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De los errores de Podemos a la propuesta federal

Fuentes: El Viejo Topo

Las elecciones generales y autonómicas de 2019 han puesto fin al ciclo de regeneración política impulsado por las Mesas de Convergencia (2010) y por el Movimiento 15-M (2011), y que capitalizó electoralmente Podemos un año después. Como sucedió en el período de decadencia de Izquierda Unida, la organización no está siendo capaz de abordar una […]

Las elecciones generales y autonómicas de 2019 han puesto fin al ciclo de regeneración política impulsado por las Mesas de Convergencia (2010) y por el Movimiento 15-M (2011), y que capitalizó electoralmente Podemos un año después. Como sucedió en el período de decadencia de Izquierda Unida, la organización no está siendo capaz de abordar una discusión en profundidad sobre las causas de su rápido declive. Pero la capacidad que desplegó en sus mejores años de sumar más del 20% del electorado en toda España, y de convertirse en la primera fuerza en Cataluña y el País Vasco, dos territorios plurales que contienen la clave para la solución del problema identitario en el conjunto del país, ha sido demasiado importante como para banalizar este experimento político o conformarse con explicaciones personalistas y anecdóticas ¿Qué ha sucedido con Podemos?

Comunicación y realidad

Podemos ha sido un experimento exitoso de comunicación política basado en el uso de un lenguaje nuevo y de una nueva simbología. Ambas cosas son decisivas en política, pero no sustituyen la necesidad de reconocer o identificar la realidad social, sea la que fuere, como el material primario de todo proyecto de transformación. Por mucho que los argumentos comunicativos sea fundamentales para transformarla, se trata de un medio y nunca un objetivo en si mismo. Confundir medios y objetivos genera contradicciones entre lo que se dice y propone, y lo que realmente sucede en la sociedad, contradicciones que acaban erosionando el apoyo social con el resultado de un debilitamiento de la efectividad de las propias estrategias comunicativas y una vuelta al punto de partida. Este intercambio entre mensaje y realidad es valorado positivamente por el pensamiento postmoderno y se ha exacerbado con la aparición de las fake news y las nuevas formas de comunicación digital, aunque ya estaba muy presente en el período de entreguerras. El término «populismo» utilizado por los dirigentes de Podemos refleja el intento de jugar con el desdoblamiento entre realidad y comunicación. Sin embargo, sólo admite una lectura progresista en el contexto de la realidad latinoamericana y cuando se utiliza en Europa, como lo ha hecho Podemos, se convierte en presa fácil de los enemigos del cambio.

Pero no sólo hay que identificar o reconocer la realidad social e institucional, sea la que sea, como base de todo proyecto político, sino que, además, hay que aspirar a conocer dicha realidad lo mejor posible para poder transformarla realmente. Conocerla significa tener una idea mínimamente realista de los grupos y de las clases sociales que conforman una sociedad como la española, de sus dinámicas de cambio, de las dimensiones y las limitaciones de la estructura económica del país en el entorno internacional real -que no en el deseado-, de la extracción social y la evolución normativa del electorado, como mínimo del electorado propio con el fin de no perder el contacto con él. Los que toman las decisiones en Podemos acertaron en la comunicación política, pero no se han preocupado lo suficientemente ni de reconocer, ni tampoco de conocer la realidad española que aspiraban a transformar.

