explícito con las prácticas sociales efectivas, que se evidencia en la emergencia de ciertas contradicciones. Puede definirse a estas contradicciones como las «transformaciones estructurales del sistema de representación del mundo […] que, funcionales para producir determinados efectos en el momento de transición en la modernidad, generan efectos inesperados -o cuanto menos, disfuncionales– a la propia lógica de poder, una vez que éste se consolida»25. El sistema de poder, entonces, está legitimado políticamente por determinado análisis de la realidad, que no se condice con las prácticas reales y efectivas.

Y en su carácter contradictorio reside su peculiaridad: es decir, si bien en un principio surgen como resolución a determinadas cuestiones en dicha tecnología de poder, al mismo tiempo, en ese proceso de construcción y consolidación hegemónica, propician un nuevo problema para la tecnología de poder. Al mismo tiempo, estas mismas contradicciones se erigen como el soporte histórico de las posibilidades de superación en determinada tecnología de poder, trocando su carácter contradictorio por la capacidad de cambio.

Recurriendo a los lineamientos teóricos de Feierstein, se pueden agrupar estos conjuntos de contradicciones en tres ejes analíticos:

  1. igualdad: la disputa con la nobleza y el orden feudal llevó a la burguesía a instituir la noción de ciudadanía, otorgándole un carácter igualitario al concepto de especie humana. Con la construcción de este concepto vino aparejada la imagen de un «otro», como un semejante, como portador de los mismos derechos. Sin embargo, lo que no se alcanzaba a explicar era la tensión existente entre este postulado universal y la desigualdad que existía entre los individuos. Para resolver esta contradicción, se apeló al racismo biológico el cual «permitió comenzar a perforar, desde una perspectiva moderna, la noción de ‘igualdad natural’ de los seres humanos, uno de los conceptos más lúcidos y sugerentes de la modernidad»26.

  2. soberanía: la nueva tecnología de poder va a invertir la fórmula imperante en el orden medieval, poniendo a la vida como el valor supremo y como el fundamento de esa tecnología. A través de diferentes mecanismos, va a ser posible la inserción de la muerte en una tecnología que prolonga y asegura la vida. Es decir, mediante el concepto de degeneración se podrá «reformular este modelo de soberanía que, manteniendo su carácter moderno y su fórmula bio-política del ‘hacer vivir o dejar morir’, reinstalará la legitimación del asesinato estatal»27. La degeneración posibilitó la construcción de un «otro» peligroso para el conjunto de la población -avalado por la legitimidad del discurso médico-biologicista- y, en consecuencia, allana el camino para su posterior «tratamiento».

  3. autonomía: en rechazo a las relaciones sociales producidas por la lógica religiosa medieval, con la modernidad adviene un modelo de poder y una posibilidad de liberación, ligada al concepto de autonomía que significa «darse a sí mismo la propia ley». Esta autonomización de las relaciones sociales surge a partir de los procesos de secularización y liberación de la razón, en oposición a la concepción heterónoma del mundo medieval. Sin embargo, esta caracterización carece de historicidad y de universalidad, dado que se establecen de antemano los roles y los límites de acción de los participantes (en relación al acceso a la propiedad). Positivamente, la disolución de los modelos heterónomos posibilitó el surgimiento de diversos movimientos sociales, entendiendo autonomía como un concepto colectivo. Sin embargo, aquí reside su carácter contradictorio: su no universalidad y su ahistoricidad permiten controlar ese caudal emancipatorio, la necesidad de autonomía, el cual terminaría por desbordar el sistema de poder moderno. En el siglo XX se es testigo de otro modo de resolución de esta contradicción, como modelo de transformación de relaciones sociales; es decir, la «aparición de una nueva forma de destrucción de relaciones sociales bajo la modalidad del genocidio moderno»28. El genocidio se presenta como la eliminación del otro no normalizado, basado en la lógica degenerativa, constituido como peligro al interior de la sociedad.

Al igual que todo sistema de poder, como ya se dijo anteriormente, en la modernidad también se encuentran contradicciones, que en un principio surgieron para resolver determinados problemas específicos pero que, al mismo tiempo, generan otro tipo de problemas para la tecnología de poder. Más adelante se tratará de dar cuenta de este nudo de contradicciones, típicos de la modernidad.