Extrapolación de realidades diferentes

El segundo de los errores de Podemos tiene que ver con el primero. Fue pensar que la sociedad española y su sistema político, que se encontraban en una situación de grave crisis de legitimidad hacia el año 2010, así como el propio Estado español contemporáneo, son comparables a los de América Latina. España es un país de la periferia sur de Europa, no forma parte del núcleo fundacional de la Unión Europea y su margen de maniobra para dar respuesta a la crisis financiera de 2008 era más bien pequeño como también lo fue y lo sigue siendo para Portugal o para Grecia. La crisis de 2008 produjo un desplome de su clase media, y la proliferación de la corrupción y el turnismo político colocó a sus sistema político e institucional en una crisis sin precedentes. Sin embargo, pensar que este último, su clase media, su sistema de partidos y su propia realidad estatal son comprables en su precariedad a los de los países latinoamericanos, está fuera de lugar. La sustitución del izquierda-derecha por la idea del «arriba-abajo», de «la gente», del «99%» o del «populismo de izquierdas» puede que sea una buena estrategia comunicativa, pero no permite describir de forma lo suficientemente precisa la sociedad real como para poder captar sus matices, sus cambios y las contradicciones que hay que identificar para consolidar las posiciones políticas conquistadas electoralmente y ampliarlas. Pensar que el cambio en una sociedad moderna como la española va a venir por medio de una suerte de desbordamiento del sistema político por parte de la ciudadanía o de la «gente» en un movimiento más bien espontáneo e «imparable» dirigido por los hijos sobrecualificados de unas clases medias urbanas desclasadas conectadas con los sectores populares, como sucedió en algunos países latinoamericanos, no se corresponde con la realidad, aún cuando existieran aspectos comunes entre ambas sociedades. Si tenemos en cuenta que dichos experimentos ni siquiera han podido consolidarse en aquellos países una vez que cambio la dinámica económica internacional, resulta aún más dudoso el realismo de esta clase de estrategias importadas. Para una sociedad compleja y relativamente estructurada como la nuestra, la guerra de posiciones de Gramsci es una hoja de ruta mucho más realista aún cuando, quizás, sea más aburrida, es decir la acumulación de hegemonías en un proceso más bien largo y complejo basado en el conocimiento particularizado del cambiante tejido social, económico e institucional que se pretende transformar. Para ilustrarlo no se me ocurre ningún ejemplo mejor que el proyecto desplegado por Jordi Puyol para construir, a la vista de todos, una nación moderna en Cataluña con el objetivo final de crear un estado independiente pilotados por las fuerzas conservadoras catalanas. El contenido aritmético-electoral de la idea del «sorpasso», una técnica comunicativa que no le ha reportado ventajas a nadie que la ha utilizado, simplemente no encaja en el tipo de estrategia que requiere la transformación de una sociedad como la española.

Crítica fallida de la Constitución del 78

El tercer error, si se quiere estratégico de Podemos, se deriva de su posicionamiento en relación con la Constitución de 1978. Dicha Constitución es el resultado de una situación de correlación de fuerzas, tanto dentro como también fuera de España, mucho más favorable para la izquierda que la presente. Esto significa que un nuevo proceso constitucional generaría hoy una carta magna considerablemente más regresiva que la actual que, desde luego, es infinitamente más avanzada que el bodrio elaborado para fundar la llamada «República Catalana». La lista del articulado progresista es mucho más larga de lo que Podemos ha venido sugiriendo a lo largo de estos últimos años, un error del que sólo se dio cuenta cuando hace relativamente poco y cuando ya era demasiado tarde. La Constitución del 78 establece, por ejemplo, el derecho a la educación destinado al desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia (§27); el derecho al trabajo (§35); la obligación de sostener los gastos públicos mediante un sistema tributario justo (§31); que los derechos a la propiedad privada y a la herencia estén delimitados por su función social (§33); que los poderes públicos promuevan políticas orientadas al pleno empleo (§40); que los gobiernos mantengan un régimen público de Seguridad Social para todos los ciudadanos (§41); establece el derecho al disfrute de un medioambiente adecuado y el uso racional de los recursos naturales (§38); la protección del patrimonio, histórico, cultural y artístico de los pueblos de España (§46); el derecho de todos los españoles a disfrutar de una vivienda digna y adecuada (§47) o el disfrute de una pensión de jubilación económicamente suficiente (§50). Además, estipula que toda la riqueza del país está subordinada al interés general y permite intervenir empresas cuando así lo exige este último (§128) y obliga a los poderes públicos a promover eficazmente las diversas formas de participación en la empresa (§ 129). También le confiere al Estado la posibilidad de planificar la actividad económica general para atender a las necesidades colectivas (§131), obliga a regular el régimen jurídico de los bienes de dominio público y los bienes comunales que incluyen las costas y los recursos naturales (§132) y obliga también a la realización efectiva del principio de solidaridad entre las diferentes partes del territorio prohibiendo que en las Comunidades Autónomas se creen privilegios sociales y económicos (§138). Por fin, decreta que las haciendas locales tienen que disponer de medios suficientes para el desempeño de sus funciones (§142), y que la autonomía financiera de las Comunidades Autónomas tiene que ser con arreglo al principio de solidaridad entre todos los españoles (§156). La crítica que se le puede y se le debe hacer al orden constitucional del 78 es similar a la que hacen los franceses, los alemanes o los italianos a sus respectivas constituciones, es decir, el incumplimiento de muchos de sus postulados, debido a las políticas económicas aplicadas: la reforma express del §135 apunta en esa dirección.. A esto se suma la justificada crítica al desarrollo del Título VIII, que sin duda debe ser reformado pues ha creado un orden institucional que dificulta el cumplimiento de algunos artículos como el 138 o el 156. A parte de este, el verdadero «problema» de la Constitución de 1978 radica en la tensión, presente en todas las constituciones de los países capitalistas desarrollados y no sólo la española, entre el código civil, que regula la propiedad privada, y los derechos constitucionales de los que disfrutan todos los ciudadanos sea cual sea la propiedad de la que dispongan.