El proceso de civilización

¿Qué es lo que caracteriza, entonces, al proceso civilizador? Con respecto a lo afirmado por Norbert Elias, las nacientes sociedades de la Edad Moderna en Occidente estaban determinadas por un grado elevado de organización monopolista y una de las principales características del proceso civilizador es el progresivo monopolio y la creciente centralización de la violencia física en manos de los proto-Estados, alcanzando así una «pacificación social» en donde los individuos se encuentran despojados de su violencia física y sometidos a la coerción del poder estatal. En consecuencia, el monopolio militar y fiscal permanente del poder central sería el punto de partida para que esas unidades políticas alcancen el carácter de «Estados» y, a partir de ese momento, las luchas sociales se dan para lograr el control efectivo de ese aparato monopólico, sin ocuparse ya de la destrucción de dicho aparato de dominación., se puede recurrir a la clásica definición weberiana del Estado como «aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio reclama para sí el monopolio de la violencia física legítima«29: el Estado se nos presenta como la única fuente -legítima- del derecho a la violencia. En resumen, Bauman define al proceso civilizador como el «proceso por el cual la utilización y despliegue de la violencia queda libre de todo cálculo moral y las aspiraciones de la racionalidad se emancipan de la interferencia de las normas éticas o de las inhibiciones morales»30

Al basarse Elias sobre los ya clásicos estudios de Max Weber acerca del aparato estatal, parece pertinente recurrir a los análisis seguidos por éste último en Economía y sociedad, en donde se sostiene que la transición del orden feudal al moderno estuvo signada por los siguientes procesos:

  1. Centralización del poder: la multiplicidad de centros de poder en las relaciones feudales derivó en la aparición de un poder centralizado, sentando las bases para las monarquías europeas, y en la expropiación de territorios a manos de la capacidad coercitiva de los señores feudales. La institucionalización de la violencia a manos del naciente Estado.

  2. Especialización de los saberes: dada la diversificación de la estructura económica -en gran medida, por las nuevas rutas comerciales y los desarrollos de la técnica- se produce la creación de un aparato administrativo-burocrático, que pueda lidiar con las nuevas necesidades de suministros.

  3. Secularización: la aparición del Estado implicó para el clero un duro revés, perdiendo su lugar como actor político dominante; esto llevará a la legitimación del nuevo aparato burocrático como intermediario racional entre los individuos.

  4. Despersonalización de las relaciones sociales: al dispararse drásticamente los índices demográficos en Europa, se desarrolla un fenómeno de masificación de la vida humana que produce nuevas subjetividades, disímiles de las del mundo feudal.

  5. Organización de la sociedad: a través del poder central, como fuente de organización y de regulación, la sociedad se institucionaliza, logrando el funcionamiento socialmente efectivo de los individuos.

Sin embargo, esta concepción de la emergencia del Estado se limita a un análisis formalista del mismo y sus instituciones; es decir, cabe destacar que en la esfera estatal se dan otras prácticas de poder, de las cuales no da cuenta la teoría weberiana. A fines de comprender el análisis de las relaciones de poder, se debe abandonar el modelo jurídico de la soberanía que «presupone al individuo como sujeto de derechos naturales o de poderes originarios, se propone dar cuenta de la génesis ideal del Estado y hace de la ley la manifestación fundamental del poder»31. Si se entiende al poder, no ya como una propiedad que se tiene o una cosa que se transmite, sino más bien como una relación de fuerzas que se ejerce, que atraviesa la totalidad del cuerpo social, no puede pensarse al Estado como producto de un ordenamiento jurídico-normativo. En el pensamiento de Hobbes y Weber, el poder es entendido como una sustancia, que se entrega, confiere o cede y que puede ser centralizada legalmente bajo la égida del monopolio de la coacción legítima. Igualmente, parece pertinente recurrir tanto a los análisis seguidos por Weber como los de Foucault, de modo que se comprenda al Estado -desde una perspectiva socio-histórica- como un complejo entramado de relaciones de poder, surgido de la pretensión exitosa del monopolio legal de la violencia.