Cuando Podemos y sus grupos afines empezaron a hablar de la «crisis del régimen del 78» pensando que abrían una línea de ruptura política favorable a la izquierda, desarrollaron una crítica ambigua a la Constitución tratándola, sin decirlo directamente, como el producto de una involución política, convirtiéndola en una suerte de iniciativa del gobierno de Arias Navarro para evitar la ruptura con el Régimen de Franco. Es verdad: la Transición fue un compromiso con el pasado franquista, pero esto no altera el contenido fuertemente progresista de la parte central de su articulado, sobre todo para los tiempos que corren. La ambigüedad a la hora de abordar la crítica de la Constitución no es casual: resulta de una visión poco nítida de lo que representa el estado moderno y de su casi identificación con el del siglo XIX y con el de la primera mitad del siglo XX. Esta lectura ahistórica del capitalismo y de la modernidad en general, empujó a Podemos a posiciones ultraizquierdistas, a un anticapitalismo junior de chavales de instituto que le llevó a la pérdida de confianza de muchos de los que le habían dado su voto en 2016. Pero las cosas vinieron aún peor, pues esta forma confusa y, en última instancia equivocada de responder a la reforma express del 135, reforzó los argumentos de los independentistas que, por razones distintas, también pasaron a la ofensiva en su crítica de la Constitución. Con esto pasamos al cuarto y definitivo error que podría arrojar a Podemos a la insignificancia política siguiendo los pasos de Izquierda Unida, si se muestra incapaz de dar un giro de 180 grados: el problema nacional.

Problema nacional y síndrome de estocolmo

Todos los errores enumerados culminan en la particular apuesta territorial e identitaria de Podemos, que -como era de prever- lleva el camino de convertirse en su Waterloo. Oriol Junqueras ha alcanzado su objetivo tras el surgimiento del 15-M: impedir la conformación de un movimiento simultáneo y sincronizado en toda España en favor de la regeneración del país y contra las políticas de austeridad a través de la aceleración de la agenda independentista. Podemos se lo ha puesto fácil a Oriol porque la izquierda española sufre desde hace décadas un serio síndrome de estocolmo: ha sido secuestrada por el discurso nacionalista mientras alaba a sus secuestradores e incluso piensa que puede utilizarlos para sus propios fines. Para poder jugar este astuto juego necesita congraciarse con estos últimos admitiendo la existencia de similitudes esenciales entre los procesos de descolonización de territorios pobres y subordinados a las potencias occidentales después de la segunda guerra mundial, y la situación que viven las prósperas regiones de Cataluña y el País Vasco en la actualidad. La lectura ahistórica del mundo está muy incrustada en la cultura de la izquierda española, como ya hemos visto, de forma que no le resulta tan difícil apoyar este disparate. Además, la banalización de la realidad histórico-objetiva frente al discurso comunicativo permite restarle trascedencia a esta clase de confusiones, pues siempre se puede argumentar que simplemente se trata de una técnica comunicativa más destinada a ganar votos tanto entre nacionalistas/indepes/confederalistas como entre federalistas convencidos.

Pero esta concesión ideológica incluye el pago de un elevado tributo político pues conduce al argumento, de que el problema nacional en España es, en realidad, un «problema político de falta de democracia». Aceptar esto último parece enlazar con la crítica ambigua del «régimen del 78» pero lo que hace en realidad es inyectarle un dosis definitiva de legitimidad a los indepes, que es lo que necesitan para internacionalizar el conflicto cubriendo de basura la Constitución del 78, a pesar de que ha sido ella la que les ha permitido llegar a las puertas de la independencias tal y como pretendía Jordi Pujol. La expresión más acabada de este secuestro es el apoyo de las izquierdas al derecho del «derecho de los pueblos a la autodeterminación» sin entrar en detalles sobre la naturaleza de dichos «pueblos», sin pensar en la posibilidad de que dicho derecho se libre a costa del «derecho» de otros «pueblos» y de miles y miles de ciudadanos expulsados previamente del «pueblo» principal, sin tener en cuenta que son los territorios ricos los que claman el derecho a no ser solidarios de forma similar a como los evasores fiscales reclaman su «derecho» a no pagar tantos impuestos. Nadie parece haberse parado un segundo en Podemos a pensar en las consecuencias que puede acarrear la dinámica territorial-autodeterminista para cualquier discurso progresista-solidario, para las clases subalternas catalanas y vascas, para los territorios más pobres de España, para el proyecto de integración europea y para el ambiente político que inevitablemente crearía durante dos o tres generaciones el que España se convirtiera en otro estado fallido. Nadie parece querer arrostrar las incalculables consecuencias de la destrucción de una unidad estatal en la era neoliberal, a pesar de los precedentes de los Balcanes, de Irak, de Siria o de Libia ¿La avestruz que mete la cabeza en la arena?

Si se admiten estos argumentos de los secuestradores, también hay admitir que la lucha social y la lucha nacional van de la mano en España de la misma forma que lo fueron en Cuba y otros territorios similares. Consecuencia: hay que apoyar a los independes en su noble lucha de emancipación nacional pues se trata también de una lucha de emancipación social, entre otras razones porque -y aquí el truco pretendidamente astuto de los secuestrados enamorados de sus secuestradores- dicha lucha mejorará las posiciones estratégicas de la izquierda en el conjunto de España. Todavía en junio de 2019 algunos dirigentes de Unidas-Podemos declaraban «hay que incorporar a Esquerra Republicana a una política progresista de Estado» sin ver (¿aún?) lo más evidente para todos menos para ellos: que el objetivo de Esquerra es romper dicho Estado por todos los medios a su alcance, y utilizando para ello a la izquierda secuestrada, aunque dándole caramelos republicanos para que se quede quieta. Unidas-Podemos piensa que puede utilizar a sus secuestradores sin darse cuenta de que son ellos los que tienen el control de la situación, los que están utilizándoles a ellos. La ambigüedad del concepto «pueblo», que sirve tanto para fundamental un demos democrático -«todos somos iguales»- como para fundamental un ethnos excluyente -«el pueblo somos nosotros frente a ellos»- facilita laa inversión de los roles impidiendo a los secuestrados se percaten de la movida. Pero para cientos de miles de catalanes que le dieron su voto a En Comú-Podem y que no cuentan en el proyecto de demos-ethnos de los indepes, no hay sitio para la ambigüedad. Se percatan muy bien de la movida hasta el punto de que muchos prefirieron dar su apoyo a Ciudadanos a cambio de una pizca de claridad en este punto, una claridad que ni siquiera les daba el PSC de Iceta pero que, para ellos, resulta existencial.