Este modelo jurídico, el de la soberanía, no permitiría analizar las relaciones de poder, dado que reduce la multiplicidad de relaciones a una unidad, de donde emanaría el poder. La ley no puede considerarse como el producto de un consenso entre las partes, sino más bien, como una red de relaciones de fuerza; las leyes no representan límites al «poder» ni mucho menos son medios para impartir justicia, sino que se constituyen como instrumentos de poder al servicio de intereses particulares. La idea del Estado como garante de un pacto social fue la herramienta de las monarquías absolutas y la teoría de la soberanía, expresado por el contractualismo: el Estado, al gobernar en nombre de la razón y la ley consuetudinaria, resguarda los bienes de sus súbditos, para lo cual «toma el control de la guerra en lo exterior y en lo interno y puede autorizar matanzas cuando la ‘salud pública’ lo requiere, pero esas matanzas ya no son presentadas como conquista o rapiña, sino como justicia para el cuerpo social»32. La guerra ha sido eliminada en tanto realidad histórica, eliminada de la génesis de la teoría de la soberanía.

El Estado como soberano legítimo (o la construcción de la otredad)

Con el advenimiento de la modernidad y la consolidación del diagrama de poder monárquico, el Estado comienza a erigirse como fuente de derecho legítimo, como soberano que detenta el monopolio de la violencia física sobre determinado territorio. Dado el carácter homogeneizante del proyecto de la Ilustración, el Estado pasa a considerarse el único constituyente de la sociedad -desplazando al discurso mítico-religioso- y se lo postula como la encarnación del todo universal. Asimismo, el dominio de un grupo de individuos sobre otros está avalado por la idea de una sujeción voluntaria a determinado contrato y, en este sentido, el poder del Estado se va a establecer en función a la relación que mantenga con la sociedad.

De acuerdo al derecho natural, surgido a fines del siglo XVII y a principios del siglo XVIII, es el contrato el cual introduce las nociones de igualdad entre los individuos y su sujeción voluntaria a un gobierno determinado, siendo la gran dificultad de la época la resolución de la tensión existente entre los contrarios, tales como autoridad-individualismo o igualdad-necesidad de poder. Según la teoría de Thomas Hobbes, el Estado se presenta como el soporte efectivo de la tríada seguridad-poder-vida para la conservación de los individuos y son éstos tres aspectos los cuales se transforman en sus elementos constitutivos: el Estado como soberano, soberanía que no es más que el poder «cedido» por los mismos individuos para dirigir la coerción. O sea, la clave reside en comprender al poder estatal como poseedor de un cuerpo administrado que homogeneiza con un marco jurídico un territorio, dando garantías efectivas así a la incipiente disputa por la propiedad privada. Por lo tanto, en la modernidad se consolida efectivamente el poder «a través de una síntesis que aleja de los individuos la capacidad de coacción, y transforma al poder en un atributo trascendente que se encarna en el Estado»33 y es el Soberano, en tanto el poder coercitivo centralizado, el resultado del ordenamiento económico y técnicamente más rentable de los individuos.

Y, al mismo tiempo, al ser la figura estatal la fuente legítima de los derechos de los individuos, será al Estado a quien se le reclamará, por un lado, protección y, por el otro, a quien se le brindará a cambio sumisión a su autoridad. Los derechos (inalienables, por cierto) de los individuos sólo serán considerados en su condición de ciudadanos de un Estado y la sola pérdida de esa condición implicará la desprotección frente a los abusos del Estado. Es así como el individuo «desnudo, privado de ciudadanía, se convierte en el otro, el extranjero, el refugiado, el apátrida, el excluido, no identificable con el grupo, el que amenaza y hay que destruir»34. Aquí reside, tal vez, el nudo que preconfigura la antesala del genocidio: es decir, si el Estado es la fuente de los derechos de los individuos y sus funciones se refieren a la protección de estos últimos, también es el Estado quien «decide» su inclusión o no en la categoría de ciudadano y su consiguiente eliminación. Al interior de la misma sociedad, el enemigo35.