Seamos justos: la alianza sentimental con los nacionalistas que engrasa el secuestro de la izquierda viene de lejos y afecta, incluso, a no pocos votantes socialistas que intentan demostrar su progresismo apoyándola con más o menos entusiasmo. Errores y equívocos como este no tienen consecuencias políticas cuando sus protagonistas reúnen menos del 10% de los votos, pero se convierten en sistémicos cuando los apoyos superan el 20% o cuando se pone en marcha una dinámica tan seria como la del procés, y que obligó a muchos miles a despertar de su ingenuidad. Con un 20% de votos un error así deja de ser un desliz discursivo para convertirse en un elefante en una cacharrería, un elefante con capacidad de contaminar completamente otros análisis como el de la aparición organizada de la ultraderecha en España. Algunos dirigentes de Unidas-Podemos aún decían hace bien poco que «el problema de la ultraderecha en Europa es mucho más grave que el del independentismo en España» sin caer en la cuenta de que el auge de Vox es, en gran parte, el resultado lógico y previsible de la exacerbación del problema nacional que Podemos no ha sabido ni querido frenar. Dicha aparición es una prueba más, de que la dinámica nacional no lleva al avance en temas de justicia social, sino a una dinámica bipolar que empuja en un sentido justamente contrario. Mientas los dirigentes de Podemos desplegaba esta clase de discursos irreales, sus antiguos votantes lo abandonaron en masa en 2019 como ya lo habían hecho algunos años antes en los bastiones populares del País Vasco y Cataluña.

Hacia la construcción de un nuevo demos

¿Qué hacer? La agenda nacional, cuando se impone en los territorios ricos no arrastrará nunca una agenda de solidaridad y emancipación social tras de sí, y menos aún en un momento hipercompetitivo y neoliberal como el actual. El problema del estado se presenta hoy en un contexto completamente distinto al de antes de la segunda guerra mundial pues hoy se trata del único espacio institucional con capacidad de hacer frente a los grandes retos sociales, ambientales y políticos a los que se ven abocados sus ciudadanos, incluidas las generaciones venideras. La integración europea permite, ya hoy, abordar -al menos teóricamente- problemas conjuntos como es la presión de los mercados financieros o las políticas medioambientales, pero hay muchos otros en los que sólo va a poder complementar a los estados antes que sustituirlos: el auge del nacionalismo también sintomatiza, paradójicamente, esta realidad. El que la agenda nacional le haya sido impuesta a las fuerzas progresistas, no justifica que estas escondan la cabeza bajo tierra negándose a afrontar el reto que les impone las circunstancias. En el mundo de la política, los actores no eligen los problemas y las situaciones a los que tienen que hacer frente, y si los nacionalistas han conseguido imponer su agenda tras cuatro décadas de andadura democrática, no sirve de nada decir que «las identidades no importan» o que «las naciones ya no cuentan» sino que hay que recoger el guante, tomar nota del escenario fáctico y tratar de responder con una contra-agenda con capacidad de hacerse hegemónica. Aunque el procés también ha tenido efectos positivos. En primer lugar ha obligado a desbanalizar, por fin, el problema nacional y el llamado «derecho a la autodeterminación» pues los hechos han desvelado un precipicio al que muchos, desconocedores de Cataluña, le atribuían una naturaleza metafísica. En segundo lugar ha puesto en la agenda política la necesidad de abordar la tarea, pospuesta en 1978 por razones que ahora no vienen al caso, de crear y afinar los pilares identitarios comunes del demos constitucional. En tercer lugar ha obligado a todos a posicionarse frente a la pregunta de si merece la pena o no apostar por mantener un país unido y solidario, y a explicar las razones de su decisión.