Del mismo modo, al otorgarle un carácter igualitario a la totalidad de la especie humana, el proyecto moderno -sostenido y llevado a cabo por la clase revolucionaria de ese entonces, la incipiente burguesía- buscó homogeneizar todas las relaciones sociales, a fines de impulsar el desarrollo industrial. De acuerdo a lo referido por Feierstein, fue necesario provocar «la construcción de nuevas interpretaciones (globales y particulares) de la realidad que permitieran construir un marco de legitimidad para las prácticas prejuiciosas, exclusorias y genocidas que requería la conformación de este nuevo Estado-nación»36.

Parece pertinente recurrir en esta instancia a los análisis seguidos por Michel Foucault, quien identificó una nueva forma de relación social, una nueva tecnología de poder, llamándola sociedad de normalización. Esto permitió, en determinado contexto socio-histórico, la construcción de un nuevo orden discursivo-material que justificara la conceptualización del «otro» con un carácter negativo. A diferencia del diagrama de poder feudal, en esta nueva tecnología de poder se establecerá un par dicotómico (normal-patológico) en donde se de cuenta de, por un lado, la normalización disciplinaria -construcción de un cuerpo productivo, articulado a la organización del trabajo fabril- y, por el otro, de la normalización estadística -construcción de un cuerpo sano, asegurando su existencia como cuerpo productivo-. Los conceptos de mayoría y minoría serán resignificados en función de su carácter normal o patológico. En consecuencia, no resultará una difícil tarea la construcción de la figura del «otro no normalizado», en tanto representa un peligro para la población: simplemente se exonera de los marcos de normalización a los «peligrosos» y se los pone en un camino sin retorno que articula una fase tras otra hasta llegar a su exterminio. Las metáforas médico-biológicas abundan y el ciclo culmina inexorablemente37.

¿Administración de la vida o gestión de la muerte?

Del mismo modo, también resulta útil para la conceptualización teórica de la relación genocidio y modernidad los análisis seguidos por Michel Foucault acerca del control y de la regulación de las poblaciones. Con el paso de lo biológico a lo político, es decir, el tomar a cargo la vida y no la muerte, dándole al poder el acceso al cuerpo, se puede hablar de una biopolítica, para designar «lo que hace entrar a la vida y sus mecanismos en el dominio de los cálculos explícitos y convierte al poder-saber en un agente de transformación de la vida humana»38. En este sentido, la tendencia a la «estatalización de lo biológico»39 implicó la toma de poder sobre el individuo en tanto ser viviente. Pero esta toma de poder sobre los cuerpos vivos funcionó, primero, sobre el sujeto individual, asegurando la distribución en el espacio de esos cuerpos y la organización de todo un campo de visibilidad, y en segundo lugar funcionó sobre el hombre-especie, ya no como cuerpos individuales sino, más bien, constituyendo una masa global, haciendo hincapié sobre los procesos vitales de los sujetos, tales como el nacimiento, la mortalidad, la enfermedad40.

La aparición de la población, en tanto cuerpo nuevo, múltiple e infinito, implicará un cambio en la concepción de lo biológico y de lo político: la población como problema biológico y como problema del poder. Ya no se tratará con sujetos individuales, sino que se actuará por medio de mecanismos globales, para regular a las poblaciones; se tratará entonces de la gestión de la vida de la especie. El poder de regulación se apoyará en el lema de hacer vivir y dejar morir a las especies: para asegurar la subsistencia de determinada población, no se pondrán ningún tipo de reparos en dejar morir a otra.

«¿Cómo es posible que un poder político mate, reivindique la muerte, exija la muerte, haga matar, de orden de matar, exponga a la muerte no sólo a sus enemigos sino a sus ciudadanos?»41. Según el análisis seguido por Foucault, es aquí donde interviene el racismo, ya en su concepción moderna, insertándose «como mecanismo fundamental del poder y según las modalidades que se ejercen en los Estados modernos»42; asimismo, la inscripción del racismo en los mecanismos estatales fue posible gracias a la emergencia del biopoder. Ahora bien, resulta conveniente definir teóricamente el concepto de racismo.

Al funcionar sobre la base del biopoder, el Estado moderno se sustenta en la idea del racismo. Por un lado, el racismo es «el modo en que, en el ámbito de la vida que el poder tomó bajo su gestión, se introduce una separación, la que se da entre lo que debe vivir y lo que debe morir»43. Se establece una diferenciación jerárquica, una clasificación entre las razas, produciendo al interior de la población un desequilibrio entre los grupos que la conforman; se apela a una cesura en el ámbito de lo biológico, del cual el biopoder se inviste. Por otra parte, la segunda función del racismo implicaría establecer una relación positiva entre la pervivencia de un grupo y la muerte del otro: la muerte de uno, o de una raza, hará posible y asegurará la propia vida del otro44. A su vez, Bauman arriesga una definición similar del racismo, al decir que éste, «en cuanto cosmovisión y, más aún, en cuanto efectiva práctica política, resulta inconcebible sin los adelantos de la ciencia moderna, de la tecnología, y de las formas modernas del poder estatal. En este sentido, el racismo es un producto estrictamente moderno: la modernidad hizo posible el racismo y creó su necesidad»45. La relación racismo-modernidad parece indisoluble.

Aquí se encuentra una supuesta paradoja: si la función propia del Estado es la de «asegurar la vida» de sus ciudadanos, ¿por qué entonces ese mismo Estado «provoca la muerte», sustentándose sobre las premisas de la eliminación sistemática de ciertos ciudadanos? Producto de esa sociedad de normalización, y en consecuencia del establecimiento del par normal-patológico, es posible instalar la idea de la «administración de la muerte» dentro de esa tecnología de poder, para garantizar la vida del conjunto. Se asiste a la paradoja de un racismo de Estado, «de un racismo que una sociedad ejercerá contra sí misma, contra sus propios elementos, contra sus propios productos; de un racismo interno -el de la purificación permanente- que será una de las dimensiones fundamentales de la normalización social»46. En ese sentido también se dirige Daniel Feierstein, en Seis estudios sobre genocidio, al afirmar que «el asesinato, el genocidio, el exterminio, comienzan a explicarse como necesidad para la preservación de la vida del conjunto, de la especie humana»47. La vida del conjunto es salvaguardada por el Estado, el cual, al funcionar de acuerdo a las características del biopoder, puede cumplir su «función homicida» sustentada en la idea del racismo. Y cuando se habla del racismo, no se hace referencia al racismo específicamente étnico, sino, por el contrario, se trata del racismo evolucionista, biológico, que permitiría encontrar un motivo (¿acaso justificado por la ciencia, esa ciencia moderna y racional?) para avalar la desaparición física de algunos individuos; el Estado moderno, y su derecho legítimo de matar, en pura potencia.

El despliegue propio del Estado moderno, entonces, llevaría inscrito en su propio funcionamiento la mecánica del racismo, a fines de legitimar la eliminación sistemática de ciertos grupos sociales. La articulación de los mecanismos del biopoder y el derecho de matar serían características propias, intrínsecas de todos los Estados modernos, sean éstos capitalistas o socialistas: si bien el nazismo llevó al paroxismo el juego entre el derecho soberano de matar y los mecanismos del biopoder, no sólo es una característica peculiar del nazismo sino que «el juego está inscrito efectivamente en el funcionamiento de todos los Estados, de todos los Estados modernos, de todos los Estados capitalistas. Y no sólo de éstos»48.

Del mismo modo, la especificidad del racismo moderno no está vinculado ni con operaciones ideológicas que hacen de la raza adversarios míticos, ni con mentiras ni con ideologías; más bien, lo que tiene de específico el racismo es su vínculo con la técnica del poder, con la tecnología del poder. En vistas de ejercer su poder soberano, el Estado debe valerse de la raza, la eliminación de razas o de la purificación de la raza, todo esto mediado por el racismo moderno. Así, el racismo «asegura entonces la función de la muerte en la economía del biopoder, sobre el principio de que la muerte del otro equivale al reforzamiento biológico de sí mismo como miembro de una raza o una población, como elemento en una pluralidad coherente y viviente»49. Allí reside su carácter peculiar.

A modo de conclusión

El objetivo de este trabajo giró en torno a las relaciones existentes entre el fenómeno del genocidio y el esquema de poder de la modernidad. Es decir, es claro que el genocidio moderno no podría nunca haberse llevado a cabo sin los preceptos fundantes de la modernidad, pero no por esto se podría afirmar que todo Estado es inevitablemente y en esencia genocida. Lo que sí puede afirmarse es la existencia de un estado de latencia con respecto a las posibilidades de un Estado para perpetrar un genocidio, dado que el funcionamiento de todos los Estados modernos -sean capitalistas o socialistas- está asegurado por la regulación y el control poblacional, siendo la característica propia de esta tecnología de poder el estar sustentada por la idea del racismo.