La tarea que ahora toca abordar crea un problema para la izquierda que, en parte, explica su intento de esquivarlo durante tantas décadas: en sociedades capitalistas desarrolladas la construcción de un demos exige de un consenso político amplio que va desde la izquierda hasta sectores relevantes de los espacios liberales y conservadores, un consenso que podría erosionar, aparentemente, la agenda progresista. Es verdad que podría ser así, pues la agenda nacional tiende a secuestrar la agenda social como hemos visto. Con una excepción: cuando la construcción de un nuevo demos a partir de otros ya existentes incluye la creación de un espacio de solidaridad en sustitución de otro de competitividad como es el caso que nos ocupa. El problema territorial contemporáneo no surge en España en los territorios pobres que se ven desahuciados en sus recursos y su lengua por los territorios ricos, sino justamente al revés: se trata de territorios, y más concretamente de las clases medias de dichos territorios, que sufren una sensación de inseguridad y depauperación tras la crisis de 2008, y que pretenden abordar la situación reduciendo la fraternidad/solidaridad a los «suyos» siguiendo un patrón muy similar al de los partidos de la ultraderecha europea que defienden el estado del bienestar, pero sólo para los que ellos consideran los «nuestros» en función de criterios étnico-lingüísticos. La razón, por la que el Partido Popular prácticamente ha desaparecido electoralmente de Cataluña y del País Vasco, tiene una explicación identitaria pues el objetivo del demos construido en estos territorios bajo el paraguas del Estado de las autonomías era justamente sustituir una identidad por otra. Pero también tiene mucho que ver con su ultraliberalismo económico del PP -exacerbado aún más en el partido Vox-, un ultraliberalismo que resulta, de facto, incompatible con la construcción de cualquier comunidad política que aspire a no quedar anclada en ideas metafísicas como las que proliferaron tras la pérdida de Cuba en toda España, Cataluña y el País Vasco incluidos. Dicho ultraliberalismo se ajusta a los esquemas identitarios excluyente que hoy proliferan tanto al norte como también al sur del Ebro y que alimentan un orden competitivo como el que una parte de las élites occidentales quieren imponerle al todo el mundo. Si los sectores foralistas del Partido Popular pretenden recuperar terreno electoral para hacer frente a su caída, es porque el foralismo trabaja con una cierta noción de solidaridad aún cuando esta guarde fuertes conexiones con el ethnos y se asemeje a la de los nacionalistas. Algo parecido sucede con los liberales, que si bien apoyan sin fisuras las patas «libertad» e «igualdad» del demos republicano, se abstienen de incluir la tercera de ellas de forma consecuente -la de la «fraternidad»- con lo cual incurren en un republicanismo arcaico más propio de las seudodemocracias liberales del siglo XIX, que de las democracias sociales creadas tras la segunda guerra mundial, en España, treinta años después. Si los partidos liberales quieren influir en el debate territorial -y en España resultan tanto ellos como los conservadores esenciales para generar los amplios consensos que requiere la construcción de un nuevo demos- tienen que socialdemocratizarse, abrazar la causa de aquellos sectores dentro de al extinta UPYD y de los primeros años de Ciudadanos, que fueron desplazados por los sectores radicalmente liberales. Parece difícil que puedan hacerlo si no apuestan por sustituir a los radicales Hayek y a Friedman, por liberales humanistas tales como John Rawls o Keynes. Hoy por hoy la deriva de Ciudadanos en su acercamiento a Vox y al PP de Casado, no permite ser optimistas en este sentido, aunque los resultados electorales han dejado entrever, que dichos acercamiento puede llegar a costarles mucho más caro de lo previsto.

Obviamente la reivindicación de la fraternidad/solidaridad, que es el eslabón perdido del demos español construido en el siglo XIX, coloca a las fuerzas políticas progresistas en la delantera. Pero no se trata de hacer partidismo: el espacio político -o la suma de espacios políticos- que consiga(n) colocar encima de la mesa una propuesta de demos en la que libertad, igualdad y fraternidad queden asegurados en una suerte de unidad indivisible, conseguirá(n) hacerse hegemónicos en prácticamente todos los territorios pues habrá encontrado la fórmula para darle una salida al problema nacional a largo plazo. Los espectaculares resultados electorales de Podemos en Cataluña y el País Vasco, luego dilapidados con su acercamiento al independentismo, tienen mucho que ver con la esperanza que despertó entre amplios sectores de la población con una identidad mixta de la que no quieren prescindir en ningún caso. Fueron los votantes de las clases populares los que catapultaron a Podemos al primer lugar en Cataluña pues eran y son los principales beneficiados potenciales de un demos en el que la fraternidad -en definitiva la redistribución de la riqueza- no tenga un papel sólo testimonial. Crear un demos compartido no implica arremeter frontalmente contra los demos autonómicos particulares creados al amparo del Título VIII, y que han alimentado una forma de pensar y de actuar «cuasiconfederal» (Nicolás Sartorius), un sistema en el que todos los territorios, y no sólo los gobernados por partidos nacionalistas, aspiran a establecer una relación bilateral con el Estado siguiendo el principio del «qué hay de lo mío». De lo que se trata más bien es de sustituir esta forma fragmentada e individualizante de concebir el demos estatal, y que guarda una relación estrecha con el modo neoliberal de concebir la economía, la sociedad y la política, por una visión concebida como «proyecto de toda la casa» parafraseando a Keynes, como la articulación de un nuevo todo solidario a partir de la diversidad de los fragmentos identitarios que se han ido configurando a lo largo del último siglo y medio. En una sociedad altamente desarrollada e interdependiente, estos fragmentos pueden encontrar un acomodo no competitivo y no excluyente cuando la visión es esta que comentamos y no, por ejemplo, la confederal que a la dirección de Podemos le sigue pareciendo la única posible. En los tiempos de Pi i Margall la abstracción federal fracasó porque se tenía que imponer frente a una sociedad real caracterizada por un tradicionalismo particularista abrumadoramente dominante en una sociedad española, sin apenas comunicaciones, sin un mercado integrado y con una presencia del ethnos en casi todos sus poros y estamentos. Pero la sociedad tradicional y el aislamiento ya han sido definitivamente liquidados por la modernidad, el país se ha convertido en una realidad social y cultural unificada, a pesar de que el estado de las autonomías ha creado una superestructura política que contradice dicha unificación, un espacio único en el que sexos, etnias, religiones y lenguas podrían convivir sin problemas. La burguesía catalana ya no representa los valores civilizatorios del capitalismo frente al inmovilismo de los terratenientes castellanos y muchas ciudades españolas se han convertidos en polos de irradiación cultural y modernidad más comunicativos que Barcelona. No hay nada que legitime la perpetuación de la situación identitaria que hemos heredado del siglo XIX, nada real que impida dar un gran paso cultural y político hacia la construcción de un nuevo demos a la altura de la sociedad que tenemos delante, pues las identidades, como los estados y las naciones, no son naturales sino que se construyen. La idea «de la casa nacional común», que enlaza con la idea del «planeta común» y de las «aspiraciones e ideales comunes de liberad, igualdad de fraternidad», generaría una dinámica conducente a la supresión de espacios territoriales redundantes y competitivos que alimentan la actual mentalidad del chiringuito, de lo mío frente a lo de todos, en definitiva, las formas de pensar que hoy bloquean la aproximación global y solidaria a los grandes problemas de la humanidad. Porque, de la misma forma que el sufragio universal ni borra ni tiene necesidad de borrar las particularidades de género, lingüísticas, raciales, religiosas, étnicas