Sin embargo, este funcionamiento del Estado moderno, tamizado por el biopoder, admite el planteo de un interrogante: ¿acaso la implantación de medidas neoliberales -y sus consecuencias materiales- no supone un plan sistemático y planificado por los organismos de crédito multilaterales para la eliminación de determinadas poblaciones? La reticencia a llamar genocidio, por parte del poder político, a diversas situaciones de control y regulación poblacional puede llevar a la naturalización y a la justificación de dichas condiciones. Y hasta que no se construyan nuevas relaciones sociales, basadas en nuevas normas y nuevos preceptos, no se podrá escapar a esta posibilidad.

Como se ha dicho al principio de este trabajo: la dificultad reside en estimar los alcances y los límites de la definición de genocidio, pues de allí se tomarán las herramientas que harán efectiva la denuncia de los posibles genocidios.

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1 Bauman, Zygmunt, Modernidad y Holocausto, Sequitur, Madrid, 2006, p. 39.

2 Bauman, Zygmunt, Modernidad y Holocausto, op. cit., p. 19.

3 Rubenstein, Richard, The cunning of History citado en Bauman, Zygmunt, Modernidad y Holocausto, op. cit., p. 30.

4 La cita pertenece a Henry Huttenbach aparecida en Bjornlund, Matthias, Markusen, Eric y Menecke, Martin, «¿Qué es el genocidio?» en Genocidio: la administración de la muerte en la modernidad, UNTREF, Bs. As., 2005, p. 24.

5 Por problemas de espacio, y en beneficio de una exposición sintética, en este trabajo no se tomarán en cuenta la multiplicidad de argumentos esgrimidos por las diferentes corrientes teóricas, sino que se optará por la perspectiva histórico-sociológica.

6 Feierstein, Daniel, «El fin de la ilusión de autonomía» en Genocidio: la administración de la muerte en la modernidad, UNTREF, Bs. As., 2005, p. 67.

7 Ibíd., p. 67.

8 Ibíd., p. 60.

9 «El genocidio funciona a partir de una lógica de ingeniería social que pretende el rediseño de la sociedad en su totalidad» Levy, Guillermo y Borovinsky, Tomás, «Apuntes sobre novedad y articulación» en Genocidio: la administración de la muerte en la modernidad, UNTREF, Bs. As., 2005, p. 169-170.

10 Ternon, Yves, El Estado criminal. Los genocidios en el siglo XX, Península, Barcelona, 1995, p. 64.

11 Ibíd., p. 65.

12 Bauman, Zygmunt, Trabajo, consumismo y nuevos pobres, Gedisa, p. 113.

13 Feierstein, Daniel, «El fin de la ilusión de autonomía» en Genocidio: la administración de la muerte en la modernidad, op. cit., p. 55.

14 Habermas, Jürgen, «Modernidad: un proyecto incompleto» en Revista Punto de vista, Nº21, Buenos Aires, agosto ’98.

15 Ibíd.

16 Ibíd.

17«El programa del iluminismo consistía en liberar al mundo de la magia. Se proponía mediante la ciencia, disolver los mitos y confutar la imaginación» en Adorno, Theodor y Horkheimer, Max, Dialéctica del iluminismo, Editora Nacional, Madrid, 2002, p. 13.

18 Feierstein, Daniel, «El fin de la ilusión de autonomía» en Genocidio: la administración de la muerte en la modernidad, op. cit., p. 49.

19 «Hay un cuadro de Klee que se titula Angelus novus. Se ve en él un ángel al parecer en el momento de alejarse de algo sobre lo cual clava la mirada. Tiene los ojos desencajados, la boca abierta y las alas tendidas. El ángel de la historia debe tener ese aspecto. Su cara está vuelta hacia el pasado. En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que acumula sin cesar ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies. El ángel quisiera detenerse, detener a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero una tormenta desciende del Paraíso y se arremolina en sus alas y es tan fuerte que el ángel no puede plegarlas. Esta tempestad lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas, mientras el cúmulo de ruinas sube ante él hacia el cielo. Tal tempestad es lo que llamamos progreso» en Benjamin, Walter, Conceptos de filosofía de la historia, Terramar, 2007, p. 69-70.