o culturales, sino que, simplemente se eleva por encima de todas ellas para definir un nuevo espacio abstracto que llamamos ciudadanía en el que caben todas ellas haciéndolas «iguales», tampoco es necesario que la diversidad lingüística, cultural, jurídica o «idiosincrática» que se da en España por razones históricas, tenga que desaparecer con la construcción de un demos basado, eso sí, en la indivisibilidad de los tres valores republicanos. A parte de un consenso básico, que ha de ser construido política y culturalmente en procesos deliberativos en el seno de la opinión pública y en las instituciones y los partidos, resulta fundamental que el gobierno del Estado se convierta en el representante de un todo con capacidad de preservar la pluralidad, y sea cual sea la posición que adopten los propios gobiernos autonómicos. El paso que no ha dado ningún gobierno central todavía es la construcción de capacidades destinadas a hilvanar ese demos único a partir de las particularidades, y no sólo sin destruirlas sino, incluso,, implicándose activamente en su preservación. Crear un nuevo demos es, por ejemplo, redactar conjuntamente un nuevo relato histórico, cultural, normativo y también lingüístico que es el que les vamos a enseñar a todos los niños de España sea cual sea el lugar en el que crezcan y vivan. Significa crear una cultura plurilingüe en todo el territorio, construir un discurso compartido por el conjunto de la nación -o de las diferentes «naciones o nacionalidades dentro de la nación»- en el que nadie niegue la naturaleza antidemocrática del golpe de estado de 1936 ni tampoco el supremacismo y el racismo que anida en determinadas identidades centrales y periféricas hoy todavía vigentes. Un demos en el que nadie se sienta intimidado por el hecho de que Luis Vives, Santa Teresa, Cervantes o Franciso de Rojas fueran de origen converso, de que el Al Andalus musulmán del siglo XII fuera el momento de máximo esplendor filosófico, científico y cultural de Hispania. Un demos en el que todos estemos de acuerdo en afirmar que es ridículo decir que España ya fuera católica antes del nacimiento de Cristo, que Fray Hernando de Talavera y Bartolomé de las Casas quizás sean referencias normativas más ajustadas al tipo de país que queremos que el Cardenal Cisneros, que la tradición cosmopolita de la Institución Libre de Enseñanza enriquece a todo el espectro ideológico del país o que la modernización del siglo XIX, y sus consecuencias ideológico-identitarias, no son en ningún caso el punto final de su historia. No será posible hacer nada de todo esto sin re-conocer y sin conocer la realidad española o confundiéndola con otras experiencias históricas. Esto no es un pragmatismo trasnochado sino una condición sine qua non para poner en marcha cualquier proyecto de transformación social, ahora y siempre. La utopía es un referente que sirve para definir la ruta en una dirección determinada, pero nunca puede ser un instrumento analítico para organizar de forma efectiva los pasos que hay que dar para acercarse a ella. Concebir el estado español contemporáneo como algo parecido al estado zarista de 1917 o al estado nacido de un golpe de estado de 1936, o confundir la próspera Cataluña del siglo XXI con un país colonizado y ocupado del siglo XIX es alimentar la frustración, alejarse de la realidad práctica que experimentan los ciudadanos todos los días, y anticipar fracasos políticos innecesarios. Construir un demos federal significa, por tanto hoy también un acto de realismo, descolgarse de la ontología y de la metafísica nacional que alimenta el ethnos a costa del demos. Si las fuerzas progresistas tomaran la delantera podrán conectar con zonas muy amplias del país real desplazando su centro de gravitación política más hacia la izquierda. La solución española podría convertirse, además, en una contribución innovadora a la creación de un demos democrático en una Europa con capacidad de gestionar y defender su diversidad. En el mundo competitivo de ahora dominado por visiones particularizadas y unilaterales quizás todo esto recuerde un poco a la guerra de España contra el fascismo que consiguió aglutinar las esperanzas de humanización para millones de demócratas de todo el mundo.

Fuente: https://asteinko.blogspot.com/2019/07/de-los-errores-de-podemos-la-propuesta.html#more