20 Löwy, Michael, «La dialéctica de la civilización: barbarie y modernidad en el siglo XX» en Herramienta, Nº22, Buenos Aires, abril 2003.

21 «Auschwitz no representa una ‘regresión’ al pasado, a una edad bárbara primigenia, sino claramente uno de los rostros posibles de la civilización industrial occidental». Ibíd.

22 Ibíd.

23 Marx, Karl, «Arbeitslohn» en Kleine ökonomische Schriften, Berlín, Dietz Verlag, 1955, p. 245.

24 Löwy, Michael, op. cit.

25 Feierstein, Daniel, «El fin de la ilusión de autonomía» en Genocidio: la administración de la muerte en la modernidad, op. cit., p. 50.

26 Ibíd., p. 53.

27 Ibíd., p. 54.

28 Ibíd., p. 60.

29 Weber, Max, El político y el científico, Alianza, Madrid, 1984, p. 83

30 Bauman, Zygmunt, Modernidad y Holocausto, op. cit., p. 51.

31 Foucault, Michel, Genealogía del racismo, Altamira, Buenos Aires, 1996, p. 215.

32 Murillo, Susana, El discurso de Foucault, EUDEBA, Buenos Aires, p. 133.

33 Silva Prada, Diego, «Trascendencia e inmanencia del Estado moderno: entre la soberanía y las prácticas disciplinarias» en Revista Reflexión Política, Nº14, Colombia, diciembre 2005, p. 114.

34 Ternon, Yves, El Estado criminal. Los genocidios en el siglo XX, op. cit., p. 71.

35 «Además, todo delincuente que, al atacar el derecho social, se convierte por sus delitos en rebelde y traidor a la patria, deja de ser miembro de ella al violar sus leyes, e incluso le hace la guerra. Entonces la conservación del Estado es incompatible con la suya. Es preciso que uno de los dos muera, y cuando se hace morir al culpable, no es como ciudadano sino como enemigo» en Rousseau, Jean Jacques, El Contrato Social, Grafidco, Buenos Aires, 2004, p. 44.

36 Feierstein, Daniel, Seis estudios sobre genocidio, EUDEBA, Buenos Aires, p. 37.

37 Podría resumirse este catastrófico devenir de la siguiente manera: «la ‘marca’ distingue a lo ‘otro’ de lo ‘sano’, el hostigamiento prepara y adiestra la fuerza exterminadora, el aislamiento recluye al otro y le destruye sus lazos sociales, el debilitamiento quiebra su resistencia y el exterminio permite su ‘desaparición’ material y simbólica» en Feierstein, Daniel, Seis estudios sobre genocidio, op. cit., p. 23.

38 Foucault, Michel, La voluntad de saber, Siglo XXI, p. 173.

39 Foucault, Michel, Genealogía del racismo, op. cit., p. 193.

40 «Después de la anatomía política del cuerpo humano instaurada en el setecientos, a fines de siglo se ve aparecer algo que ya no es una anatomo-política del cuerpo humano, sino algo que yo llamaría una biopolítica de la especie humana» en Foucault, Michel, Genealogía del racismo, op. cit., p. 196.

41 Ibíd., p. 205.

42 Ibíd., 205.

43 Ibíd., 206.

44 «El imperativo de muerte, en el sistema de biopoder es admisible sólo si se tiene a la victoria no sobre adversarios políticos, sino a la eliminación del peligro biológico y al reforzamiento, directamente logrado con esta eliminación de la especie misma o de la raza» en Ibíd., p. 206-207.

45 Bauman, Zygmunt, Modernidad y Holocausto, op. cit., p. 86.

46 Foucault, Michel, Genealogía del racismo, op. cit., p. 57.

47 Feierstein, Daniel, Seis estudios sobre genocidio, op. cit., p. 22.

48 Foucault, Michel, Genealogía del racismo, op. cit., p. 211.

49 Foucault, Michel, Genealogía del racismo, op. cit., p. 209.